Miércoles, 2 de marzo de 2016
UN CIRIO EN VIENA Por A. J. Cronin 2 Guerra Mundial
UN CIRIO EN VIENA
Por A. J. CroninAutor de Hatter's Castle, The Green Years, The Keys of the KingdoM .
DURANTE varias semanas había estado acariciando la ilusión de mi proyectada
visita a Viena, la ciudad alegre y bella que en tiempos anteriores conociera
muy bien, y por la cual guardaba acendrado cariño. Sin embargo, desde las horas
de la mañana, cuando el avión me dejó en el aeródromo, fue amargándoseme el
ánimo. El hotel Bristol no pudo alojarme y el cuarto que por último logré
conseguir en una sombría casa de la Kartnerstrasse, estaba pobremente amoblado
v no tenía calefacción. Al almuerzo
todo lo que me sirvieron fue sopa de legumbres y la inevitable carne hervida.
En la tarde, desafiando la cortante brisa gélida, salí
a dar una vuelta por la ciudad, y cuando pasé por frente a la catedral despedazada y a la ópera en ruinas, el
corazón se me oprimió más aún. ¿Era
ésta la encantadora ciudad festiva donde yo había pasado días de tanto gozo y
noches de tanto deleite; donde había oído a Lehmann cantar La Bohemia; donde,
en un carruaje descubierto, había atravesado las calles llenas de gente, de luz
y de alegría para asistir al Heurige, el festival del vino nuevo? Estaba
preparado para presenciar estragos
materiales, casas derruidas, montones de escombros, edificios bombardeados,
todo sí, aun el triste espectáculo de los puentes del Danubio hechos pedazos.
Pero no había podido prever la honda y muda desesperanza que como un frígido
miasma impregnaba esas calles grises, destrozadas y oscuras.
Y a medida que ese miasma iba penetrándome hasta los
huesos, nacía en lo profundo de mi ser un hosco resentimiento contra la
Providencia que dejaba suceder cosas así. Para agravar toda aquella miseria,
junto con las sombras del helado crepúsculo de febrero, empezó a caer una lluvia densa y tenaz
mezclada con granizo, que amenazaba traspasar el impermeable con que cubría mi
abrigo, de lana.
Estaba en uno de los barrios de la parte oriental, y
para huir de la lluvia busqué refugio en un edificio cercano—una iglesia
pequeña que había escapado a la destrucción. Estaba solitaria y casi en tinieblas. Sólo la trémula
lucecilla roja del santuario rompía tímidamente la oscuridad. Dominando mi
impaciencia, me senté a esperar que pasara lo peor del aguacero.
De repente unos pasos interrumpieron el silencio, y al
volver la cabeza vi que un hombre anciano había entrado a la iglesia. No llevaba abrigo, y su figura, alta, flaca y erguida,
cubierta con un traje delgado y lleno de remiendos, ofrecía un lamentable
aspecto de miseria. Cuando avanzó hacia el altar, me di cuenta,
con sorpresa, de que llevaba en
brazos a una chiquilla de seis años, más o menos, vestida tan pobremente como
él. Cuando llegó al comulgatorio, puso suavemente en el suelo su
frágil carga. Noté entonces,
por los torpes movimientos de la chiquilla, que era paralítica. Sosteniéndola
con tierna solicitud le dio ánimos para que se arrodillara poquito a poco;
luego, suave y pacientemente, le colocó las manos de modo que pudiera asirse de
la barandilla. Cuando hubo logrado todo aquello, sonrió a la niña
como felicitándola por su triunfo; después se
arrodilló al lado suyo, con sobria expresión de recogimiento.
Permanecieron así por unos cuantos minutos, y luego él
se levantó. Oí el débil eco de una moneda al caer en la caja de las ofrendas, y
luego vi al anciano tomar un cirio, encenderlo y pasárselo a la niña. Por unos
cuantos minutos lo sostuvo ella en su mano transparente, mientras la llama
ponía un halo en torno suyo haciendo visible la expresión de gozo que había en
sus facciones demacradas y pálidas. Luego puso el cirio en el pequeño
candelabro de hierro colocado frente al altar., y se quedó
en una especie de breve éxtasis, con la cabecita ladeada, admirando su luminosa
dádiva, y como ofreciéndosela a Dios, humilde y tímida.
Pasado un rato el anciano se puso en pie, y alzando de
nuevo a la niña con el mismo cuidado de antes, se encaminó hacia la puerta.
Desde que entraron había experimentado yo la sensación de que estaba
cometiendo una especie de sacrilegio al meterme de ese modo furtivo en el
santuario de su intimidad. Sin embargo, aunque tal sensación seguía prevaleciendo
en mí, un impulso irresistible me hizo levantarme y seguirlos hasta el pórtico
de la iglesia.
Allí, como agazapado
vergonzantemente detrás de una de las columnas, se veía un pequeño vehículo de
confección casera... un destartalado cajón de pino que tenía por varas un par
de palos torcidos, y estaba montado sobre dos ruedas que debieron ser de
un cochecillo de niño y no conservaban ya ni el recuerdo de las llantas. En
aquel sórdido carruaje depositó el
anciano a la chiquilla tan delicadamente como a una princesa en su carroza,
arropándole luego las piernas enjutas con un costal viejo. Al
mirarlo de cerca pude comprobar plenamente lo que ya había sospechado. Todos los rasgos de su arrugado
rostro—el canoso bigote recortado; la nariz fina; los ojos de mirada arrogante
bajo las cejas espesas—mostraban que era un verdadero aristócrata, uno de esos
patricios vieneses a quienes la guerra—sin que fuesen culpables en forma
alguna—redujo a la más extremada miseria. La niña, cuyas aniquiladas facciones
se asemejaban mucho a las del anciano, debía de ser su nieta.
Mientras que sus distinguidas manos venosas y pálidas acababan de arreglar el
costal alrededor de la niña, alzó los ojos para mirarme. Un tropel de preguntas
acudió a mis labios, pero algo, quizás la espiritual expresión de aquel rostro,
refrenó mi curiosidad. Todo lo que acerté a decir desmañadamente fue:
—Hace mucho frío.
Me respondió cortésmente:
—Menos, sin embargo, del que ha hecho este invierno.
lubo una pausa. Mis ojos se volvieron hacia la
niña cuyas melancólicas pupilas azules estaban fijas en mí.
— ¿La guerra...?—pregunté sin dejar de mirarla.
—Sí, la guerra—repuso el anciano—.
La misma bomba mató a sus padres.
Otra pausa, más prolongada aún.
¿Vienen ustedes aquí con frecuencia
Tan pronto como le hube hecho esa pregunta comprendí
que había cometido una indiscreción. Pero él no pareció molestarse.
—Sí, todos los días, a rezar,
sonriendo levemente, agregó:
—Y a mostrarle al buen Dios que no estamos enojados con
él.
No pude encontrar que contestarle. Y mientras yo
permanecía allí, en silencio, él, terminada su tarea de arropar a la niña, se
abotonó la chaqueta, levantó las varas del carrito y, con su misma leve sonrisa
y su misma cortés inclinación de la cabeza, se perdió entre las sombras de la
noche que empezaban a caer sobre la ciudad,
no bien se habían alejado, cuando sentí de nuevo un vehemente deseo de
seguirlos. Quería ayudarlos, ofrecerles dinero, despojarme 'de mi
abrigo para cubrir a la niña, hacer algo impetuoso y espectacular. Pero me
quedé clavado donde estaba. Sabía que aquél no era un caso común de caridad,
que cualquier cosa que yo les ofreciese sería rechazada. Al contrario, ellos me acababan de dar algo
a mí. Ellos, que todo lo habían perdido, se resistían a dejarse arrastrar por
la desesperación, y, conservaban intacta su fe. Un nuevo sentimiento surgió
entonces en mí. No había ya amargura en mi corazón, ni mis pequeñas privaciones
personales me importaban nada. Solamente sentía una gran compasión y una
profunda vergüenza.
La lluvia
había cesado. Pero yo no salí del pórtico. Vacilaba como si no supiera qué
hacer ni a dónde ir. De pronto volví la espalda y me encaminé hacia la humilde
lucecilla que, como un faro diminuto, seguía ardiendo, devota y fiel, entre
las sombras de la iglesia cuyas naves ya no estaban desiertas para mí... Un cirio
en una ciudad arrasada. Pero mientras él ardiera,
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