jueves, 23 de febrero de 2023

ERIKA Y EL REY DE NEPAL

 11 Marzo 2018 

ERIKA Y EL REY DE NEPAL
Intriga y aventura en la ciudad prohibida de Katmandú
Por Erika Leuchtag
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
 1957
 ERIKA LEUCHTAG nació en Alemania y se especializó en fisioterapia en el Instituto Médico Sueco, en Hamburgo. En 1939 se estableció en Simlla, capital de verano de la India, donde trató a numerosos pacientes ilustres y donde se le presentó inesperadamente la oportunidad de desempeñar un papel importante en el destino de Nepal.
Un testimonio de Lowell Thomas
Conocido escritor y hasta hace poco embajador extraordinario de los Estados Unidos en Nepal
PARECE como si sólo hubiera sido ayer cuando Nepal, tierra prohibida a los forasteros, era aún, en lo remoto de un valle perdido tras los montes más altos del mundo, el último reducto de lo misterioso y exótico. Sin embargo, ya en mayo del año pasado, hallándome en Katmandú para asistir a las ceremonias de coronación de Su Alteza Real el rey Mahendra, observé que Nepal había despertado del secular letargo en que hasta entonces había estado sumida. Hoy Nepal ocupa su puesto entre las naciones del mundo moderno; y nada más propio que divulgar el extraño y hasta ahora confidencial relato de cómo se produjeron los dramáticos cambios advertidos. Erika Leuchtag nos narra los hechos, fabulosos pero verídicos, por primera vez. Ya había oído yo rumores al respecto en Katmandú, y recientemente el propio hermano del Rey, Su Alteza Real el príncipe Himalaya, me confirmó la historia.
PARECÍA una carta como otra cualquiera, pero cuando la leí aquella mañana de 1949 me quedé boquiabierta. Era una invitación a que fuera a Katmandú para asistir a la Reina de Nepal. Venía yo practicando la fisioterapia en el norte de la India desde hacía 10 años, y entre mis pacientes tenía buen número de maharajás y maharaníes. ¡Pero la Reina de Nepal! Nepal, aquel misterioso reino de las alturas del Himalaya, la región del Everest y el Annapurna y de los belicosos gurkas, era desde hacía siglos casi inaccesible para el mundo exterior.
 Mis amigos me habían hecho toda clase de prevenciones contra el viaje, tan peligroso para una mujer sola. Katmandú era una ciudad prohibida, sin comunicación por carretera ni ferrocarril; pero no les presté atención. Nepal había hecho presa en mi imaginación, y tuve el presentimiento de que si no iba me pesaría toda la vida.
Durante cuatro días viajé en ferrocarriles de vía estrecha que me zarandearon de lo lindo; pernocté en posadas donde las ratas correteaban por el suelo y los reptiles dormitaban en la bañera. Pasé dos días más viajando en un dandi, sillón llevado a hombros por ocho hombres que recorrían descalzos loss senderos cubiertos de nieve, al borde de precipicios de cientos de metros de profundidad. Finalmente llegamos al Paso de Chandragiri, a 2400 metros de altura; y, de pronto, allá abajo, resplandeciente en un cuenco formado por montañas negras y púrpura, vi a Katmandú, ciudad maravillosa de techos dorados, templos de cúpulas como bellotas, rojas pagodas y blancos palacios.
A la entrada de la capital me esperaba un automóvil oficial que me condujo a un lujoso chalet de cinco habitaciones que había de ser mi residencia los cinco meses siguientes. Además de 12 sirvientes había a la puerta un guarda tocado con espléndido turbante rojo y armado de un kukri, ese corto, ancho y afilado alfanje característico de los gurkas. Me anunciaron que era mi guardaespaldas, lo que no dejó de halagarme ya que no me había pasado por la mente que fuese yo una visitante de tal categoría.
A la mañana siguiente llegó a buscarme el médico de la corte. Pasamos ante templos budistas, arcos que eran bellas obras de arquitectura v calles que desaparecían bajo balcónes voladizos y se perdían en las tinieblas. Cosa asombrosa: allí, en el medio de la nada, había una ciudad de calles pavimentadas, con electricidad, automóviles y autobuses. Cada auto, cada ómnibus, cada ladrillo, habían sido trasportados a hombros por las montañas. En contraste con aquel espectáculo, la vida en las calles parecía no haber recibido el aliento del tiempo: vendedores de nueces de areca, culis con cestos de carbón vegetal, vacas sagradas ...
Nos detuvimos frente a un suntuoso palacio, y el médico de la casa real me dijo que primero debíamos visitar al Primer Ministro. Quedé un poco desconcertada. ¿Por qué no me llevaban directamente a ver a mi paciente? El Primer Ministro era un anciano imponente, con un bigote que colgaba en forma de medio arco. Me interrogó acerca de mi preparación, mi experiencia, el tiempo que llevaba en la India, quiénes eran mis pacientes allí. En aquellos momentos supuse que trataba meramente de asegurarse de mi capacidad para la misión que se me había confiado.
Ya estaba cayendo la noche cuando llegamos al palacio real. Los guardas armados me abrieron las altas puertas; era la primera persona occidental que penetraba tras estas murallas misteriosas desde hacía más de 100 años. En la galería del palacio me esperaba la familia reál. Al frente de ella estaba el rey Tribhuvana, que vestía una chaqueta de brocado verde y un ajustado pantalón blanco al estilo indio. Detrás de él se hallaban las dos reinas, las princesas y sus damas, todas con bellos saris dorados. Hice una profunda reverencia y dije «Mamaskar,» que significa: «Saludo a la divinidad que se encarna en vos.»
—¡Habla nepalés! — exclamó el soberano jubilosamente.
 Fn la India me habían contado que el Rey había subido al trono a los cinco años de edad. Cuando tenía 13 contrajo matrimonio con las dos reinas, que eran hermanas. Ahora, ya a los 42 años, era un hombre de aspecto delicado y dulces ojos oscuros. Cuando comenzamos a hablar de mi viaje, murmuró anhelosamente y con expresión melancólica: «Me gustaría viajar. ¡He viajado tan poco!» Al instante, el médico interrumpió para indicarme que examinara la mesa de masaje.
Al cabo de unos días ya estaba yo dando el primer tratamiento a mi paciente, la mayor de las dos reinas, y me encantó oirla decir: «Me siento mucho mejor. Me siento vivir.»
Durante el segundo tratamiento estuvo presente el Rey. Me sorprendió que tuviera tan poco que hacer. Hasta el monarca más ocioso —pensaba yo— debe tener documentos que firmar, funcionarios con quienes conferenciar. Pero este Rey no hacía nada.
A la hora del té me invitaron a quedarme, y en los días sucesivos fui introduciéndome más y más en la vida de la real familia. Enseñé inglés y alemán a las reinas y hasta las ayudé a diseñar sus hermosos saris. El Rey me pidió que le enseñara a bailar, y bailábamos diariamente a los acordes de una victrola.
A medida que pasaba el tiempo iba percibiendo que había algo extraño en el seno de aquella apacible vida familiar. Su Majestad parecía muchas veces desasosegado y deprimido. Su violín, su cámara fotográfica ,su colección de joyas y relojes, los jardines regios, todo aquello ocupaba sus horas, pero no sus pensamientos.
Un día me quedé unos momentos a solas con el rey Tribhuvana.
—¿ Podría preguntar a Vuestra MIjestad —me atreví a decir— cómo es que no hace nada? ¿Es que no le interesa el bienestar de su pueblo?
Aquella mirada triste que había observado el día de nuestra primera entrevista reapareció, y el monarca vaciló unos instantes antes de contestar.
—Yo sólo soy un nombre, nada más. En Nepal, quien reina es la familia Rana. Ya conoció usted al Primer Ministro. Es un Rana. Yo soy un prisionero. Cinco portones cerrados hacen de mí un recluso. Y en cada portón hay cinco guardas, no para defenderme, sino para impedir que me escape.
El Rey no depositaba su confianza a la ligera, y sólo gradualmente pude ir atando cabos para hacerme una idea de la situación. En 1846, el comandante en jefe del ejército se había adueñado del poder y se había adjudicado el título de primer ministro. Cuando aquel usurpador murió, sus poderes pasaron a su hermano; y en esta forma habían ido trasmitiéndose de un Rana a otro durante más de 100 años.
Cada año estos primeros ministros vitalicios sustraían la equivalencia de unos tres millones de dólares de los exiguos ingresos nacionales. Al Rey se le concedían unos 200.000 dólares. Del resto de los impuestos recaudados nunca se invertían más de unos 50.000 dólares en beneficio público..
Había pocas escuelas, y menos del tres por ciento de la población sabía leer y escribir. A los extranjeros se los disuadía de visitar el país porque podían dar a los habitantes alguna idea de progreso. Los Rana gobernaban con mano de hierro y castigaban el menor indicio de deslealtad. En una ocasión se ejecutó a un hombre por escuchar una emisión de radio del Mahatma Gandhi desde la India.
No obstante, causar daño alguno al Rey era un sacrilegio que los Rana no osaban cometer. Para los nepaleses, el soberano era una reencarnación del supremo dios indio, Vichnú, el Conservador.
Nunca hubo un monarca más ayuno de poder. «No puedo escribir cartas —me dijo Su Majestad— porque leen cuanto escribo. Los libros y periódicos que recibo son todos censurados. Nunca se me permitió adquirir instrucción académica.»
Sólo una vez había logrado eludir a sus opresores. De joven se le permitió hacer, una visita a la India. En lugar de llevar el extenso guardarropa correspondiente a un viajero regio, había llenado su equipaje con piedras, que remplazó con libros de su propia elección en el viaje de regreso. Estos fueron los libros con los cuales se educó y de los cuales adquirió ideas sobre los derechos democráticos y la justicia social.
«¡Escuelas, escuelas, escuelas! —casi llegaba a gritar— ¡Debemos tener escuelas!» Quería que su pueblo' votase. Quería carreteras e industria.
Antes de ir a Nepal, poco me había interesado la política. Ahora, al hablar con el Rey, yo también me indignaba con la miserable situación del pueblo y el régimen de tiranía que lo esclavizaba. A medida que aumentaba mi interés, crecían también mis conocimientos. Había patriotas en Nepal y exiliados en la India que venían clamando desde hacía mucho tiempo por una revolución y un estado democrático; pero necesitaban ayuda, presión e influencia desde el exterior. Y para el caso, el «exterior» significaba la India.
Para la India, Nepal es un estado «amortiguador» de gran importancia estratégicá..Está entre la frontera india y el Tíbet, al que ya amenazaban los comunistas chinos y que más tarde habría de ser ocupado por ellos. Los comunistas ya estaban agitando y provocando desórdenes en Nepal con la esperanza de usurpar el poder. Si ganaban el dominio de este reino del Himalaya, podrían usarlo como base contra la India. Sólo un gobierno apoyado por el pueblo podría contener a los comunistas, y los Rana eran temidos y detestados por los oprimidos nepaleses.
¿Apoyaría la India la aspiración del rey Tribhuvana a ejercer el poder? Decidí averiguarlo. Visité al embajador indio en Katmandú, viejo amigo mío. Como otros funcionarios extranjeros, el diplomático indio nunca había hablado al Rey excepto en presencia de uno de los Rana.
 Sus ojos se abrieron de sorpresa e interés cuando le hablé de los anhelos del Rey de lograr un gobierno democrático.
«De esto ha de salir algo,» me aseguró el embajador. Después me pidió algo extraordinariamente difícil: que arreglase una entrevista privada entre él y el Rey.
Los planes se hicieron en los jardines del palacio real, donde ninguno de los espías de los Rana podía enterarse de la conversación. El Rey obtuvo permiso para visitar a su hijo casado, el príncipe Himalaya. Llevando consigo su violín, como para pasar una tarde dedicado a la música, entró en el palacio de su hijo, mientras que el guarda que le habían puesto los Rana quedaba a la puerta esperándole. Una vez dentro, se mudó de ropa, saltó la cerca trasera y atravesó un arrozal; le esperaba un automóvil que le llevó, acurrucado en el piso, a la embajada india. Dos horas más tarde, volvía a salir del palacio de su hijo hacia su propio coche, con la caja del violín bajo el brazo y con aspecto de gran sosiego después de una grata tarde musical.
Cuando me contó lo sucedido estaba lleno de júbilo.
«Estamos progresando, Erika —exclamó—. Es usted una mujer muy lista. Tengo confianza en usted.» Como las entrevistas entre Su Majestad y el embajador de la India eran peligrosas, yo serví de correo para la trasmisión de mensajes entre ambos. Sabía que esto ofrecía riesgos, pues para entonces ya estaba yo al tanto de que mi «guardaespaldas» era en realidad un espía de los Rana que acechaba hasta mi gesto más insignificante. Por tanto, tenía buenk cuidado de no llevar encima ningún papel que pudiera delatarme.
Pronto empezó a adquirir forma la confabulación. Influyentes grupos nepaleses de la India habían consolidado sus fuerzas en torno al partido del congreso nepalés, que estaba ejerciendo presión en favor de una monarquía constitucional. En el propio Nepal el Soberano tenía muchos partidarios leales. Sin embargo, creía que no podía tomar medidas decisivas sin una garantía de apoyo indio.
Así las cosas, surgió un contratiempo serio: Surjit Singh, el embajador indio, fue llamado a su país. Su Majestad quedó abatido. Sin embargo, el nuevo embajador, C. P. N. Singh, demostró su adhesión a la causa. En nuestra primera entrevista me di cuenta de que sabía de nuestras esperanzas cuando me insinuó que nos fuéramos un día de gira campestre «sin testigos.»
En la gira hablé al embajador de la necesidad de convencer al Rey de que la India estaría a su lado en el intento de destruir el poder de los Rana. Quedamos de acuerdo en que se necesitaba una carta personal de Nehru. Al poco tiempo Singh salió para la India, «para asistir —según dijo— al entierro de un pariente.» Llevaba, no obstante, un designio oculto: poner a Nehru al corriente de los planes del Rey y obtener la carta.
Entretanto, mi estancia en Katmandú iba llegando a su fin. Con el pretexto de que la Reina necesitaba más tratamiento, mi visado por dos meses había sido prorrogado por otros tres. Ahora la paciente estaba completamente bien y no había ya motivo que justificase mi presencia allí.
Recuerdo muy bien mi último día. Los divanes, el piano y todas las mesas estaban cubiertos de regalos de las reinas y de Su Majestad. Tenían marcado el nombre «Erika,» y estaban envueltos en papel plateado y dorado. El más bello de todos era una pulsera de oro exquisitamente forjado que el propio Rey me puso en la muñeca.
—¡Cuántos regalos! —alcancé a decir— ¿Cómo podré expresar mi gratitud?
—En la India debe usted hablar a todos cuantos puedan ayudarnos —me dijo el Rey. Después me llevó aparte y me entregó una hoja de papel con una clave que había ideado para poder escribirnos. Era sencilla. Rana, por ejemplo, era serpiente; Nehru era doctor; embajador era pájaro; carta era flor.
Ya de regreso en la India, el Rey me escribió que la carta de Nehru había llegado. Mi última misión en Nepal había consistido en arreglar su entrega. Todo ocurrió según lo habíamos planeado. El señor Singh solicitó permiso para visitar los jardines reales. Allí fue recibido por el Rey en presencia, naturalmente, de un representante dé los Rana. Pero hasta los más celosos guardianes pueden distraerse un momento; que el embajador aprovechó para deslizar la carta en la mano del Rey.
Las limitaciones de nuestra clave impidieron al Soberano darme detalles. «El pájaro —decía— entró en el jardín y entregó la flor del doctor.» Pero en lenguaje que no necesitaba ser descifrado proseguía: «Usted es la persona que sembró la simiente y cuidó la planta. Le envío las gracias de todo corazón . . .»
La mañana del 6 de noviembre de 1950, la familia real salió de caza, en dos automóviles, a las montañas que rodean a Katmandú. -Conducían los coches el Rey y el príncipe heredero Mahendra, con sendos guardas al lado. Sin que estos lo sospechasen, las cestas de la merienda estaban llenas con las joyas de la corona. La ruta pasaba ante la embajada india. Al aproximarse la regia comitiva, las puertas de la embajada se abrieron repentinamente y el pequeño convoy hizo un rápido viraje y entró por ellas. Los guardas fueron enviados a sus amos con la notició de que la familia real se hallaba ahora en suelo indio.
Encolerizado, el Primer Ministro rodeó de tropas la embajada. En fin de cuentas, no obstante, tuvo que ceder ante el derecho internacional y el poderío de la India, y el Rey y su familia llegaron sin novedad a Nueva Delhi. Una vez allí,.Tribhuvana se identificó abiertamente con las fuerzas rebeldes. Finalmente, un levantamiento en Nepal y la firme intervención de la India destruyeron el régimen de los Rana. Después de 106 días de exilio, el rey Tribliuvana regresó a Katmandú patR dirigir un conciliador gobierno de coalición en el cual incluso figuraba Rana.
A invitación del Rey visité a Nepal un año más tarde, en noviembre de 1951. El país se hallaba aún en medio de la baraúnda del reajuste. Pudimos pasar juntos poco tiempo; pero recuerdo su jubiloso rostro cuando me enseñó una carta. «Quería que fuese usted la primera persona que viera esto,» me dijo. Era la dimisión del primer ministro Rana.
El viejo ambiente de ociosidad y lujo había desaparecido. Las mesas de trabajo del Rey estaban cubiertas de altas pilas de planos y documentos oficiales. «Estos son planos de escuelas,» me explicó Su Majestad, tomando un rollo de papeles. Después, extendiendo un mapa, apuntaba con orgullo a «las carreteras que iban a construir.»
Poco después salí de la India para establecerme en Londres. A principios de 1954 Su Majestad me escribió invitándome a hacer una larga visita a Nepal. Señalaba la fecha para octubre, pero hubo que aplazarla: el Rey, acometido por una dolencia cardiaca, iba a Suiza para someterse a tratamiento médico. El 13 de marzo de 1955 dejaba de existir en un hospital de Zurich.
¡Tan poco tiempo para ver la cristalización de sus sueños! Pero no había soñado en vano. El príncipe Mahendra ascendió al trono y se consagró a la realización de las reformas iniciadas por su padre.
Katmandú ya no, es una ciudad vedada. Los aviones llegan casi a diario desde Nueva Delhi. Una carretera para jeeps une a la India con Katmandú. La Agencia Cook organiza excursiones al fabuloso reino. Los misioneros han abierto en Katmandú un hospital, primera obra cristiana permitida en el país desde, 1771. Asesores de ayuda técnica extranjeros están introduciendo nuevos métodos agrícolas y abriendo al cultivo grandes extensiones de ricas tierras labrantías.
Hoy, mientras me dedico a mis labores cotidianas en Londres, hay veces que me pregunto: ¿He tenido yo en realidad algo que ver con el destino de este remoto reino de ocho millones de habitantes? En tales ocasiones acaricio mi pulsera de oro, y sé que esa es la realidad.
¡Estos jardineros!
Aviso en un catálogo de semillas editado en Surrey, Inglaterra: «Si su vecino tiene alguna flor de la cual está especialmente orgulloso, díganoslo y le proporcionaremos las semillas de otra más grande y de un color enteramente nuevo. Nos especializamos en este tipo de trabajo.
— W. R. en el Telegram, de Toronto

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