sábado, 25 de febrero de 2023

UN SERMÓN NUNCA OÍDO

 UN SERMÓN NUNCA OÍDO

Por
A. J. Cronin
Autor de «Los astros miran Hacia abajo», «La ciudadela», y otras obras.

¡Hoy he ido a la iglesia! Singular excursión ésta mía, emprendida con espíritu puramente mundano, y a la cual debo, sin embargo, la emoción religiosa más honda de cuantas experimenté en la vida.
Muchos son los templos que me ha tocado conocer: las solemnes catedrales de Chartres y de Reims, el santuario donde veneran a la Virgen de Montserrat, el famoso templo de Jain en Calcuta... De todos ellos difería esta capillita fabricada de tablones de pino olorosos aún a resina; colgada, como un nido, en los nevados riscos de los Alpes.
Allí, en esas límpidas alturas donde el aire sereno y puro nos lava el pecho; donde la hermosura resplandeciente de cielos y nieves nos deslumbra, tenemos, por fuerza, que irnos desprendiendo de la escoria de la vida; que sentir que nos hallamos en los umbrales de lo infinito.
Los .fieles eran en su mayoría campesinos: gente de franco y claro mirar, robusta, laboriosa, como la que habita en este cantón de la Suiza alemana. Vestían los hombres trajes de burdo paño oscuro. Por entre el cuello de las chaquetas, de forma en nada parecida a la corriente, asomaba la piel tostada de gargantas y nucas. No abundaban las galas en el atavío de las mujeres: tal cual tocado de encaje o el bordado chal que es, para su poseedora, todo un tesoro. El pañuelo rojo que lucía un chicuelo daba vívida nota de encendido color, que parecía llenar, iluminándolo, el recinto entero.
Las ceremonias del culto, por serme harto conocidas, no hubieran podido causar en mí la menor impresión de novedad; aunque acaso había en ellas mayor sencillez, más penetrante y comunicativa piedad. Como quiera que fuese, percibía yo extraña inmanencia;misteriosa expectación que, como eléctrico flúido, vibraba, pronta a manifestarse, en el aire.
Así llegó la hora del sermón. En tanto que los fieles, al sentarse, hacían crujir bancos y ropas, mi acompañante me dirigió rápida mirada, con la cual se disculpaba al par que me compadecía. Era él un inglés de edad madura, de natural reservado. Fué paciente mío en Londres, y se hallaba ahora tomando la cura de los tuberculosos en el heilanstalt de la aldea. Entendía y hablaba con soltura el alemán, lengua de la cual no se me alcanzaba a mí una sola palabra. Y aquella miradita suya lanzada al soslayo acababa de darme a entender que yo, por culpa de mi ignorancia, me hallaba condenado a sufrir por espacio de una hora la impaciencia consiguiente a oír predicar en un idioma que resultaba, para mí, tan enrevesado como ininteligible.
Con todo, cuando el predicador, ya en el púlpito, abarcaba a sus feligreses con la mirada, experimenté de nuevo aquella expectativa inexplicable. Había mucho que se impusiera a la atención en la reposada figura de ese sacerdote. Morena y pálida la tez, negro el cabello, corta la estatura, pero recio y fornido el busto que cubría la blanca sobrepelliz. En el vigor de la madurez, pues no contaría mucho más de treinta años, poseía un semblante que respiraba nobleza, y en el cual brillaba, segura y magnética, la mirada. En su continente, reservado al par que fervoroso, percibíase una humildad llena de decoro. La voz con que pronunció las palabras que habían de servirle de texto, contenida y a un tiempo mismo resonante, llenó el estrecho ámbito de la capillita y volvió, devuelta por el eco, desde arriba. Dicho el texto, después de una pausa durante la cual permaneció inmóvil, empezó a predicar en aquel idioma que yo no entendía.
He oído en mis días más de un sermón. En los últimos tiempos, y en particular en Inglaterra, he acabado por huir de los tímidos balidos de esos predicadores que, atentos a no comprometerse, proscriben de sus sermones cuanto pueda rozarse con las realidades que rodean al hombre contemporáneo. El predicador que me tocaba escuchar ahora pertenecía al parecer a otra casta; difería de aquéllos tanto como el acero de fino temple pueda diferir de la hojalata. A medida que iba adelantando en el sermón, pese a no entender nada de su contenido, me sentía bajo el influjo de mística, extraordinaria fascinación. Logré distinguir una palabra: Christus; y luego otra: Fuehrer. Entonces, como por ensalmo, cambió la,escena: dejé de ver la capillita y a los fieles en ella congregados. Vi súbitamente, con penetrante claridad, los pueblos de la tierra toda, y la pestilencia que los aflige. Vi las poderosas naciones totalitarias dominadas por una sola, voluntad, regidas por una sola mano, atentas a una sola voz; en las cuales se endiosa la doctrina que pide sangre y se glorifica el acero que la derrama. Vi las grandes democracias del mundo entregadas a la molicie, celosas de sus vastos dominios, sobresaltadas ante el temor de que la zarpa de algún vándalo llegase a arrebatarles cuanto amontonaron.Vi, además, niños en quienes inculcan desde.la cuna la arrogancia y el odio; a quienes enseñan, cuando apenas saben andar, a marcar el paso; a los cuales les dan un fusil como el juguete más preciado. Y vi también la mitad de la riqueza del mundo sepultada, como cadáver amarillo, en sótanos que antes que depósitos de caudales parecen tumbas; y el trigo que por miles y miles de sacos arrojaban a las llamas en una parte del planeta, en tanto que en otra miles y miles de bocas hambrientas clamaban por un pan; y las muchedumbres dolientes, las trágicas muchedumbres presas de terror, que surgían dondequiera, que corrían, vagando de un lado a otro, en busca de asilo; y los que se hundían, en busca de momentáneo olvido, en los placeres; y los que, ávidos de bienes materiales, pugnaban afanosos por conseguirlos... ¡Todo eso lo vi! Y por encima de todo eso, en medio del tintinear sonoro de las monedas y del estruendo de la música sincopada, vi alzarse la faz lívida del insomne miedo, el espectro amenazador de la catástrofe a que este mismo mundo se condena.
Visión fué la mía que helaba la sangre. Esta tierra en que habitamos, tan hermosa, tan fecunda, tan rebosante de dones, lacerada de polo a polo por el odio, por la agresión, por la crueldad brutal que, de no haber quien les salga al paso, llevarán ciertamente a la civilización a su última ruina. ¡Y decirnos que no hace siquiera un cuarto de siglo hubo nueve millones de hombres, lo más granado de la humanidad, que ofrendaron sus vidas por salvarla!
Acongojado por tal recuerdo, el ánimo no pudo menos de hacerse esta interrogación acerba: ¿Por qué, en nombre de cuanto haya de sensato y de generoso, por qué ha de sobrevenir tan horrenda catástrofe?
Aunque no fuese nueva, la pregunta me hería con renovado, implacable vigor.
Ofreciéronse en esto a la mente, ,y cruzaron en veloz huida, las explicaciones que el ingenio humano ha dado para contestarla: el imperativo económico, las alternativas de auge y de postración en los negocios, el paro forzoso, y así de lo demás; la grandeza y decadencia de las naciones, la supervivencia de los más aptos, en fin, toda la retahíla. Pero, ¡qué vacuo, qué inútil parecía todo ello!
Porque era claro, meridianamente claro, que la única razón, la cierta, la fundamental, era otra: Los hombres se han olvidado de Dios. Millones de los que viven ahora sobre la haz de la tierra por El creada están sordos y ciegos, están, en verdad, muertos al conocimiento de su Creador. Para número incontable, Dios no es sino un mito; para otros, una creencia heredada a la cual deben rendirle culto, y se lo rinden, de labios afuera. Quiénes se acuerdan de Dios únicamente cuando necesitan poner a alguien por testigo; quiénes tan sólo para invocarlo con untuosa hipocresía.
Sí; ésta era la verdad limpia y desnuda: dioses falsos, tan abominables como el Becerro de Oro de hace siglos, reciben ahora culto en la cristiandad que, olvidada de Cristo, les erige altares; un espíritu pagano sopla sobre el mundo; abundan quienes, al oír mencionar el nombre de Cristo, sonríen con indulgencia, cuando no con desprecio.Mas he aquí que, mientras que buscan con afán al caudillo, al guía, al conductor, no se acuerdan del único a quien le es dado guiar al mundo y conducirlo y salvarlo. Ahí, olvidada en la loca búsqueda de nuevos sistemas y flamantes filosofías, está la sola doctrina que encierra la salvación. Y no es difícil de entender; ni tampoco es difícil observarla. Es hermosa y sencilla. Nos pide sólo que vivamos bien ante Dios y ante los hombres; que amemos a nuestro prójimo y no codiciemos sus bienes; que seamos tolerantes, caritativos, humildes; que recordemos siempre que la Vida, según la abarca nuestro conocimiento, es apenas instante fugacísimo de la Eternidad.
¡Ah! ¡que no corra de nuevo sobre el mundo un soplo como aquel que lo inflamaba durante las cruzadas! ¡que no nos sea dable ver de nuevo cómo redivivos soldados de la Cruz, yendo de clima en clima, despliegan triunfadora la olvidada bandera del místico Rey! ¡que no veamos crecer de más en más el número de los discípulos de Cristo que, encendidos en militante fe, dan de mano lo innocuo para buscar lo eficaz, se desentienden de lo prudente para obrar conforme a lo necesario! ¡ahl ¡que no crezca el número de los que en hallando desierto el templo, antes que permanecer dentro de él orando por los descarriados, se fuesen en su busca y los trajesen y los persuadiesen a orar! ¡Entonces, entonces sanaría el mundo de su locura; entonces volvería la pobre, la descarriada, la triste y dolorosa humanidad a levantar a Dios los corazones!
Como quien despertara de súbito de un sueño, sentí que el fluir de mis ideas quedaba bruscamente interrumpido; experimenté casi la impresión material de que acababa de volver, quién sabe de dónde, a la realidad que me circundaba. Coincidía esto con el momento en que el predicador terminaba de hablar.
Pasamos del ambiente de la capillita a la amplitud luminosa de aquel día de invierno en que brillaba el sol en un cielo sin nubes. Mientras que íbamos camino de la aldea, le referí a mi acompañante, punto por punto, aquellas imaginaciones a que me había entregado durante el sermón. Advertí que, al oírme, mostraba cada vez mayor asombro. Cuando hube concluido, quedóse mirándome de hito en hito, atónito, y me dijo:
¿Lo creerá usted? Todo eso, palabra por palabra, es lo mismo que dijo el predicador

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