Sábado, 9 de enero de 2016
Caballero
de la selva
de la selva
Por
DONALD CUTROSS PEATTIE
DONALD CUTROSS PEATTIE
Soñó con un imperio en tierra americana, y no tuvo tierra ni
para su sepultura.
1945
RENÉ ROBERT
CAVELIER,señor de La Salle, tenía
veintrés años cuando, por vez primera, vio las agrestes costas de la Nueva
Francia (Canadá), surgir de entre la espuma del océano.
De su excelente familia había heredado la buena presencia, los buenos modales y la buena salud, tres cualidades que constituían su único haber terrenal, excepción hecha del acero delgado y nervioso de su espada. Con este patrimonio, sin un cuarto en la escarcela y sin padrino que lo protegiese, La Salle hizo cara a la selva americana. La espada aquella habría de hendir la floresta dos siglos antes que el hacha colonizadora tallara una nación del continente salvaje.
En 1670 Francia tenía asentadas las puntas de los pies en el continente norteamericano. Sus misioneros y cazadores de pieles se aventuraban hacia el oeste y hacia el sur, costeando los Grandes Lagos; pero para consolidar su imperio en el Nuevo Mundo necesitaba de soldados exploradores y fortalezas. Porque los ingleses, también, soñaban en conquistas más allá `de los Alleganys, y la férrea mano de España ya se extendía desde México hacia el norte y hacia el este.
Así pues, Courcelle, el gobernador de Quehec, envió al joven aventurero La Salle con un grupo de clérigos y guardabosques armados a que metiesen una cuña, hecha con la espada y la cruz, entre los ingleses y los españoles. La expedición tropezó inesperadamente con Louis Jolict, quien regresaba de las selvas trayendo en su mano bronceada el primer mapa de los Grandes Lagos. Ese encuentro fue decisivo tanto en la vida de La Salle como en la historia de América, porque la expedición se dividió en dos grupos: los clérigos, ardiendo en celo misionero, determinaron dirigirse hacia la región de Mackinac, que era tierra conocida; La Salle, ansioso de imperios vírgenes, prosiguió hacia el sur, atravesando la región poblada de grandes bosques que hoy es Ohío. Su meta era nada menos que el legendario Padre de las Aguas, el Misisipí, y su ánimo el de borrar la tenue pretensión de España sobre ese río.
Durante los dos años siguientes de errabundo recorrido, el mismo La Salle no sabía por dónde andaba; quizás, según sus descripciones, fue por las praderas de Illinois. Pero cualesquiera que hubiesen sido los sitios adonde el espíritu de aventura lo llevara, el hecho' importante es . que sus correrías por -las extensas regiones salvajes, habían convertido al joven explorador en una especie de bien templada hoja de acero, arma imperial que no esperaba sino la mano de un estadista competente que supiera usarla.
Y esa mano fue la de Frontenac, el recién llegado gobernador de la Nueva Francia. A Frontenac relató La Salle lo que había visto en el corazón del continente: bosques que bastarían holgadamente para reconstruís todas las ciudades y flotas de Europa; pieles en cantidades suficientes para ahogar el comercio de Rusia; mantillo negro y profundo; tribus guerreras que podrían ser convertidas en una muralla contra los ingleses. Y más allá del horizonte de las enormes praderas, un río gigantesco, camino abierto por Dios a través de la salvaje naturaleza. La Salle predijo un imperio de trigo, madera, pieles y ciudades. Qué gran profeta era. Lo están proclamando las ciudades que brotaron en sitios donde él fue quien primero puso el pie: Búllalo, LotiÍsville, Detroit, Milwaukee, Chicago, San Luis, Nueva Orleáns, Gálveston y Houston.
Ocultando sus designios, La Salle salió para Francia donde, después de haber asumido el desagradable papel de cortesano, obtuvo una audiencia con Luis XIV. En el Rey Sol halló a un hombre cuya visión y determinación eran del mismo calibre que las suyas. De aquella audiencia salió La Salle con un título de nobleza y el despacho de comandante del fuerte de Frontenac, en el lago Ontario. Además, había obtenido el derecho de monopolio de todo el comercio de pieles en las regiones que explorase.
En Quebec, los grandes tratantes en pieles vieron toda esto con alarma. Si La Salle penetraba de nuevo hasta la región del Illinois, echaría abajo el monopolio de los de Quebec, precipitando la baja de precios. ¿Qué les importaba que Luis XIV no ganase un imperio, con tal de conservar ellos el suyo? Así pues, trataron de impedir, en todas las formas imaginables, que partiese la expedición: indujeron a los acreedores de La Salle a que le embargaran sus bienes; pusieron veneno en sus alimentos; sobornaron a los indios iroqueses para que pegasen fuego a un barco que estaba construyendo cerca del sitio que ahora ocupa Búllalo y, por último, ya casi terminados los preparativos, la expedición fue «inyectada » con hombres pagados para hacerla fracasar, uno de los cuales era el mismo piloto de la embarcación.
Pero todas aquellas arterías fracasaron, y en 1679 el Griffin se dio a la vela en el lago Erle, primer barco de guerra europeo que surcaba las aguas de los Grandes Lagos. Con La Salle iba el soldado italiano manco, Henri de Tonti, su compañero de armas y amigo de la infancia. A su modo—seco y ayuno de todo sentimentalismo—La Salle quería a Tonti más que a nadie en la vida.
Desde Mackinac, último puesto avanzado de la civilización, La Salle despachó de vuelta el GriffÍn cargado de pieles, para pagar sus deudas. Esta expedición, como todas las demás que emprendiera, había sido costeada por parientes, amigos y mercaderes del Canadá. Pero lo mismo que a Colón, el destino nunca permitió a La Salle que tuviese éxito comercial en ninguno de sus viajes. Los apremios de pago iban tras él, hostigándolo, adondequiera que guiase sus pasos. Las dificultades monetarias lo seguían hasta el más remoto rincón de la selva.
Ya el otoño empezaba a dorar las hojas cuando La Salle, con cuatro canoas cargadas hasta la borda, hizo rumbo hacia el sur siguiendo la costa oriental del lago Michigán. A través de selvas vírgenes y dilatados pantanos, Tonti procedía en expedición paralela, por tierra. En la desembocadura del río San José construyó La Salle el fuerte de Miami, mientras aguardaba la llegada de Tonti y del Grffin, Tonti llegó a reunírsele, mas no el Griffin. Los ríos, ya helados, impedían el arribo de provisiones y de refuerzos.
Casi faltos de víveres, La Salle y su gente se internaron en la selva, rumbo al río Illinois. En la remota distancia enrojecían el horizonte las fogatas de los indios cazadores que acorralaban sus presas en círculos de llamas. Pero para La Salle y los suyos no había sino frío, hambre, marchas interminables y pantanos traicioneros. Un movimiento en falso y la exigua hospitalidad de los indios tornaríase en furiosa hostilidad; máxime citando los mercaderes de Quebec habían despachado secretamente hacia el Illinois indios miamis con el encargo de asesinar a los franceses. Pero La Salle tenía genio para los indios. Era pródigo en regalos, los envolvíacon su rica verbosidad, y jamás les mostraba dolor o fatiga. Su talento y energía convirtieron toda la confederación del Illinois en un baluarte francés.
En las riberas del Illinois levantó La Salle el fuerte de Crévecoeur, segundo eslabón en su cadena de fortificaciones. Pero, necesitado de recursos, dejó a Tonti al frente de la guarnición y se encaminó al Canadá, tan sólo para enterarse de que el Griffin no había vuelto a ser visto, de que el cargamento de pieles había desaparecido, y de que su depósito de pieles del fuerte de Frontenac había sido liquidado por sus acreedores.
A poco llegó un mensajero de Tonti: los hombres del fuerte de Crévecoeur habían desertado. Pisándole los talones, un segundo mensajero trajo la noticia de que los desertores habían ocupado y quemado el fuerte de Miami ]levándose las pieles de La Salle. Éste, con singular rapidez, preparó una emboscada a los forajidos cuando trataban de sorprender el fuerte de Frontenac, los hizo prisioneros y los entregó a la implacable justicia del gobernador.
De nuevo el hombre inquebrantable tomó camino de la región del Illinois con recursos implorados, pedidos a préstamo, o logrados a fuerza de incomodar al gobierno y a los personajes influyentes de Quebec. Pero todo lo que halló, en -el fuerte de Frontenac fueron ruinas y cadáveres carbonizados, muda evidencia de una victoria de los indios iroqueses. También Tonti había desaparecido. Impulsado por la cólera y el pesar, La Salle recorrió los bosques en busca de su camarada, jurando que había de encontrarlo aun cuando para ello tuviera que pegar fuego a cuanta aldea iroquesa hallara al paso. Por fin, cuando ya casi había perdido toda esperanza, encontró a Tonti en Mackinac. Los dos viejos camaradas se abrazaron efusivamente, y una vez más sus ideas de aventura y conquista florecieron con ímpetu.
La simple fuerza magnética de aquella personalidad infundió renovada lealtad a las vencidas tribus del Illinois. De entre las cenizas resurgió vivo el sueño de un imperio, y en diciembre de 1681, La Salle volvió a internarse en la tierra virgen, acompasado de sus recios capitanes Tonti y La Forreste, 23 franceses, una horda heterogénea de indios, el buen padre Zenobius Membre, y Nika, el fiel guía indígena. Las canoas, instrumentos, provisiones y pertrechos iban en trineos que se deslizaron río abajo sobre la congelada superficie del Minols, camino de cristal que partía en dos la escarchada selva. Cuando ya el hielo no pudo sostenerlos, echaron las canoas, y el 6 de febrero de 1682, el Misisipí los llevó en su turbia corriente hacia el sur.
Navegando río abajo, pasaron el Misurí, pasaron el Arkansas, y dejaron atrás los puntos más distantes del sur de Marquette y de Joliet. El caudaloso río iba haciéndose cada vez más ancho; sombríos cipreses bordeaban sus orillas. El 9 de abril divisaron las sonrientes aguas del mar... Sil histórico viaje había terminado. El padre Membre entonó un Te Deuni, hubo salvas de mosquete, y los indios prorrumpieron en gritos de júbilo. La Salle erigió una columna tallada, bautizó aquella tierra con el nombre de Luisiana, y tomó posesión de todo el río Misisipí en nombre de Luis XIV, rey de Francia.
Convencido de que para consolidar esa precaria posesión se necesitaba una colonia con guarnición francesa provista de cañones, La Salle regresó a Quebec en busca de hombres y materiales. Para consternación suya, se encontró con que su amigo, Frontenac, acababa de caer en desgracia. El nuevo gobernador va había escrito a Luis XIV predisponiéndolo contra La Salle. Y para colmo de desdichas, el gobernador había embargado todos los bienes que La Salle tenía en el Canadá.
Arruinado, se embarcó para Francia. Una vez allí logró que el rey le diera oídos e hizo perder terreno a sus enemigos. Sin más ayuda que su fuerza de ánimo y su osadía, logró levantar otra fortuna para su expedición colonizadora a las bocas del Misisipí. Persuadido por el fervor candente de La Salle, el Rey Sol lo encargó de la fundación de una colonia francesa en la desembocadura del gran río; del establecimiento de una ruta comercial entre los Grandes Lagos y el golfo de México, y de lograr la alianza de todas las tribus indígenas o de subyugarlas, si era preciso. Además de esto, comisionó a La Salle para enviar expediciones hacia el oeste con el fin de quitarles Nuevo México a los españoles. La formidable magnitud de tal programa era como para encogerle el corazón aun al mismo La Salle. Fuera ésa o no la causa, el hecho es que de aquel punto en adelante el buen juicio de La Salle empezó a flaquear. Y quizás por haberse dado cuenta de ello, se tornó vacilante, desconfiado de sí mismo y de los demás, y se hizo cada vez más áspero e inaccesible.
La gran expedición militar y colonizadora consistió en cuatro navíos; 100 «soldados» (la mayor parte pordioseros de oficio); algunos infelices mecánicos y obreros; unos cuantos «caballeros» cuyo único caudal era la espada; el siempre fiel padre Membre; un número de niños huérfanos, y un puñado de mujeres a caza de marido. A ésto añádase una buena porción de misioneros, la mayor parte lamentablemente inadecuados para servir en un continente primitivo.
La suerte había vuelto la espalda a La Salle. Por un error en sus cálculos, la expedición pasó de largo y dejó 400 millas atrás la desembocadura del Misisipí. Debiose el fatal error a que La Salle había fijado la latitud de la desembocadura, pero no había sabido determinar la longitud. Así, perdido, fue costeando marismas y lagunas de Texas hasta que un aciago día pensó que la bahía de Gálveston era la boca occidental del Misisipí, y desembarcó su gente. Uno de los navíos encalló en los bancos de arena; el capitán que piloteaba la expedición, un tal Beaujeu, temeroso de la extraña costa, levó anclas y abandonó a La Salle dejándole, como único lazo con el mundo, una pequeña nave, la Belle.
En aquella costa salvaje La Salle erigió los que podrían llamarse símbolos de sil sueño de colonización: un fuerte, una capilla y una empalizada con troneras para ocho cañones (cuyas únicas municiones eran perdigones de mosquete). Las enfermedades contraídas en los pantanos y, lupanares de las antillas debilitaron la incipente colonia. Treinta personas sucumbieron. Mientras La Salle se hallaba ausente en una expedición por tierra tratando de localizar el Misisipí, la Belle se estrelló frente al fuerte y casi todas las reservas de vituallas, ropas y municiones que había a bordo, se perdieron. Al cabo de varios meses, después de marchas forzadas y encuentros con los indios, La Salle regresó al poblado con sus huestes diezmadas y sin haber dado con el evasivo ¡Misisipí. La noticia de la pérdida de la Belle le produjo tan profunda impresión que cayó víctima de un ataque de meningitis.
Pero al poco tiempo ya estaba otra vez en pie, v salió, por tierra, con rumbo al Canadá, en busca de socorros. Los descontentos que quedaron en el fuerte comenzaron a fomentar disturbios; al espíritu de rebelión y al desaliento añadiose la hostilidad de los indios.
Pasaron meses y cierto día un centinela oyó la voz de La Salle; pero no venía éste con soldados del Canadá, sino con ocho abatidos sobrevivientes de los que con él partieran. En la triste Navidad de 1686, la colonia brindó por el negro futuro con tazas de agua fría. Aun los más intrépedos debieron haberse dado cuenta de que La Salle estaba totalmente extraviado en un continente enorme del que no existían mapas, y que las periódicas salidas de aquél eran tan erráticas e inútiles como tedioso era permanecer en el fuerte y esperar el fin.
Sin embargo, no había más remedio que tratar de nuevo. Esta vez La Salle decidió llevar consigo a los peores descontentos e intrigantes. Una vez en el corazón de la selva, los conspiradores asesinaron, durante el sueño,.a los sobrinos de La Salle y al fiel guía, Nika, quien no pudo siquiera devolver un golpe. Luego, agazapados entre el pasto que alcanzaba allí gran altura, dieron muerte al mismo La Salle, llenándole el cuerpo de perdigones. El de más negro corazón entre aquellos forajidos, echose sobre los hombros, con gesto fanfarrón, la magnífica capa escarlata de vueltas doradas en que La Salle iba envuelto. Su cadáver, desnudo, fue abandonado entre la maleza. La tierra que su audacia y su coraje hollara tanta veces, no le dio el abrigo y la paz de sus entrañas al hombre más grande que pisó el suelo norteamericano.
Así quedó abandonada a su suerte la colonia de Texas, el sueño dorado de La Salle y su más heroico fracaso. Cuando los españoles llegaron a ella para destruirla, no hallaron sino cuerpos desmembrados y ennegrecidas, ruinas, horrible testimonio de que los indios se les habían anticipado. Catorce años después, cuando d'lberville entró por la desembocadura del Misisipí con una flota francesa, con la misión de fundar a Nueva Orleáns, un fiel cacique indio le entregó una carta descolorida por el tiempo. Aquella carta iba dirigida a Robet Cavelier, señor de La Salle, y le explicaba cómo Henri Tonti había bajado a todo lo largo del Misisipí, hasta la misma desembocadura, en busca del amigo perdido.
De su excelente familia había heredado la buena presencia, los buenos modales y la buena salud, tres cualidades que constituían su único haber terrenal, excepción hecha del acero delgado y nervioso de su espada. Con este patrimonio, sin un cuarto en la escarcela y sin padrino que lo protegiese, La Salle hizo cara a la selva americana. La espada aquella habría de hendir la floresta dos siglos antes que el hacha colonizadora tallara una nación del continente salvaje.
En 1670 Francia tenía asentadas las puntas de los pies en el continente norteamericano. Sus misioneros y cazadores de pieles se aventuraban hacia el oeste y hacia el sur, costeando los Grandes Lagos; pero para consolidar su imperio en el Nuevo Mundo necesitaba de soldados exploradores y fortalezas. Porque los ingleses, también, soñaban en conquistas más allá `de los Alleganys, y la férrea mano de España ya se extendía desde México hacia el norte y hacia el este.
Así pues, Courcelle, el gobernador de Quehec, envió al joven aventurero La Salle con un grupo de clérigos y guardabosques armados a que metiesen una cuña, hecha con la espada y la cruz, entre los ingleses y los españoles. La expedición tropezó inesperadamente con Louis Jolict, quien regresaba de las selvas trayendo en su mano bronceada el primer mapa de los Grandes Lagos. Ese encuentro fue decisivo tanto en la vida de La Salle como en la historia de América, porque la expedición se dividió en dos grupos: los clérigos, ardiendo en celo misionero, determinaron dirigirse hacia la región de Mackinac, que era tierra conocida; La Salle, ansioso de imperios vírgenes, prosiguió hacia el sur, atravesando la región poblada de grandes bosques que hoy es Ohío. Su meta era nada menos que el legendario Padre de las Aguas, el Misisipí, y su ánimo el de borrar la tenue pretensión de España sobre ese río.
Durante los dos años siguientes de errabundo recorrido, el mismo La Salle no sabía por dónde andaba; quizás, según sus descripciones, fue por las praderas de Illinois. Pero cualesquiera que hubiesen sido los sitios adonde el espíritu de aventura lo llevara, el hecho' importante es . que sus correrías por -las extensas regiones salvajes, habían convertido al joven explorador en una especie de bien templada hoja de acero, arma imperial que no esperaba sino la mano de un estadista competente que supiera usarla.
Y esa mano fue la de Frontenac, el recién llegado gobernador de la Nueva Francia. A Frontenac relató La Salle lo que había visto en el corazón del continente: bosques que bastarían holgadamente para reconstruís todas las ciudades y flotas de Europa; pieles en cantidades suficientes para ahogar el comercio de Rusia; mantillo negro y profundo; tribus guerreras que podrían ser convertidas en una muralla contra los ingleses. Y más allá del horizonte de las enormes praderas, un río gigantesco, camino abierto por Dios a través de la salvaje naturaleza. La Salle predijo un imperio de trigo, madera, pieles y ciudades. Qué gran profeta era. Lo están proclamando las ciudades que brotaron en sitios donde él fue quien primero puso el pie: Búllalo, LotiÍsville, Detroit, Milwaukee, Chicago, San Luis, Nueva Orleáns, Gálveston y Houston.
Ocultando sus designios, La Salle salió para Francia donde, después de haber asumido el desagradable papel de cortesano, obtuvo una audiencia con Luis XIV. En el Rey Sol halló a un hombre cuya visión y determinación eran del mismo calibre que las suyas. De aquella audiencia salió La Salle con un título de nobleza y el despacho de comandante del fuerte de Frontenac, en el lago Ontario. Además, había obtenido el derecho de monopolio de todo el comercio de pieles en las regiones que explorase.
En Quebec, los grandes tratantes en pieles vieron toda esto con alarma. Si La Salle penetraba de nuevo hasta la región del Illinois, echaría abajo el monopolio de los de Quebec, precipitando la baja de precios. ¿Qué les importaba que Luis XIV no ganase un imperio, con tal de conservar ellos el suyo? Así pues, trataron de impedir, en todas las formas imaginables, que partiese la expedición: indujeron a los acreedores de La Salle a que le embargaran sus bienes; pusieron veneno en sus alimentos; sobornaron a los indios iroqueses para que pegasen fuego a un barco que estaba construyendo cerca del sitio que ahora ocupa Búllalo y, por último, ya casi terminados los preparativos, la expedición fue «inyectada » con hombres pagados para hacerla fracasar, uno de los cuales era el mismo piloto de la embarcación.
Pero todas aquellas arterías fracasaron, y en 1679 el Griffin se dio a la vela en el lago Erle, primer barco de guerra europeo que surcaba las aguas de los Grandes Lagos. Con La Salle iba el soldado italiano manco, Henri de Tonti, su compañero de armas y amigo de la infancia. A su modo—seco y ayuno de todo sentimentalismo—La Salle quería a Tonti más que a nadie en la vida.
Desde Mackinac, último puesto avanzado de la civilización, La Salle despachó de vuelta el GriffÍn cargado de pieles, para pagar sus deudas. Esta expedición, como todas las demás que emprendiera, había sido costeada por parientes, amigos y mercaderes del Canadá. Pero lo mismo que a Colón, el destino nunca permitió a La Salle que tuviese éxito comercial en ninguno de sus viajes. Los apremios de pago iban tras él, hostigándolo, adondequiera que guiase sus pasos. Las dificultades monetarias lo seguían hasta el más remoto rincón de la selva.
Ya el otoño empezaba a dorar las hojas cuando La Salle, con cuatro canoas cargadas hasta la borda, hizo rumbo hacia el sur siguiendo la costa oriental del lago Michigán. A través de selvas vírgenes y dilatados pantanos, Tonti procedía en expedición paralela, por tierra. En la desembocadura del río San José construyó La Salle el fuerte de Miami, mientras aguardaba la llegada de Tonti y del Grffin, Tonti llegó a reunírsele, mas no el Griffin. Los ríos, ya helados, impedían el arribo de provisiones y de refuerzos.
Casi faltos de víveres, La Salle y su gente se internaron en la selva, rumbo al río Illinois. En la remota distancia enrojecían el horizonte las fogatas de los indios cazadores que acorralaban sus presas en círculos de llamas. Pero para La Salle y los suyos no había sino frío, hambre, marchas interminables y pantanos traicioneros. Un movimiento en falso y la exigua hospitalidad de los indios tornaríase en furiosa hostilidad; máxime citando los mercaderes de Quebec habían despachado secretamente hacia el Illinois indios miamis con el encargo de asesinar a los franceses. Pero La Salle tenía genio para los indios. Era pródigo en regalos, los envolvíacon su rica verbosidad, y jamás les mostraba dolor o fatiga. Su talento y energía convirtieron toda la confederación del Illinois en un baluarte francés.
En las riberas del Illinois levantó La Salle el fuerte de Crévecoeur, segundo eslabón en su cadena de fortificaciones. Pero, necesitado de recursos, dejó a Tonti al frente de la guarnición y se encaminó al Canadá, tan sólo para enterarse de que el Griffin no había vuelto a ser visto, de que el cargamento de pieles había desaparecido, y de que su depósito de pieles del fuerte de Frontenac había sido liquidado por sus acreedores.
A poco llegó un mensajero de Tonti: los hombres del fuerte de Crévecoeur habían desertado. Pisándole los talones, un segundo mensajero trajo la noticia de que los desertores habían ocupado y quemado el fuerte de Miami ]levándose las pieles de La Salle. Éste, con singular rapidez, preparó una emboscada a los forajidos cuando trataban de sorprender el fuerte de Frontenac, los hizo prisioneros y los entregó a la implacable justicia del gobernador.
De nuevo el hombre inquebrantable tomó camino de la región del Illinois con recursos implorados, pedidos a préstamo, o logrados a fuerza de incomodar al gobierno y a los personajes influyentes de Quebec. Pero todo lo que halló, en -el fuerte de Frontenac fueron ruinas y cadáveres carbonizados, muda evidencia de una victoria de los indios iroqueses. También Tonti había desaparecido. Impulsado por la cólera y el pesar, La Salle recorrió los bosques en busca de su camarada, jurando que había de encontrarlo aun cuando para ello tuviera que pegar fuego a cuanta aldea iroquesa hallara al paso. Por fin, cuando ya casi había perdido toda esperanza, encontró a Tonti en Mackinac. Los dos viejos camaradas se abrazaron efusivamente, y una vez más sus ideas de aventura y conquista florecieron con ímpetu.
La simple fuerza magnética de aquella personalidad infundió renovada lealtad a las vencidas tribus del Illinois. De entre las cenizas resurgió vivo el sueño de un imperio, y en diciembre de 1681, La Salle volvió a internarse en la tierra virgen, acompasado de sus recios capitanes Tonti y La Forreste, 23 franceses, una horda heterogénea de indios, el buen padre Zenobius Membre, y Nika, el fiel guía indígena. Las canoas, instrumentos, provisiones y pertrechos iban en trineos que se deslizaron río abajo sobre la congelada superficie del Minols, camino de cristal que partía en dos la escarchada selva. Cuando ya el hielo no pudo sostenerlos, echaron las canoas, y el 6 de febrero de 1682, el Misisipí los llevó en su turbia corriente hacia el sur.
Navegando río abajo, pasaron el Misurí, pasaron el Arkansas, y dejaron atrás los puntos más distantes del sur de Marquette y de Joliet. El caudaloso río iba haciéndose cada vez más ancho; sombríos cipreses bordeaban sus orillas. El 9 de abril divisaron las sonrientes aguas del mar... Sil histórico viaje había terminado. El padre Membre entonó un Te Deuni, hubo salvas de mosquete, y los indios prorrumpieron en gritos de júbilo. La Salle erigió una columna tallada, bautizó aquella tierra con el nombre de Luisiana, y tomó posesión de todo el río Misisipí en nombre de Luis XIV, rey de Francia.
Convencido de que para consolidar esa precaria posesión se necesitaba una colonia con guarnición francesa provista de cañones, La Salle regresó a Quebec en busca de hombres y materiales. Para consternación suya, se encontró con que su amigo, Frontenac, acababa de caer en desgracia. El nuevo gobernador va había escrito a Luis XIV predisponiéndolo contra La Salle. Y para colmo de desdichas, el gobernador había embargado todos los bienes que La Salle tenía en el Canadá.
Arruinado, se embarcó para Francia. Una vez allí logró que el rey le diera oídos e hizo perder terreno a sus enemigos. Sin más ayuda que su fuerza de ánimo y su osadía, logró levantar otra fortuna para su expedición colonizadora a las bocas del Misisipí. Persuadido por el fervor candente de La Salle, el Rey Sol lo encargó de la fundación de una colonia francesa en la desembocadura del gran río; del establecimiento de una ruta comercial entre los Grandes Lagos y el golfo de México, y de lograr la alianza de todas las tribus indígenas o de subyugarlas, si era preciso. Además de esto, comisionó a La Salle para enviar expediciones hacia el oeste con el fin de quitarles Nuevo México a los españoles. La formidable magnitud de tal programa era como para encogerle el corazón aun al mismo La Salle. Fuera ésa o no la causa, el hecho es que de aquel punto en adelante el buen juicio de La Salle empezó a flaquear. Y quizás por haberse dado cuenta de ello, se tornó vacilante, desconfiado de sí mismo y de los demás, y se hizo cada vez más áspero e inaccesible.
La gran expedición militar y colonizadora consistió en cuatro navíos; 100 «soldados» (la mayor parte pordioseros de oficio); algunos infelices mecánicos y obreros; unos cuantos «caballeros» cuyo único caudal era la espada; el siempre fiel padre Membre; un número de niños huérfanos, y un puñado de mujeres a caza de marido. A ésto añádase una buena porción de misioneros, la mayor parte lamentablemente inadecuados para servir en un continente primitivo.
La suerte había vuelto la espalda a La Salle. Por un error en sus cálculos, la expedición pasó de largo y dejó 400 millas atrás la desembocadura del Misisipí. Debiose el fatal error a que La Salle había fijado la latitud de la desembocadura, pero no había sabido determinar la longitud. Así, perdido, fue costeando marismas y lagunas de Texas hasta que un aciago día pensó que la bahía de Gálveston era la boca occidental del Misisipí, y desembarcó su gente. Uno de los navíos encalló en los bancos de arena; el capitán que piloteaba la expedición, un tal Beaujeu, temeroso de la extraña costa, levó anclas y abandonó a La Salle dejándole, como único lazo con el mundo, una pequeña nave, la Belle.
En aquella costa salvaje La Salle erigió los que podrían llamarse símbolos de sil sueño de colonización: un fuerte, una capilla y una empalizada con troneras para ocho cañones (cuyas únicas municiones eran perdigones de mosquete). Las enfermedades contraídas en los pantanos y, lupanares de las antillas debilitaron la incipente colonia. Treinta personas sucumbieron. Mientras La Salle se hallaba ausente en una expedición por tierra tratando de localizar el Misisipí, la Belle se estrelló frente al fuerte y casi todas las reservas de vituallas, ropas y municiones que había a bordo, se perdieron. Al cabo de varios meses, después de marchas forzadas y encuentros con los indios, La Salle regresó al poblado con sus huestes diezmadas y sin haber dado con el evasivo ¡Misisipí. La noticia de la pérdida de la Belle le produjo tan profunda impresión que cayó víctima de un ataque de meningitis.
Pero al poco tiempo ya estaba otra vez en pie, v salió, por tierra, con rumbo al Canadá, en busca de socorros. Los descontentos que quedaron en el fuerte comenzaron a fomentar disturbios; al espíritu de rebelión y al desaliento añadiose la hostilidad de los indios.
Pasaron meses y cierto día un centinela oyó la voz de La Salle; pero no venía éste con soldados del Canadá, sino con ocho abatidos sobrevivientes de los que con él partieran. En la triste Navidad de 1686, la colonia brindó por el negro futuro con tazas de agua fría. Aun los más intrépedos debieron haberse dado cuenta de que La Salle estaba totalmente extraviado en un continente enorme del que no existían mapas, y que las periódicas salidas de aquél eran tan erráticas e inútiles como tedioso era permanecer en el fuerte y esperar el fin.
Sin embargo, no había más remedio que tratar de nuevo. Esta vez La Salle decidió llevar consigo a los peores descontentos e intrigantes. Una vez en el corazón de la selva, los conspiradores asesinaron, durante el sueño,.a los sobrinos de La Salle y al fiel guía, Nika, quien no pudo siquiera devolver un golpe. Luego, agazapados entre el pasto que alcanzaba allí gran altura, dieron muerte al mismo La Salle, llenándole el cuerpo de perdigones. El de más negro corazón entre aquellos forajidos, echose sobre los hombros, con gesto fanfarrón, la magnífica capa escarlata de vueltas doradas en que La Salle iba envuelto. Su cadáver, desnudo, fue abandonado entre la maleza. La tierra que su audacia y su coraje hollara tanta veces, no le dio el abrigo y la paz de sus entrañas al hombre más grande que pisó el suelo norteamericano.
Así quedó abandonada a su suerte la colonia de Texas, el sueño dorado de La Salle y su más heroico fracaso. Cuando los españoles llegaron a ella para destruirla, no hallaron sino cuerpos desmembrados y ennegrecidas, ruinas, horrible testimonio de que los indios se les habían anticipado. Catorce años después, cuando d'lberville entró por la desembocadura del Misisipí con una flota francesa, con la misión de fundar a Nueva Orleáns, un fiel cacique indio le entregó una carta descolorida por el tiempo. Aquella carta iba dirigida a Robet Cavelier, señor de La Salle, y le explicaba cómo Henri Tonti había bajado a todo lo largo del Misisipí, hasta la misma desembocadura, en busca del amigo perdido.
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