sábado, 25 de febrero de 2023

UN CIRIO EN VIENA Por A. J. Cronin 2 Guerra Mundial

Miércoles, 2 de marzo de 2016

UN CIRIO EN VIENA Por A. J. Cronin 2 Guerra Mundial

UN CIRIO EN VIENA
Por A. J. Cronin
Autor de Hatter's Castle, The Green Years, The Keys of the KingdoM . 
 DURANTE varias semanas había estado acariciando la ilusión de mi proyectada visita a Viena, la ciudad alegre y bella que en tiempos anteriores conociera muy bien, y por la cual guardaba acendrado cariño. Sin embargo, desde las horas de la mañana, cuando el avión me dejó en el aeródromo, fue amargándoseme el ánimo. El hotel Bris­tol no pudo alojarme y el cuarto que por último logré conseguir en una sombría casa de la Kartnerstrasse, estaba pobre­mente amoblado v no tenía calefacción. Al almuerzo todo lo que me sirvieron fue sopa de legumbres y la inevitable carne hervida.
En la tarde, desafiando la cortante brisa gélida, salí a dar una vuelta por la ciudad, y cuando pasé por frente a la catedral despedazada y a la ópera en ruinas, el corazón se me oprimió más aún. ¿Era ésta la encantadora ciudad festiva donde yo había pasado días de tanto gozo y noches de tanto deleite; donde había oído a Lehmann cantar La Bohe­mia; donde, en un carruaje descubierto, había atravesado las calles llenas de gente, de luz y de alegría para asistir al Heurige, el festival del vino nuevo? Esta­ba preparado para presenciar estragos materiales, casas derruidas, montones de escombros, edificios bombardeados, todo sí, aun el triste espectáculo de los puentes del Danubio hechos pedazos. Pero no había podido prever la honda y muda desesperanza que como un frígido mias­ma impregnaba esas calles grises, destro­zadas y oscuras.
Y a medida que ese miasma iba pene­trándome hasta los huesos, nacía en lo profundo de mi ser un hosco resenti­miento contra la Providencia que dejaba suceder cosas así. Para agravar toda aque­lla miseria, junto con las sombras del helado crepúsculo de febrero, empezó a caer una lluvia densa y tenaz mezclada con granizo, que amenazaba traspasar el impermeable con que cubría mi abrigo, de lana.
Estaba en uno de los barrios de la parte oriental, y para huir de la lluvia busqué refugio en un edificio cercano—una iglesia pequeña que había escapado a la destrucción. Estaba solitaria y casi en tinieblas. Sólo la trémula lucecilla roja del santuario rompía tímidamente la oscuridad. Dominando mi impacien­cia, me senté a esperar que pasara lo peor del aguacero.
De repente unos pasos interrumpieron el silencio, y al volver la cabeza vi que un hombre anciano había entrado a la iglesia. No llevaba abrigo, y su figura, alta, flaca y erguida, cubierta con un traje delgado y lleno de remiendos, ofrecía un lamentable aspecto de miseria. Cuando avanzó hacia el altar, me di cuenta, con sorpresa, de que llevaba en brazos a una chiquilla de seis años, más o menos, ves­tida tan pobremente como él. Cuando llegó al comulgatorio, puso suavemente en el suelo su frágil carga. Noté entonces, por los torpes movimientos de la chi­quilla, que era paralítica. Sosteniéndola con tierna solicitud le dio ánimos para que se arrodillara poquito a poco; luego, suave y pacientemente, le colocó las manos de modo que pudiera asirse de la barandilla. Cuando hubo logrado todo aquello, sonrió a la niña como felicitán­dola por su triunfo; después se arrodilló al lado suyo, con sobria expresión de recogimiento.
Permanecieron así por unos cuantos minutos, y luego él se levantó. Oí el débil eco de una moneda al caer en la caja de las ofrendas, y luego vi al anciano tomar un cirio, encenderlo y pasárselo a la niña. Por unos cuantos minutos lo sostuvo ella en su mano transparente, mientras la llama ponía un halo en torno suyo haciendo visible la expresión de gozo que había en sus facciones demacradas y pálidas. Luego puso el cirio en el pe­queño candelabro de hierro colocado frente al altar., y se quedó en una especie de breve éxtasis, con la cabecita ladeada, admirando su luminosa dádiva, y como ofreciéndosela a Dios, humilde y tímida.
Pasado un rato el anciano se puso en pie, y alzando de nuevo a la niña con el mismo cuidado de antes, se encaminó hacia la puerta. Desde que entraron había ex­perimentado yo la sensación de que estaba cometiendo una especie de sacri­legio al meterme de ese modo furtivo en el santuario de su intimidad. Sin em­bargo, aunque tal sensación seguía pre­valeciendo en mí, un impulso irresistible me hizo levantarme y seguirlos hasta el pórtico de la iglesia.
Allí, como agazapado vergonzante­mente detrás de una de las columnas, se veía un pequeño vehículo de confección casera... un destartalado cajón de pino que tenía por varas un par de palos torcidos, y estaba montado sobre dos ruedas que debieron ser de un cochecillo de niño y no conservaban ya ni el re­cuerdo de las llantas. En aquel sórdido carruaje depositó el anciano a la chi­quilla tan delicadamente como a una princesa en su carroza, arropándole luego las piernas enjutas con un costal viejo. Al mirarlo de cerca pude comprobar plenamente lo que ya había sospechado. Todos los rasgos de su arrugado rostro—el canoso bigote recortado; la nariz fina; los ojos de mirada arrogante bajo las cejas espesas—mostraban que era un ver­dadero aristócrata, uno de esos patricios vieneses a quienes la guerra—sin que fuesen culpables en forma alguna—redu­jo a la más extremada miseria. La niña, cuyas aniquiladas facciones se asemejaban mucho a las del anciano, debía de ser su nieta. Mientras que sus distinguidas ma­nos venosas y pálidas acababan de arre­glar el costal alrededor de la niña, alzó los ojos para mirarme. Un tropel de pre­guntas acudió a mis labios, pero algo, quizás la espiritual expresión de aquel rostro, refrenó mi curiosidad. Todo lo que acerté a decir desmañadamente fue:
—Hace mucho frío.
Me respondió cortésmente:
—Menos, sin embargo, del que ha hecho este invierno.
 lubo una pausa. Mis ojos se volvieron hacia la niña cuyas melancólicas pupilas azules estaban fijas en mí.
— ¿La guerra...?—pregunté sin dejar de mirarla.
—Sí, la guerra—repuso el anciano. La misma bomba mató a sus padres.
Otra pausa, más prolongada aún.
¿Vienen ustedes aquí con frecuen­cia
Tan pronto como le hube hecho esa pregunta comprendí que había cometido una indiscreción. Pero él no pareció molestarse.
—Sí, todos los días, a rezar,
sonriendo levemente, agregó:
—Y a mostrarle al buen Dios que no estamos enojados con él.
No pude encontrar que contestarle. Y mientras yo permanecía allí, en silen­cio, él, terminada su tarea de arropar a la niña, se abotonó la chaqueta, levantó las varas del carrito y, con su misma leve sonrisa y su misma cortés inclinación de la cabeza, se perdió entre las sombras de la noche que empezaban a caer sobre la ciudad,
no bien se habían alejado, cuando sentí de nuevo un vehemente deseo de seguirlos. Quería  ayudarlos, ofrecerles dinero, despojarme 'de mi abrigo para cubrir a la niña, hacer algo impetuoso y espectacular. Pero me quedé clavado donde estaba. Sabía que aquél no era un caso común de caridad, que cualquier cosa que yo les ofreciese sería rechazada. Al contrario, ellos me acababan de dar algo a mí. Ellos, que todo lo habían perdido, se resistían a dejarse arrastrar por la desesperación, y, conservaban in­tacta su fe. Un nuevo sentimiento surgió entonces en mí. No había ya amargura en mi corazón, ni mis pequeñas priva­ciones personales me importaban nada. Solamente sentía una gran compasión y una profunda vergüenza.
La lluvia había cesado. Pero yo no salí del pórtico. Vacilaba como si no supiera qué hacer ni a dónde ir. De pronto volví la espalda y me encaminé hacia la hu­milde lucecilla que, como un faro dimi­nuto, seguía ardiendo, devota y fiel, entre las sombras de la iglesia cuyas naves ya no estaban desiertas para mí... Un cirio en una ciudad arrasada. Pero mientras él ardiera,

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