MI PERSONAJE INOLVIDABLE
Por Art Linkletter
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
Marzo 1960
DIEZ
AÑOS tendría yo la vez que sorprendí la charla de dos vecinas nuestras
que murmuraban de mi padre, diciendo que era un hombre raro, y que era
un descrédito para el barrio la gentuza que invitaba a comer. A mí sí me
habían parecido un poco estrafalarios algunos de los tipos que mi padre
sentaba a nuestra mesa, pero suponía que lo mismo sucedería en otras
familias.
Hoy he mudado de parecer. Sí, tal vez fuese mi padre un poquitín diferente de los padres de otros niños. Por lo pronto, era zapatero remendón. Y además, tenía vocación de apóstol. Parroquianos que entraban en su tienda casi nunca salían sin haber oído una edificante homilía. Procuraba vivir conforme a la enseñanza del Evangelio, y no concebía que hubiese quién no quisiera hacer otro tanto. Si tropezaba con un prójimo poco inclinado a la enmienda y que, por otra parte, estuviese pasándolo mal, le invitaba a tomar un bocado.
Hoy he mudado de parecer. Sí, tal vez fuese mi padre un poquitín diferente de los padres de otros niños. Por lo pronto, era zapatero remendón. Y además, tenía vocación de apóstol. Parroquianos que entraban en su tienda casi nunca salían sin haber oído una edificante homilía. Procuraba vivir conforme a la enseñanza del Evangelio, y no concebía que hubiese quién no quisiera hacer otro tanto. Si tropezaba con un prójimo poco inclinado a la enmienda y que, por otra parte, estuviese pasándolo mal, le invitaba a tomar un bocado.
Los
desdorosos invitados de mi padre eran mi encanto. Por ellos me enteraba
de la mar de cosas que no sabían los chicos de mi edad. Al salir de la
escuela a mediodía, volaba a casa, saboreando de antemano los novelescos
episodios que contaría el invitado de turno. Más de una vez, al verlos
llegar juntos, no era el invitado sino mi padre el que parecía mas
pintoresco.
Debíase esto, hasta cierto punto, al modo como sacaba partido de su condición de lisiado. Siendo niño perdió en un accidente la pierna derecha, que tuvieron que amputarle, y caminaba con su pata de palo, apoyándose en un bastón. A cada paso tenía que sacudirla, como dando un puntapié, para hacer encajar la articulación correspondiente a la rodilla, que no era muy buena. Y como se había acostumbrado a emplear este movimiento para dar énfasis al discurso, y lo acompañaba de cuando en cuando con el de blandir en alto el bastón, tales actitudes le daban un aspecto más decidido y enérgico que el de cualquiera que caminase a su lado.
Al llegar a casa desplegaba ceremoniosa cortesía para hacer pasar al invitado; tomábamos asiento a la mesa de, la cocina y escuchábamos el benedícite. No siendo mi padre hombre que se conformase con una oración aprendida de memoria, la suya, antes que bendición de la comida, era una especie de diario con el cual daba a Dios noticia de todo suceso que tuviera algo que ver con la familia: la rodilla que yo me había desollado de resultado de un batacazo; el juego de antimacasares de encaje que estaba haciendo mi madre para remozar nuestro maltrecho juego de sala; las hormigas que invadían la casa; las goteras del techo, en fin, cuanta novedad se hubiese presentado, debía., figurar en la relación que hacían los Linkletter a Dios como padre a quien interesaba todo lo referente a sus hijos y a todo atendería. Mas la nota culminante del benedícite paterno era, para mí, la presentación del invitado.
«Tenemos hoy en casa al hermano Rodolfo Miner* * Los nombres de los protegidos son ficticios.—decía mi padre—. Es él, Dios mío, un catavinos que está tratando de enmendarse (la palabra «catavinos> la pronunciaba silabeándola, por si era el caso de que el Ser Supremo no estuviese muy al tanto de su significado). Sucumbió este hermano a la tentación del alcohol, y en estos momentos le da vueltas la cabeza, le arden los ojos, siente reseca y amarga la boca...»
O bien era la presentación de este tenor :
«Tenemos hoy en casa al hermano Jorge Larsen. Es, Dios mío, un hombre que ha abandonado a la mujer y a los hijos; que vive entregado a la perdición. No hubiera querido él faltar a sus obligaciones, pero es débil de carácter, y tal vez la carga ha sido superior a sus fuerzas...» En más de una ocasión demostraba mi padre que conocía a sus invitados mejor de lo que ellos sospechaban. Así ocurrió el día que dio principio a la bendición diciendo:
«Tenemos hoy en casa al hermano Luis Larkin. Es él, Dios mío, un carterista de manos muy ágiles, muy diestras en birlar el dinero a los hombres honrados ...z
Apenas concluyó de hablar mi padre, Larkin lo miró de reojo y le preguntó:
—¿Cómo supiste que yo era ratero, si no te he dicho una sola palabra de eso?
—Hace 10 minutos me sacaste del bolsillo un billete de un dólar—repuso mi padre tranquilamente.
Rojo de vergüenza, quiso el invitado devolverle el billete, mas mi padre se negó a recibirlo porque, según él, más falta le hacía a Larkin que a los Linkletter. Esa misma tarde, al cabo de un rato, tenía mi padre en el bolsillo el dólar robado y otro más. Había demostrado Larkin de nuevo, aunque a la inversa, su habilidad de carterista al restituir el dólar más los intereses.
Bien que no fuese propenso a transigir con el pecado, tendía mi padre a interceder ante el Juez Supremo en favor de los pecadores. Dándose cuenta de lo que habían sido las tentaciones a que se vieron expuestos esos hombres y su flaqueza de ánimo, imploraba para ellos misericordiosa ayuda en vez de castigo, animado siempre al proceder así por la gozosa certidumbre de que Dios oiría sus ruegos.
Los invitados que desfilaban por la cocina de casa me causaron siempre la impresión de que, al marcharse, no eran los mismos que cuando llegaron. Aunque la actitud de unos hubiera sido de recelo; de otros, de indiferencia; de algunos, tan solo la de quien aprovecha la ocasión de matar el hambre, a todos acababa por ganarles la generosidad de un hombre como mi padre, pobre a todas luces; el amor al prójimo que él demostraba tan confiadamente; la serena fe con que esperaba que Dios tuviese en cuenta las dificultades de ellos, les perdonase sus culpas y les socorriese. Al irse de casa, todos llevaban consigo un recién adquirido e 'inestimable bien: la esperanza.
Juan Linkletter vino al mundo el año de 1861 en una granja del Canadá, en la isla del Príncipe Eduardo. Entrado ya en la edad madura, hallándose establecido en Saskatchewan en el ramo de seguros, él y su esposa, que no-habían tenido hijos, me adoptaron a mí a los seis meses de nacido. Cinco años después, «oyó la voz» que le llamaba a servir *a Dios, y renunció a toda ambición mundana para dedicarse a difundir el Evangelio. Predicó dondequiera encontraba oyentes: en las esquinas, en tiendas de campaña, en los tranvías, en los comercios. jamás se preocupó por el dinero, convencido como estaba de que el Señor proveería a nuestro sustento. Y ni un día nos faltó este, aunque a veces la ración fuera escasa, como la que nos daban en el Ejército de Salvación o en otras instituciones caritativas. Por lo demás, nunca experimenté las inquietudes de la pobreza. Reinaba entre mis padres adoptivos tan completa unidad de propósitos, que esta armonía amparaba mi niñezde toda sensación de inseguridad.
Así fuimos recorriendo parte del Canadá y del Oeste de los Estados Unidos. Al llegar a San Diego de California, mi padre consideró que, estando yo en edad de ir a la escuela, era menester avecindarnos en algún lugar. A tal fin puso tienda de zapatero remendón. Creo saber por qué eligió ese oficio. Como siempre había procurado desterrar del pecho todo sentimiento de soberbia, le parecería que remendar el calzado ajeno era ocupación que, por lo humilde, contribuiría a ello. Medió probablemente también la circunstancia de que poseía gran destreza manual y le agradaba ejercitarla en cualquier clase de trabajo. Para el que había escogido, compró suelas y cabos de la mejor calidad; y era de verlo cuando, aparado, cosido y lustrado un par de zapatos, lo sostenía en alto, le daba vueltas para mirarlo y remirarlo por todos lados en tanto iba asomándole a los labios una sonrisa de satisfacción.
Practicando estaba un día este acostumbrado rito cuando, al reparar en mí, que me había quedado mirándolo, me dijo:
—Uno ha de hacer su trabajo lo mejor que pueda, Arturito. Cuando seas mayor, trabaja en algo que sea de tu gusto, pues si no es»así, nada te saldrá bien hecho. Ya ves tú, a mí me gusta remendar zapatos.
Indiferente al qué dirán, era de una espontánea y absoluta franqueza en su trato, aun con personas extrañas, de quienes se prometía muy confiadamente igual sinceridad. Un día, ya al caer de la tarde, tomamos él y yo un tranvía en que varias mujeres viajaban de pie en tanto que algunos hombres permanecían sentados.
—Vaya, vaya —exclamó mi padre afablemente— no parece muy bien esto de que las señoras viajen así. Dios Nuestro Señor ha dado a la mujer menos resistencia que al varón.
Después de mirar disimuladamente al que así les reconvenía, varios de los sentados agacharon la cabeza y quedaron con la vista clavada en el periódico que estaban leyendo. Sin inmutarse, tomó mi padre del brazo a una anciana, la condujo frente a uno de los hombres, y dijo:
—Aquí tiene usted, señora, a un buen chico que tendrá mucho gusto en cederle el asiento.
El aludido se puso de pie desmañadamente. Más colorado que un tomate, sintiéndose blanco de las miradas de todo el tranvía, hubiera dado cualquier cosa por librarse de mi padre, que permaneció a su lado hablándole del tiempo, del trasporte urbano, de lo penosa que era la existencia para la mujer y, por último, de religión. El hombre, que al principio sostuvo la conversación a regañadientes, fue animándose poco a poco. Tomaron parte en el diálogo algunos de los circunstantes a quienes mi padre había dirigido la palabra. Cuando nos disponíamos a bajar del tranvía, el hombre a quien había obligado a ceder el asiento, le estrechó la mano con espontánea impulsividad, diciéndole:
—Ha sido para mí un verdadero placer conocer a usted.
Había conseguido Juan Linkletter su propósito, que era hablar a la gente de religión; hacerle ver, siquiera fuese en forma episódica, cuánto puede el amor al prójimo. Hasta yo mismo, no obstante mis cortos años, percibí que, al proceder como lo hizo, había vencido el egoísta alejamiento reinante entre los hombres y mujeres que viajaban en ese tranvía. Al marcharnos nosotros, comentarían probablemente lo inusitado del comportamiento de mi padre; pero esto mismo se debería a que ya no procedían como seres completamente extraños unos de otros.
Alentaba en lo íntimo del carácter de Juan Linkletter una vehemencia que le hacía perder los estribos de cuando en cuando. Cierta calurosa tarde halló al paso un caballo que había caído en tierra y al cual trataba el carretero de levantar castigándolo despiadadamente con el látigo. Unos cuantos curiosos presenciaban la cruel escena horrorizados, pero sin atreverse a intervenir. Agarró mi padre al carretero por el cuello de la camisa, lo tiró al suelo y lo amenazó con quitarle el látigo y darle una tunda como se atreviese a seguir maltratando al caballo. Aunque le aventajaba en estatura y en fuerza, no se sintió el carretero capaz de enfrentarse con la tremenda cólera de mi padre, y prometió mansamente, en tanto aplaudían los circunstantes, que no volvería a proceder así en su vida. Llegado a casa, oró mi padre por el hombre a quien acababa de aplicar tan recio correctivo; oró también, y' con más empeño aún, por sí mismo, implorando de Dios perdón por haberse dejado dominar un momento por la' ira.
De San Diego de California nos trasladamos a Porrona, ciudad en la cual abrió su zapatería y pasó los últimos años de su vida.
Había cumplido 83 cuando, en 1944, cayó enfermo de neumónia. No se opuso a que llamásemos a un médico, a pesar de la ninguna fe que tenía en la eficacia de la medicina, convencido como estaba de que la salud del enfermo se halla en las manos' de Dios.
Murió apaciblemente, mientras dormía.
Suele ocurrir que ante el cadáver de un ser amado, el recuerdo de las tribulaciones por que pasó, de las esperanzas que nunca vio cumplidas, de las horas en que desfalleció bajo el peso del infortunio, nos lleve a deplorar que se haya ido del mundo sin que la vida le diese algo siquiera de cuanto le debía. No despertaba en mí estos sentimientos la serena expresión del rostro de mi padre. A su humilde oficio de zapatero remendón había llevado Juan Linkletter el gozo del obrero que en la obra que sale de sus manos aspira a la perfección; nunca halló motivo para retraerse de amar al prójimo y de socorrerle en sus necesidades; una y otra vez demostró cuánto puede, aun en sus más humildes manifestaciones, la bondad para con nuestros semejantes; sostenido en todo momento por su inquebrantable confianza en la justicia de Dios, nada ni nadie le habría hecho desviarse de la senda de la virtud.
No; no podía dolerme de su suerte. Cuanto sabía yo en aquellos momentos era que había hecho de mí un hombre mejor de lo que sin él yo hubiera sido; que con él se iba de mí algo de lo que él hizo que yo fuera.
Debíase esto, hasta cierto punto, al modo como sacaba partido de su condición de lisiado. Siendo niño perdió en un accidente la pierna derecha, que tuvieron que amputarle, y caminaba con su pata de palo, apoyándose en un bastón. A cada paso tenía que sacudirla, como dando un puntapié, para hacer encajar la articulación correspondiente a la rodilla, que no era muy buena. Y como se había acostumbrado a emplear este movimiento para dar énfasis al discurso, y lo acompañaba de cuando en cuando con el de blandir en alto el bastón, tales actitudes le daban un aspecto más decidido y enérgico que el de cualquiera que caminase a su lado.
Al llegar a casa desplegaba ceremoniosa cortesía para hacer pasar al invitado; tomábamos asiento a la mesa de, la cocina y escuchábamos el benedícite. No siendo mi padre hombre que se conformase con una oración aprendida de memoria, la suya, antes que bendición de la comida, era una especie de diario con el cual daba a Dios noticia de todo suceso que tuviera algo que ver con la familia: la rodilla que yo me había desollado de resultado de un batacazo; el juego de antimacasares de encaje que estaba haciendo mi madre para remozar nuestro maltrecho juego de sala; las hormigas que invadían la casa; las goteras del techo, en fin, cuanta novedad se hubiese presentado, debía., figurar en la relación que hacían los Linkletter a Dios como padre a quien interesaba todo lo referente a sus hijos y a todo atendería. Mas la nota culminante del benedícite paterno era, para mí, la presentación del invitado.
«Tenemos hoy en casa al hermano Rodolfo Miner* * Los nombres de los protegidos son ficticios.—decía mi padre—. Es él, Dios mío, un catavinos que está tratando de enmendarse (la palabra «catavinos> la pronunciaba silabeándola, por si era el caso de que el Ser Supremo no estuviese muy al tanto de su significado). Sucumbió este hermano a la tentación del alcohol, y en estos momentos le da vueltas la cabeza, le arden los ojos, siente reseca y amarga la boca...»
O bien era la presentación de este tenor :
«Tenemos hoy en casa al hermano Jorge Larsen. Es, Dios mío, un hombre que ha abandonado a la mujer y a los hijos; que vive entregado a la perdición. No hubiera querido él faltar a sus obligaciones, pero es débil de carácter, y tal vez la carga ha sido superior a sus fuerzas...» En más de una ocasión demostraba mi padre que conocía a sus invitados mejor de lo que ellos sospechaban. Así ocurrió el día que dio principio a la bendición diciendo:
«Tenemos hoy en casa al hermano Luis Larkin. Es él, Dios mío, un carterista de manos muy ágiles, muy diestras en birlar el dinero a los hombres honrados ...z
Apenas concluyó de hablar mi padre, Larkin lo miró de reojo y le preguntó:
—¿Cómo supiste que yo era ratero, si no te he dicho una sola palabra de eso?
—Hace 10 minutos me sacaste del bolsillo un billete de un dólar—repuso mi padre tranquilamente.
Rojo de vergüenza, quiso el invitado devolverle el billete, mas mi padre se negó a recibirlo porque, según él, más falta le hacía a Larkin que a los Linkletter. Esa misma tarde, al cabo de un rato, tenía mi padre en el bolsillo el dólar robado y otro más. Había demostrado Larkin de nuevo, aunque a la inversa, su habilidad de carterista al restituir el dólar más los intereses.
Bien que no fuese propenso a transigir con el pecado, tendía mi padre a interceder ante el Juez Supremo en favor de los pecadores. Dándose cuenta de lo que habían sido las tentaciones a que se vieron expuestos esos hombres y su flaqueza de ánimo, imploraba para ellos misericordiosa ayuda en vez de castigo, animado siempre al proceder así por la gozosa certidumbre de que Dios oiría sus ruegos.
Los invitados que desfilaban por la cocina de casa me causaron siempre la impresión de que, al marcharse, no eran los mismos que cuando llegaron. Aunque la actitud de unos hubiera sido de recelo; de otros, de indiferencia; de algunos, tan solo la de quien aprovecha la ocasión de matar el hambre, a todos acababa por ganarles la generosidad de un hombre como mi padre, pobre a todas luces; el amor al prójimo que él demostraba tan confiadamente; la serena fe con que esperaba que Dios tuviese en cuenta las dificultades de ellos, les perdonase sus culpas y les socorriese. Al irse de casa, todos llevaban consigo un recién adquirido e 'inestimable bien: la esperanza.
Juan Linkletter vino al mundo el año de 1861 en una granja del Canadá, en la isla del Príncipe Eduardo. Entrado ya en la edad madura, hallándose establecido en Saskatchewan en el ramo de seguros, él y su esposa, que no-habían tenido hijos, me adoptaron a mí a los seis meses de nacido. Cinco años después, «oyó la voz» que le llamaba a servir *a Dios, y renunció a toda ambición mundana para dedicarse a difundir el Evangelio. Predicó dondequiera encontraba oyentes: en las esquinas, en tiendas de campaña, en los tranvías, en los comercios. jamás se preocupó por el dinero, convencido como estaba de que el Señor proveería a nuestro sustento. Y ni un día nos faltó este, aunque a veces la ración fuera escasa, como la que nos daban en el Ejército de Salvación o en otras instituciones caritativas. Por lo demás, nunca experimenté las inquietudes de la pobreza. Reinaba entre mis padres adoptivos tan completa unidad de propósitos, que esta armonía amparaba mi niñezde toda sensación de inseguridad.
Así fuimos recorriendo parte del Canadá y del Oeste de los Estados Unidos. Al llegar a San Diego de California, mi padre consideró que, estando yo en edad de ir a la escuela, era menester avecindarnos en algún lugar. A tal fin puso tienda de zapatero remendón. Creo saber por qué eligió ese oficio. Como siempre había procurado desterrar del pecho todo sentimiento de soberbia, le parecería que remendar el calzado ajeno era ocupación que, por lo humilde, contribuiría a ello. Medió probablemente también la circunstancia de que poseía gran destreza manual y le agradaba ejercitarla en cualquier clase de trabajo. Para el que había escogido, compró suelas y cabos de la mejor calidad; y era de verlo cuando, aparado, cosido y lustrado un par de zapatos, lo sostenía en alto, le daba vueltas para mirarlo y remirarlo por todos lados en tanto iba asomándole a los labios una sonrisa de satisfacción.
Practicando estaba un día este acostumbrado rito cuando, al reparar en mí, que me había quedado mirándolo, me dijo:
—Uno ha de hacer su trabajo lo mejor que pueda, Arturito. Cuando seas mayor, trabaja en algo que sea de tu gusto, pues si no es»así, nada te saldrá bien hecho. Ya ves tú, a mí me gusta remendar zapatos.
Indiferente al qué dirán, era de una espontánea y absoluta franqueza en su trato, aun con personas extrañas, de quienes se prometía muy confiadamente igual sinceridad. Un día, ya al caer de la tarde, tomamos él y yo un tranvía en que varias mujeres viajaban de pie en tanto que algunos hombres permanecían sentados.
—Vaya, vaya —exclamó mi padre afablemente— no parece muy bien esto de que las señoras viajen así. Dios Nuestro Señor ha dado a la mujer menos resistencia que al varón.
Después de mirar disimuladamente al que así les reconvenía, varios de los sentados agacharon la cabeza y quedaron con la vista clavada en el periódico que estaban leyendo. Sin inmutarse, tomó mi padre del brazo a una anciana, la condujo frente a uno de los hombres, y dijo:
—Aquí tiene usted, señora, a un buen chico que tendrá mucho gusto en cederle el asiento.
El aludido se puso de pie desmañadamente. Más colorado que un tomate, sintiéndose blanco de las miradas de todo el tranvía, hubiera dado cualquier cosa por librarse de mi padre, que permaneció a su lado hablándole del tiempo, del trasporte urbano, de lo penosa que era la existencia para la mujer y, por último, de religión. El hombre, que al principio sostuvo la conversación a regañadientes, fue animándose poco a poco. Tomaron parte en el diálogo algunos de los circunstantes a quienes mi padre había dirigido la palabra. Cuando nos disponíamos a bajar del tranvía, el hombre a quien había obligado a ceder el asiento, le estrechó la mano con espontánea impulsividad, diciéndole:
—Ha sido para mí un verdadero placer conocer a usted.
Había conseguido Juan Linkletter su propósito, que era hablar a la gente de religión; hacerle ver, siquiera fuese en forma episódica, cuánto puede el amor al prójimo. Hasta yo mismo, no obstante mis cortos años, percibí que, al proceder como lo hizo, había vencido el egoísta alejamiento reinante entre los hombres y mujeres que viajaban en ese tranvía. Al marcharnos nosotros, comentarían probablemente lo inusitado del comportamiento de mi padre; pero esto mismo se debería a que ya no procedían como seres completamente extraños unos de otros.
Alentaba en lo íntimo del carácter de Juan Linkletter una vehemencia que le hacía perder los estribos de cuando en cuando. Cierta calurosa tarde halló al paso un caballo que había caído en tierra y al cual trataba el carretero de levantar castigándolo despiadadamente con el látigo. Unos cuantos curiosos presenciaban la cruel escena horrorizados, pero sin atreverse a intervenir. Agarró mi padre al carretero por el cuello de la camisa, lo tiró al suelo y lo amenazó con quitarle el látigo y darle una tunda como se atreviese a seguir maltratando al caballo. Aunque le aventajaba en estatura y en fuerza, no se sintió el carretero capaz de enfrentarse con la tremenda cólera de mi padre, y prometió mansamente, en tanto aplaudían los circunstantes, que no volvería a proceder así en su vida. Llegado a casa, oró mi padre por el hombre a quien acababa de aplicar tan recio correctivo; oró también, y' con más empeño aún, por sí mismo, implorando de Dios perdón por haberse dejado dominar un momento por la' ira.
De San Diego de California nos trasladamos a Porrona, ciudad en la cual abrió su zapatería y pasó los últimos años de su vida.
Había cumplido 83 cuando, en 1944, cayó enfermo de neumónia. No se opuso a que llamásemos a un médico, a pesar de la ninguna fe que tenía en la eficacia de la medicina, convencido como estaba de que la salud del enfermo se halla en las manos' de Dios.
Murió apaciblemente, mientras dormía.
Suele ocurrir que ante el cadáver de un ser amado, el recuerdo de las tribulaciones por que pasó, de las esperanzas que nunca vio cumplidas, de las horas en que desfalleció bajo el peso del infortunio, nos lleve a deplorar que se haya ido del mundo sin que la vida le diese algo siquiera de cuanto le debía. No despertaba en mí estos sentimientos la serena expresión del rostro de mi padre. A su humilde oficio de zapatero remendón había llevado Juan Linkletter el gozo del obrero que en la obra que sale de sus manos aspira a la perfección; nunca halló motivo para retraerse de amar al prójimo y de socorrerle en sus necesidades; una y otra vez demostró cuánto puede, aun en sus más humildes manifestaciones, la bondad para con nuestros semejantes; sostenido en todo momento por su inquebrantable confianza en la justicia de Dios, nada ni nadie le habría hecho desviarse de la senda de la virtud.
No; no podía dolerme de su suerte. Cuanto sabía yo en aquellos momentos era que había hecho de mí un hombre mejor de lo que sin él yo hubiera sido; que con él se iba de mí algo de lo que él hizo que yo fuera.
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