Viernes, 18 de marzo de 2016
LA OTRA MADRE DE LINCOLN
Por Bernadine Bailey y Dorothy Walworth
1942
En la
alta delantera de la carreta, sacudidos por el incesante traqueteo, iban los
recién casados. Tenía ella treinta y un años cumplidos, lo que en Kentucky y en
esa época, la de 1819 equivalía a la edad madura, pues la mayor parte de las
mujeres de los colonizadores morían jóvenes. El día, para ser de diciembre en
esa región de los Estados Unidos, era bastante frío. Los viajeros avanzaban en
dirección al norte, hacia una región cubierta de bosques.
—Me
parece que vamos a tener un tiempo magnífico—afirmó la mujer, que era muy
dada a verlo todo siempre de color de rosa.
Tom
había llegado la víspera. Hizo a caballo toda la jornada desde su granja
en la distante Indiana hasta Elizabethtown, el hogar de su futura. Y no se
anduvo con rodeos para decirle:
-Señorita
Sally, no tengo mujer. Usted no tiene marido. He venido a casarme con usted.
Nos conocemos desde niños. No tengo tiempo que perder. Si me da el sí, nos
casamos en seguida.
Aquella
misma mañana bendijo su unión el pastor metodista. En el acta matrimonial hizo
constar que la contrayente, Sara Bush Johnston, era viuda desde hacía tres
años, y que él, Tom, había enviudado el invierno anterior. Afuera aguardaban
los caballos y la carreta que el novio había pedido prestados. La carreta iba
tan atestada con el ajuar de la novia, que apenas había lugar para sus tres
hijos. Tom, que tenía también dos hijos, no les había dicho que volvería a casa
con una madrastra. Cuando Sara pensaba en eso, se le oscurecían los azules ojos
de franco mirar. ¿No la considerarían los hijastros una intrusa?
Atravesaron
el río Ohío, ya medio helado, en una balsa. El aire cortaba. Las ruedas se
hundían en la nieve hasta los cubos. Al cabo de cinco días llegaron a una
cabaña de troncos, en un claro a orillas del Little Pigeon. No tenía ventanas.
Servía de puerta una piel de venado. La chimenea estaba hecha de palos revestidos
de arcilla.
Tom
llamó. Salió corriendo de la cabaña un muchachito
flaco como un esqueleto. Llevaba una camisa andrajosa y unos pantalones de
gamuza hechos jirones. Pero lo que le llegó al alma a Sara fue la
mirada de esos ojos infantiles, aunque no hubiera podido decir con exactitud lo
que expresaba. Bajando de la carreta, abrió los brazos como dos alas acogedoras
y abrazó estrechamente al niño.
-Vamos
a ser muy buenos amigos-exclamó-. ¿Verdad, Abe Lincoln?-
Era
la primera vez que se veía así, en medio de la agreste soledad. Había vivido
siempre rodeada de las relativas comodidades que ofrece la existencia en un
pueblo. Y, ahora se alzaba ante sus ojos,
pobrísima y solitaria, aquella cabaña miserable. No había cuartos.
No había tabiques El piso era de tierra sin apisonar. Más que sobre suelo
firme, se caminaba allí dentro sobre basura
acumulada por el tiempo y la desidia. La
cama era un rústico armadijo de tablas sostenido por estacas y arrimado a la
pared. El relleno del jergón era de hojas de
maíz. Por toda ropa de cama había unas pieles y prendas de vestir desechadas.
Abe, que tenía diez años, y su hermana, que tenía doce, habían dormido siempre en el desván, sobre unos montones de
hojas. Subían allá por unos tarugos fijos en la pared. Componían el
mobiliario unas cuantas banquetas de tres patas y una mesa de tablero
desbastado a hacha por la cara de arriba, y al natural, con corteza y todo, por
la de abajo. Formaba parte de la familia Dennis Hanks, muchacho de dieciocho
años, primo de Nancy Hanks, la primera mujer de Tom. Dennis se las ingeniaba
para guisar valiéndose de un anafe, un caldero resquebrajado y un par de
cucharas de hierro. Aun cuando era de suponer que Sara esperase encontrarse con
algo mejor que esta cabaña, las únicas palabras que salieron de sus labios
fueron éstas:
-Tom,
tráeme un brazado de leña. Voy a calentar un poco de agua.-
Aquella
madrastra de mejillas sonrosadas y rizos dorados era una mujer muy dispuesta.
Sin perder minuto, en cuanto empezó a humear el agua, sacó del equipaje una
calabaza de jabón casero y llevando a Abe y a su hermana frente a la lumbre,
los dejó que no se conocían de limpios, y les desenredó luego las greñas con su
propio peine de carey.
Cuando
empezaron a sacar todo lo que venía en la carreta, el pequeño Abe,
que
no había despegado los labios, pasaba las huesosas manitas por aquellos objetos
tan nuevos y maravillosos para él: un escritorio de nogal, un ropero, una
rueca, sillas. Y esa noche, al subir al desván, en
vez del montón de hojas en que dormía, y que su madrastra había tirado a la
basura, encontró Abe un colchón y una almohada de plumas, y mantas con que
arroparse para no pasar frío.
Al
cabo de dos semanas, la cabaña estaba desconocida. Sara era muy hacendosa. Y no
sólo trabajaba: sabía estimular a los demás con su ejemplo.
Hasta
el mismo Tom, muy bien intencionado, pero aficionadísimo a dejarlo todo para
mañana, se sentía contagiado de su actividad. Por supuesto, Sara, tan lista
como prudente, no decía nunca: hay que hacer tal o cual cosa. Pero lo cierto
era que Tom hacía hoy una puerta de verdad para La cabaña, y abría a los pocos
días una ventana- todo según lo deseaba su mujer. De este modo, entarimó el
piso, tapó las hendijas de las paredes, le dio una mano de cal a la cabaña. Abe, viendo tales cambios, no acababa de creer a sus oíos. Y
hubo algo más: la madrastra le hizo camisas de tela teñida por ella misma y
teñidas con tintes que preparó con raíces y cortezas de las que había por allí;
le hizo, también, unos calzones de cuero de venado, muy a la medida; .y un par
de mocasines; y una gorra de pieles.Limpió cuidadosamente, para que el
muchacho pudiera mirarse bien en él, un espejo que había traído. Y cuando. Abe,
que. Jamás se había mirado a un espejo, vio su imagen reflejada allí, exclamó
estupefacto: “Pero... ¿de verdad que ése soy yo?”
A
veces, mientras encendía la lumbre muy de mañana, Sara pensaba en los caprichos
y rarezas del destino. Catorce años atrás, le había dado calabazas a Tom y se
había casado con Daniel Johnston. Tom se casó con Nancy Hanks. Estuvieron
casados doce años hasta que Nancy murió del "mal de leche". Y ahora,
después de tanto tiempo, allí estaban Tom y ella otra vez juntos, criando los
hijos de esos dos matrimonios, velando por su salud y su suerte.
La
cabaña tenía dieciocho pies cuadrados. Bajo su endeble techo se albergaban ocho
personas. Sara se había hecho cargo de los restos de dos hogares, con el
aditamento del huérfano Dermis Hanks. Tenía que arreglárselas de modo que todos
aquellos seres llegasen a constituir una sola y verdadera familia, a
sentirse como siempre hubiesen vivido juntos. Habían de menudear por fuerza las
ocasiones y los motivos de discordia. Imagínese a aquellos dos grupos de
muchachos que nunca se habían visto, obligados a convivir en recinto tan
reducido. Añádase todo lo que Abe y su hermana habían oído decir de las
madrastras y de sus asperezas y crueldades. Sara pasó como sobre ascuas las
primeras semanas. La preocupaba principalmente Abe. Verdad que era dócil y
obedecía sin chistar en todo 1o que ella le mandaba. Una vez lo sorprendió
mirándola fijamente, mientras ella ponía una torta de maíz en el horno.
-Toda
mi vida preferiré las tortas de maíz- dijo de pronto y salió disparado por
la puerta.
No se
sabía nunca lo que iba a decir o a hacer Abe. Había siempre algo extraño e
inesperado en él, en su modo de ser u obrar, según decía Dennis. Si no hubiese
sido por Sara, puede que aquel niño hubiese muerto
antes de llegar a hombre. ¡Crecía tan aprisa y era tan poco lo que comía!
Mas
ahora, aquellas tortas de maíz en abundancia, y la carne y las papas bien
guisadas, y no simplemente requemadas así, por fuera, le mejoraron el color y
lo engordaron un poco. Y se tornó activo, él, que era la estampa de la indolencia.
Aquella carne que había echado le quitó el aire de sombría gravedad que tenía.
Hasta se volvió de excelente humor. Empezó a gastar bromas y a hacer chascarrillos,
como su padre. Fue con Sara con quien ensayó sus primeros chistes. La buena
madrastra se los reía a tiempo. A menudo, cuando Abe decía un chiste que nadie
comprendía y que él solo celebraba con una carcajada que a los demás les parecía
extemporánea, si el padre, un poco contrariado, declaraba que a aquel muchacho
le faltaba un tornillo, Sara salía en defensa del incomprendido humorista.
«¿Por qué no ha de tener Abe derecho a hacer sus chistes », decía medio
enojada.
Más
de una vez le asaltó a Sara la idea de que quería más a Abe que a sus propios
hijos. Pero no era así. Era que algo, allá en el fondo de su alma, cuando sólo
Dios y ella sabían lo que estaba pensando, le decía que Abe era un ser
excepcional, que no habría de pertenecerle por siempre, que sólo podría
conservarlo a su lado cierto tiempo.
Cuando
Abe era pequeño, Tom consintió en que fuese a pie a la escuela haciendo todos
los días una caminata de quince kilómetros. Allí aprendían los chicos las
letras repitiéndolas hasta lo infinito en alta voz. Pero Abe era ya mayor.
Estaba fuerte. Y Tom pensó que el mocito debía quedarse en casa cortando árboles,
aechando el trigo, o desgranando maíz para los vecinos por treinta centavos al
día. Claro está que se esponjaba y envanecía no poco cada vez que un vecino
venía a que Abe le escribiese una carta con aquella péñola que se había hecho
de la pluma de un buitre, y con la tinta de raíz de cerezo. Mas, la verdad, ya
pasaba de castaño oscuro aquello de leer a todas horas. Tom le dijo a Abe que
no hacía falta «tener tanta letra» para ganarse la vida.
Si
Sara no se hubiese puesto de parte de Abe contra el padre, el muchacho no
hubiese aprendido, ni aun lo poco que aprendió. Y lo aprendió, como dicen, «a
retazos». Se mantuvo firme frente a su padre, aun cuando éste no paraba de decirle
que estaba chiflado de remate.
A Abe
le gustaba más leer que comer. Se ponía a leer por la mañana, apenas había
claridad suficiente para distinguir las letras. Leía por la tarde acabados los
quehaceres del día. Leía mientras araba, aprovechando los ratos en que el
caballo descansaba en el extremo del surco. Andaba 28
kilómetros para ir a buscar libros a la biblioteca circulante de Rockport: las
fábulas de Esopo, el Robinsón Crusoe, el Viaje del Peregrino, los dramas de Shakespeare,
los códigos de Indiana. Una vez la lluvia le empapó un ejemplar de la vida de
Wáishíngton de Weems, y tuvo que trabajar tres días enteros para pagarlo.
Otra vez compró en cincuenta centavos un barril y encontró en el fondo los
Comentarios de Blackstone. Si hubiese dado con un
filón de oro, no se habría puesto más contento. Empezó a leer hasta tarde al
amor de la lumbre. Tom refunfuñó. Sara le dijo: «Deja al muchacho,
hombre, déjalo». Ella lo dejaba siempre leer hasta que él quisiera. Si se
quedaba dormido en el suelo, traía una sobrecama y lo tapaba sin despertarlo.
Abe hacía todas sus operaciones aritméticas en una tabla.
Cuando la tabla se ponía demasiado negra, la cepillaba y volvía a empezar sus
cálculos. Cuando leía algo que le gustaba, lo copiaba. Estaba siempre
escribiendo. Casi nunca tenía papel. Hacía marcas en una tabla con carbón para
acordarse de lo que quería escribir, y cuando conseguía papel, lo escribía.
Después que Tom y los demás se iban a acostar, se quedaba junto al fuego
leyéndoselo a Sara. « ¿Lo he expresado con claridad?» le preguntaba a
cada instante. Ella se sentía halagada de que le pidiera su opinión. Y se la
daba como podía darla quien no sabía leer ni escribir.
Sus
temas de conversación eran para ellos solos. Le daban a Abe con frecuencia
accesos de melancolía. Mientras le duraban, solamente Sara sabía hacerse escuchar
de él. Eran crisis sombrías en que el muchacho se desesperaba diciéndose que
nunca vería realizados sus planes y ambiciones. Necesitaba que lo alentasen. En
1830 Tom se resolvió a trasladarse a Illinois en busca de tierras más feraces.
Se fue toda la familia al condado de Coles, en la pradera de Goose Nest. Abe
ayudó a su padre a levantar la cabaña de dos piezas en que Sara y Tom habrían
de pasar el resto de sus días. Apenas estuvo terminada, llegó el día que Sara
había previsto, el día de la partida de Abe. Era él ya hombre hecho y derecho.
Tenía veintidós años. Se le presentó la oportunidad de emplearse como
dependiente en la tienda de Denton Offut en New Salero. No le quedaba a Sara
nada que hacer por Abe. Había afrontado la resistencia de Tom a que el muchacho
se ilustrase. Había hecho todo lo posible por que en la cabaña reinase la
tranquilidad que necesitaba él para poder leer provechosamente.
En
los primeros tiempos, Abe iba a visitarlos con frecuencia. Después, cuando ya
fue todo un señor abogado, iba a Goose Nest dos veces al año. Cada vez que Sara
lo veía, le parecía que había crecido su talento. Otros llegaban a cierto
nivel y de allí no pasaban, pero el saber de Abe aumentaba a ojos vistas. Le hablaba
de sus pleitos. Pasó el tiempo. Un día le habló de su ingreso en la legislatura
de su Estado. Pasó más tiempo, y le comunicó su proyectado enlace con María
Todd. Desde 1851, año en que murió Tom, Abe cuidó con celo ejemplar de que Sara
no careciese de nada.
Un
día Sara supo que Abe iba a Chárleston a celebrar su cuarto debate público con
Stephen A. Douglas. Emprendió viaje, sin que él lo supiera, para oírlo. Le
bastaba—siempre le había bastado—verlo, contemplarlo. Fue una de tantas personas
que se agolparon en la calle para presenciar el desfile. Y por delante de sus
ojos pasó un carro tirado por una yunta de bueyes. En
el carro iban tres hombres hendiendo maderos a golpe de hacha, debajo de un
enorme cartel que decía: "El honrado Abe, el Leñador, el Boyero, el vencedor
de Gigantes". ¿Se refería aquello a su Abe? Y en pos del carro
venía él en un coche negro charolado, saludando con el sombrero de copa a
derecha e izquierda. ¿Era aquél su Abe?
Quiso empequeñecerse, ocultarse, pero él la vio e hizo detener el carruaje. Fue
hacia ella, la abrazó cariñosamente, le dio un beso. Sí,
¡aquél era su Abel No era ella mujer de las que lloran con facilidad, pero el
día que lo eligieron presidente, lloró a solas, donde nadie la viera. En
el invierno de 1861, antes de ir a Washington, Abe atravesó todo el Estado para
verla. Fue un viaje largo y molesto, parte en tren,
parte en coche, por entre barrizales y nieve fangosa, para decirle adiós. Le
llevó un regalo: un corte de alpaca negra. Era tan bonita aquella tela que Sara
vaciló al tomar las tijeras. La guardó; y la sacaba de vez en cuando, la
acariciaba y la volvía a guardar.
Abe
parecía cansado. Diríase que llevaba un mundo sobre sus hombros. Sin embargo,
él y Sara hablaron largamente. Y hasta cuando guardaban silencio, seguían
hablando; y , el presidente de los Estados Unidos, le
consultaba a ella, como en otro tiempo, sobre muchas cosas.
Al
despedirse con un beso, le dijo que volvería pronto. Pero una voz secreta le
advertía a ella que no volvería a verlo más. Pasaron cuatro años. Unos señores
de aire solemne. fueron a darle la noticia de que Abe había muerto. los
periódicos publicaron larguísimos artículos sobre la madre del presidente
asesinado. No faltaron unas cuantas personas que llegaron hasta la soledad en
que vivía Sara a pedirle detalles y anécdotas de la niñez de Abe. ¡Ella hubiese querido decirles tantas cosas! Pero le
faltaban palabras.
,"Abe era muy bueno. No me dio nunca una mala
contestación ni me dirigió una mirada dura. Parecía que estuviéramos de acuerdo
hasta en lo que pensábamos. Creo que él me quería de veras" . Fue
cuanto alcanzó a decirles.
Muchas
noches en los cuatro años de vida que le quedaron, recordaba al que se había
ido para siempre. Y como sentía que él había sido su
hijo, no pensaba en el presidente, en el grande hombre a quien sus
conciudadanos dijeran en las notas de un canto entusiasta: „Ya venimos, Padre Abraham, ya acudimos trescientos mil de
nosotros". Pensaba en aquel
muchachito de la cabaña. Se veía a sí misma haciéndole una torta de maíz,
cosiéndole una camisa, arropándolo tiernamente con una colcha cuando se quedaba
dormido con el libro en la mano; esforzándose, mientras pudo, por
protegerlo de las inclemencias de la vida.
Sara Bush Lincoln duerme el último sueño en el cementerio de Shiloh, en una
tumba inmediata a la de su esposo. Su fallecimiento, ocurrido el 10 de
diciembre de 1869, pasó inadvertido. Transcurrieron muchos años sin que ni
historiadores ni biógrafos la citasen en sus libros. Sólo en 1924 se colocó en
la tumba de Thomas y Sara Bush Lincoln una lápida digna de su memoria.
Últimamente
se ha convertido en parque del estado el lugar de Goose Nest en que vivieron. Y
se ha levantado allí una cabaña igual a la que Abraham Lincoln ayudó a
construir. Hasta fecha muy reciente, la mayoría de los norteamericanos
ignoraban que, cuando Abraham Lincoln dijo: 'Todo lo que soy se lo debo a aquel
ángel que fue mi madre", a quien en verdad se refería era a su madrastra.
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