Descubrí que el cariño que perdura se arraiga en el alma.
MI UNICO AMOR VERDADERO
Por ALBERT DI BARTOLOMEO
MI ESPOSA Y YO salimos corriendo de Filadelfia como si huyéramos de la peste,sólo para toparnos con el intenso tráfico que se dirigía a la costa. Después de una parada en Atlantic City, queríamos pasar cuatro días en las playas de Stone Harbor, Nueva Jersey.
Jamás he recorrido este camino sin recordar los veranos que pasé en Atlantic City, cuando estudiaba en la universidad, a principios de los años 70. Tengo fotos de aquella época, pero no las necesito para viajar en el tiempo. La geografía por sí sola me permite hacerlo.
Una hora después de salir de Filadelfia nos hallábamos en cierta avenida, bajo la luz crepuscular de esa tarde de junio. Nos detuvimos para ver qué había sido de la casa donde pasé mis veranos de estudiante trabajando como ayudante de camarero en el pueblo costero más cercano, al sur de allí. Era una casa de tres pisos, de crujiente madera blanca, con una escalera de emergencia de hierro forjado adosada a un costado. Yo vivía en el tercer piso.
La casa había desaparecido, al igual que otras que flanqueaban antes la calle.
—Es como si se hubiera esfumado' —comenté.
Miré el profundo vacío que tenía ante mí y a los fantasmas de mi pasado que se deslizaban a través de él. Me vi sentado en el porche, leyendo novelas mientras el tiempo transcurría interminable, holgazaneando en la playa bajo cielos despejados y pedaleando en mi bicicleta por el puro placer de sentir el vigor de mi cuerpo joven. En eso, me vino a la mente mi primer amor, Jayne.
MI ESPOSA Y YO salimos corriendo de Filadelfia como si huyéramos de la peste,sólo para toparnos con el intenso tráfico que se dirigía a la costa. Después de una parada en Atlantic City, queríamos pasar cuatro días en las playas de Stone Harbor, Nueva Jersey.
Jamás he recorrido este camino sin recordar los veranos que pasé en Atlantic City, cuando estudiaba en la universidad, a principios de los años 70. Tengo fotos de aquella época, pero no las necesito para viajar en el tiempo. La geografía por sí sola me permite hacerlo.
Una hora después de salir de Filadelfia nos hallábamos en cierta avenida, bajo la luz crepuscular de esa tarde de junio. Nos detuvimos para ver qué había sido de la casa donde pasé mis veranos de estudiante trabajando como ayudante de camarero en el pueblo costero más cercano, al sur de allí. Era una casa de tres pisos, de crujiente madera blanca, con una escalera de emergencia de hierro forjado adosada a un costado. Yo vivía en el tercer piso.
La casa había desaparecido, al igual que otras que flanqueaban antes la calle.
—Es como si se hubiera esfumado' —comenté.
Miré el profundo vacío que tenía ante mí y a los fantasmas de mi pasado que se deslizaban a través de él. Me vi sentado en el porche, leyendo novelas mientras el tiempo transcurría interminable, holgazaneando en la playa bajo cielos despejados y pedaleando en mi bicicleta por el puro placer de sentir el vigor de mi cuerpo joven. En eso, me vino a la mente mi primer amor, Jayne.
¿En qué piensas? —me preguntó mi esposa.
-En nada especial. Sólo en los años en que viví aquí.
CONOCI A JAYNE una mañana de principios de julio.Empezaba yo a limpiar los ventanales del restaurante cuando una muchacha se acecó a la entrada. La vi trasponer la puerta. Sonrió cuando nuestros ojos se encontraron, y me oí tartamudear "hola".
-Soy el nuevo ayudante de camarero —me presenté, sintiendo que se me encendían las mejillas.
-En nada especial. Sólo en los años en que viví aquí.
CONOCI A JAYNE una mañana de principios de julio.Empezaba yo a limpiar los ventanales del restaurante cuando una muchacha se acecó a la entrada. La vi trasponer la puerta. Sonrió cuando nuestros ojos se encontraron, y me oí tartamudear "hola".
-Soy el nuevo ayudante de camarero —me presenté, sintiendo que se me encendían las mejillas.
-Y yo soy una camarera que ha trabjado aquí demasiado tiempo.
-Pero hace apenas una semana empezó la temporada.
-Pero hace apenas una semana empezó la temporada.
-Exactamente.
Jayne rió y fue a prepararse para tareas que tenía por delante.
Jayne rió y fue a prepararse para tareas que tenía por delante.
A lo largo del día quise hacer una pausa en medio del ajetreo de
parroquianos que entraban y salían para darle. Cada vez que la veía se
iban los ojos y me olvidaba de todo. los días que siguieron Jayne y yo
empezamos a charlar a media tarde, cuando el local estaba más tranquilo.
Al principio me costaba expresarme, pero poco después estaba hablando
con una pasión que nunca había experimentado.
No pasó mucho tiempo antes de nos encontráramos en la playa. Esa tarde me tumbé sobre una manta junto a ella, en un estado próximo al delirio. Ver su suave piel brillar bajo el sol hacía que se me entrecortara el aliento.
Durante los días siguientes caminamos por el paseo costero de Atlantic City, y oímos en mi casa canciones de añoranza y pérdida que parecían haber sido compuestas especialmente para nosotros. Ya no recuerdo nuestras conversaciones, pues nunca fueron tan importantes como su presencia.
Yo había conocido a otras chicas; incluso había tenido una novia en el bachillerato, pero lo que había sentido por ellas era insignificante en comparación. Este nuevo sentimiento me consumía por completo, como suele ocurrir con el primer amor. Me hacía bullir la sangre como si estuviera enfermo.
Al mes de conocer a Jayne la llevé a su casa después de una fiesta. A medio camino se desató una tormenta. Las calles se convirtieron en ríos y avanzábamos lentamente en la oscuridad de las 3 de la madrugada. Detuve el coche frente a la casa y nos pusimos a charlar.
—A veces me brinca el corazón cuando pienso en ti —le dije, y ella sonrió—. De veras.
Acostado en la cama de noche, con el murmullo del mar a lo lejos, el recuerdo de Jayne hacía que se me detuviera literalmente el corazón.
¿Qué otra cosa podía causar eso sino el amor? Estuve a punto de preguntárselo, pero me pareció innecesario, dada la dulzura del capullo que nos envolvía, protegiéndonos de la lluvia.
No pasó mucho tiempo antes de nos encontráramos en la playa. Esa tarde me tumbé sobre una manta junto a ella, en un estado próximo al delirio. Ver su suave piel brillar bajo el sol hacía que se me entrecortara el aliento.
Durante los días siguientes caminamos por el paseo costero de Atlantic City, y oímos en mi casa canciones de añoranza y pérdida que parecían haber sido compuestas especialmente para nosotros. Ya no recuerdo nuestras conversaciones, pues nunca fueron tan importantes como su presencia.
Yo había conocido a otras chicas; incluso había tenido una novia en el bachillerato, pero lo que había sentido por ellas era insignificante en comparación. Este nuevo sentimiento me consumía por completo, como suele ocurrir con el primer amor. Me hacía bullir la sangre como si estuviera enfermo.
Al mes de conocer a Jayne la llevé a su casa después de una fiesta. A medio camino se desató una tormenta. Las calles se convirtieron en ríos y avanzábamos lentamente en la oscuridad de las 3 de la madrugada. Detuve el coche frente a la casa y nos pusimos a charlar.
—A veces me brinca el corazón cuando pienso en ti —le dije, y ella sonrió—. De veras.
Acostado en la cama de noche, con el murmullo del mar a lo lejos, el recuerdo de Jayne hacía que se me detuviera literalmente el corazón.
¿Qué otra cosa podía causar eso sino el amor? Estuve a punto de preguntárselo, pero me pareció innecesario, dada la dulzura del capullo que nos envolvía, protegiéndonos de la lluvia.
Me despedí de Jayne esa noche pensando en los largos días que me
aguardaban junto a ella. Ésa fue la última vez que nos vimos fuera del
trabajo. Una semana después, se sentó conmigo en el fondo del
restaurante. Estaba muy seria.
—¿Qué pasa?
Tardó en contestar.
—Voy a volver con mi novio.
Fue como si me dieran un puñetazo en el estómago.
—Creí que habían terminado.
—Dice que me ama y creo que también yo lo amo.
Me quedé mudo.
—Lo siento —fue lo último que dijo.
Me pasé el resto de la tarde en un sopor que no menguó a lo largo de las últimas tres semanas del verano. Nunca me había sentido tan herido, y creí que jamás me repondría. Estaba, además, enojado y amargado.
La herida se negaba a cerrar. Pasaron meses, pero el sitio que Jayne había ocupado en mi corazón seguía haciendo que me encogiera de dolor cada vez que lo tocaba.
Dos años más tarde, un sábado de primavera, entré en una librería de Filadelfiay le pregunté a una joven encaramada en una escalera dónde podía encontrar unos sonetos de Shakespeare que necesitaba para la clase de literatura inglesa.Ella me miró desde lo alto y me indicó el lugar donde estaba la sección de poesía. Le di las gracias, encontré el libro y salí del local.
Transcurridas unas semanas, al terminar la clase de literatura, me dirigí al vestíbulo y vi a la empleada de la librería salir de un aula. Recordé su pelo del color del trigo, su cálida voz y sus inteligentes ojos verdes.
Al reconocerme, me sonrió.
—La chica de la escalera —dije, cuando nos hubimos acercado.
—Los sonetos de Shakespeare.
—¿Siempre recuerdas los libros que las personas te piden?
—Si las personas son memorables, sí.
La respuesta me hizo sonreír.
Ambos nos encaminábamos a otra clase, pero nos dijimos nuestros nombres antes de separarnos.
Me crucé a menudo con Susan después de ese día; nos saludábamos o bromeábamos, y luego cada cual seguía su camino. A veces nos encontrábamos detrás de la biblioteca de la universidad y nos sentábamos a la sombra de los árboles a conversar. Si ella no llegaba, poco importaba. Éramos sólo un par de amigos que mataban el tiempo juntos, y yo lo prefería así. Tras la agonía que había vivido con Jayne, tenía miedo de abrirme a otra persona.
Una tarde, sin embargo, nos pusimos a charlar de nuestros padres. —Creo que mi madre te caería bien —dije—. Mi padre murió cuando yo tenía 11 años.
Sin querer había tocado un tema del que rara vez hablaba, ni siquiera con mis amigos íntimos, y casi me arrepentí de haberlo hecho.
Susan me tocó el brazo.
—Fue hace mucho —agregué.
—Aun así, lo siento. —Una sombra cruzó sus ojos, habitualmente brillantes—. El mío murió cuando terminé el bachillerato.
Ahora me tocaba a mí decir que lo lamentaba.
Guardamos silencio un rato, conmovidos por estos recuerdos. Esa tarde supe que una de las virtudes de Susan era no permitir que las heridas inherentes a la vida anularan las alegrías, y unos minutos después nos pusimos a charlar de temas más felices.
A la vuelta de unas semanas empezamos a salir juntos.
ESE VERANO fui a la costa por última vez como estudiante universitario. La ciudad que había sido sitio de aventuras e incontenibles emociones parecía ahora poco más que un lugar donde tenía un empleo garantizado. Me sentía más maduro, más sabio y, ciertamente, menos ingenuo. Sabía, además, que había cosas que estaban llegando a su fin: mi juventud y las cosas propias de la juventud de las que debemos desprendemos para sentar cabeza. El viaje también fue diferente, pues Susan me visitaba a veces en los fines de semana.
Como yo trabajaba durante el día, sólo nos quedaba la noche para estar juntos. Las horas nos parecían preciosas y a menudo las pasábamos junto al mar, charlando, como si hubiéramos estado almacenando lo que no podíamos contar a otros.
Algunas noches la luz de la luna formaba, a través del agua, un sendero que unía la playa con el horizonte.
—Da la impresión de que podemos caminar sobre él —dije en una ocasión.
—¿ A dónde nos llevaría?
—Me gusta pensar que a donde quisiéramos ir.
—Y, ¿a dónde irías? —No sé, pero me gustaría mucho que me acompañaras.
—Encantada.
Estuvimos abrazados sintiendo el frescor de la noche. Mientras las olas rompían en la oscuridad, dejé entrar a Susan en todos esos rincones ocultos que albergaban mis heridas más dolorosas. Ella las trató con delicadeza, y cuando me reveló sus propios temores y anhelos secretos supe lo que era el verdadero amor.
Después de que Susan tomó el autobús con destino a Filadelfia y me quedé solo, le escribí con frecuencia. Ella conserva esas cartas, amarillentas y con una letra cursiva que ha cambiado con los años, en una bolsa de seda rosa que guarda en el fondo de una cómoda antigua que heredamos de su madre el día en que nos casamos. Yo también conservo sus cartas, que guardo en una caja de zapatos. Cuando las releo, recuerdo por qué quise compartir mi vida con ella.
AL DÍA SIGUIENTE Susan y yo nos levantamos muy de mañana en Stone Harbor y fuimos a la playa a "saludar al mar", como ella dice. Caminamos varias calles en medio del aire aún frío y el silencio tan especial que caracteriza las mañanas en la costa.
—¡Qué hermoso! —me dijo mientras me tomaba de la mano, y yo convine con ella.
En el cielo, las gaviotas revoloteaban y chillaban mientras caminábamos descalzos en la arena fría y húmeda. Nos detuvimos al cabo de un rato y me dejé caer en la duna. Susan se quedó junto al agua, contemplando el mar y buscando conchas y piedras curiosas. Se volvía con frecuencia a mirarme, enmarcada por la luz del sol matinal que le daba en la espalda.
El primer amor, pensé, puede herirnos y marcarnos profundamente, pero el amor que dura y crece lo hace porque reúne y cultiva lo que hay de más querido, bello y noble en dos personas. Y porque entiende y perdona lo que no lo es tanto.
El primer amor puede meterse en la sangre y embriagarnos, pero el que perdura se arraiga en el alma. De esta forma se vuelve mucho más poderoso que la carne y el hueso. Nos completa y nos da la entereza que necesitamos para navegar a salvo por la vida.
Habría podido mirar a Susan durante horas enteras mientras las olas rompían y mojaban sus pies descalzos. En un mundo a veces empañado por el dolor y la angustia, me sentí profundamente agradecido de que el sol hubiese salido para mí sobre ese amor. En ese momento podía sentirlo fluyendo continuamente entre los dos, completo, como el mar, como un refugio contra las tempestades.
—¿Qué pasa?
Tardó en contestar.
—Voy a volver con mi novio.
Fue como si me dieran un puñetazo en el estómago.
—Creí que habían terminado.
—Dice que me ama y creo que también yo lo amo.
Me quedé mudo.
—Lo siento —fue lo último que dijo.
Me pasé el resto de la tarde en un sopor que no menguó a lo largo de las últimas tres semanas del verano. Nunca me había sentido tan herido, y creí que jamás me repondría. Estaba, además, enojado y amargado.
La herida se negaba a cerrar. Pasaron meses, pero el sitio que Jayne había ocupado en mi corazón seguía haciendo que me encogiera de dolor cada vez que lo tocaba.
Dos años más tarde, un sábado de primavera, entré en una librería de Filadelfiay le pregunté a una joven encaramada en una escalera dónde podía encontrar unos sonetos de Shakespeare que necesitaba para la clase de literatura inglesa.Ella me miró desde lo alto y me indicó el lugar donde estaba la sección de poesía. Le di las gracias, encontré el libro y salí del local.
Transcurridas unas semanas, al terminar la clase de literatura, me dirigí al vestíbulo y vi a la empleada de la librería salir de un aula. Recordé su pelo del color del trigo, su cálida voz y sus inteligentes ojos verdes.
Al reconocerme, me sonrió.
—La chica de la escalera —dije, cuando nos hubimos acercado.
—Los sonetos de Shakespeare.
—¿Siempre recuerdas los libros que las personas te piden?
—Si las personas son memorables, sí.
La respuesta me hizo sonreír.
Ambos nos encaminábamos a otra clase, pero nos dijimos nuestros nombres antes de separarnos.
Me crucé a menudo con Susan después de ese día; nos saludábamos o bromeábamos, y luego cada cual seguía su camino. A veces nos encontrábamos detrás de la biblioteca de la universidad y nos sentábamos a la sombra de los árboles a conversar. Si ella no llegaba, poco importaba. Éramos sólo un par de amigos que mataban el tiempo juntos, y yo lo prefería así. Tras la agonía que había vivido con Jayne, tenía miedo de abrirme a otra persona.
Una tarde, sin embargo, nos pusimos a charlar de nuestros padres. —Creo que mi madre te caería bien —dije—. Mi padre murió cuando yo tenía 11 años.
Sin querer había tocado un tema del que rara vez hablaba, ni siquiera con mis amigos íntimos, y casi me arrepentí de haberlo hecho.
Susan me tocó el brazo.
—Fue hace mucho —agregué.
—Aun así, lo siento. —Una sombra cruzó sus ojos, habitualmente brillantes—. El mío murió cuando terminé el bachillerato.
Ahora me tocaba a mí decir que lo lamentaba.
Guardamos silencio un rato, conmovidos por estos recuerdos. Esa tarde supe que una de las virtudes de Susan era no permitir que las heridas inherentes a la vida anularan las alegrías, y unos minutos después nos pusimos a charlar de temas más felices.
A la vuelta de unas semanas empezamos a salir juntos.
ESE VERANO fui a la costa por última vez como estudiante universitario. La ciudad que había sido sitio de aventuras e incontenibles emociones parecía ahora poco más que un lugar donde tenía un empleo garantizado. Me sentía más maduro, más sabio y, ciertamente, menos ingenuo. Sabía, además, que había cosas que estaban llegando a su fin: mi juventud y las cosas propias de la juventud de las que debemos desprendemos para sentar cabeza. El viaje también fue diferente, pues Susan me visitaba a veces en los fines de semana.
Como yo trabajaba durante el día, sólo nos quedaba la noche para estar juntos. Las horas nos parecían preciosas y a menudo las pasábamos junto al mar, charlando, como si hubiéramos estado almacenando lo que no podíamos contar a otros.
Algunas noches la luz de la luna formaba, a través del agua, un sendero que unía la playa con el horizonte.
—Da la impresión de que podemos caminar sobre él —dije en una ocasión.
—¿ A dónde nos llevaría?
—Me gusta pensar que a donde quisiéramos ir.
—Y, ¿a dónde irías? —No sé, pero me gustaría mucho que me acompañaras.
—Encantada.
Estuvimos abrazados sintiendo el frescor de la noche. Mientras las olas rompían en la oscuridad, dejé entrar a Susan en todos esos rincones ocultos que albergaban mis heridas más dolorosas. Ella las trató con delicadeza, y cuando me reveló sus propios temores y anhelos secretos supe lo que era el verdadero amor.
Después de que Susan tomó el autobús con destino a Filadelfia y me quedé solo, le escribí con frecuencia. Ella conserva esas cartas, amarillentas y con una letra cursiva que ha cambiado con los años, en una bolsa de seda rosa que guarda en el fondo de una cómoda antigua que heredamos de su madre el día en que nos casamos. Yo también conservo sus cartas, que guardo en una caja de zapatos. Cuando las releo, recuerdo por qué quise compartir mi vida con ella.
AL DÍA SIGUIENTE Susan y yo nos levantamos muy de mañana en Stone Harbor y fuimos a la playa a "saludar al mar", como ella dice. Caminamos varias calles en medio del aire aún frío y el silencio tan especial que caracteriza las mañanas en la costa.
—¡Qué hermoso! —me dijo mientras me tomaba de la mano, y yo convine con ella.
En el cielo, las gaviotas revoloteaban y chillaban mientras caminábamos descalzos en la arena fría y húmeda. Nos detuvimos al cabo de un rato y me dejé caer en la duna. Susan se quedó junto al agua, contemplando el mar y buscando conchas y piedras curiosas. Se volvía con frecuencia a mirarme, enmarcada por la luz del sol matinal que le daba en la espalda.
El primer amor, pensé, puede herirnos y marcarnos profundamente, pero el amor que dura y crece lo hace porque reúne y cultiva lo que hay de más querido, bello y noble en dos personas. Y porque entiende y perdona lo que no lo es tanto.
El primer amor puede meterse en la sangre y embriagarnos, pero el que perdura se arraiga en el alma. De esta forma se vuelve mucho más poderoso que la carne y el hueso. Nos completa y nos da la entereza que necesitamos para navegar a salvo por la vida.
Habría podido mirar a Susan durante horas enteras mientras las olas rompían y mojaban sus pies descalzos. En un mundo a veces empañado por el dolor y la angustia, me sentí profundamente agradecido de que el sol hubiese salido para mí sobre ese amor. En ese momento podía sentirlo fluyendo continuamente entre los dos, completo, como el mar, como un refugio contra las tempestades.
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