lunes, 4 de diciembre de 2023

EL TESORO DE LOS INCAS Capítulo XV

EL TESORO DE LOS INCAS

EMILIO SALGARI

ITALIA

Capítulo XV. Los primeros habitadores de

América

El ingeniero y sus amigos, que perecían de sed y sentían arder sus cuerpos y vestidos, de buena gana, apenas desapareció la última llama, se habrían quitado los aparatos Rouquayrol, y precipitado a los barriles de agua; pero las nubes de humo que ondeaban en el interior del inmenso cono y el calor violentísimo que lanzaban de sí las rocas, no enfriadas aún, les persuadieron a esperar algunos minutos, para no correr peligro de morir asfixiados.

Agrupadlos sobre la cima del islote y envueltos en profundas tinieblas, tenían los ojos vueltos hacia el cráter, esperando ansiosamente que apareciese el cielo estrellado. Por fin, aquella masa de hediondo humo se disipó, apareció un pequeño punto luminoso apenas perceptible, después otro, más tarde un tercero, y al cabo, un trozo de cielo magníficamente estrellado. El viejo volcán estaba libre, y del cráter bajaba un aire respirable.

Sir John, primero, y Morgan, Burthon y O’Connor, después, se desembarazaron de los aparatos, pero apenas abrieron los labios para respirar, creyeron morir asfixiados.

El cono estaba caliente como un horno acabado de apagar, y el aire tan encendido, que secó totalmente las bocas y gargantas de los desgraciados.

—¡Me ahogo! —exclamó Burthon, con voz sofocada.

—¡Agua! ¡Agua! —gritó O’Connor.

Morgan bajó corriendo la roca, se lanzó al barril abierto poco antes, y todavía con algunos litros de agua, y lo llevó a sus compañeros.

Uno después de otro hundieron la cabeza y las manos en aquel agua, y se

bañaron el cuerpo.

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—¡Por fin, respiro! —exclamó O’Connor—. ¡Maldito lago! ¡No creí que escapaba de ésta!

—¡Si llego a saber quién provocó el incendio, le ahorco! —dijo Burthon.

—Lo provocó el taco de tu fusil —dijo Sir John.

—Pues por un asado de ave, por poco no aso a mis compañeros.

—Vamos a ver el bote —dijo Morgan.

El ingeniero y sus amigos bajaron de la cima y se dirigieron hacia la orilla.

El Huascar, aunque las llamas le habían varias veces lamido, no había sufrido daño alguno; pero la provisión de agua estaba muy disminuida, y el carbón se había inflamado.

Morgan se apresuró a apagarlo.

—¿Y la comida? —preguntó O’Connor.

—Se ha quemado —respondió Burthon—; ¡qué lástima! ¡Tanto como yo

había trabajado!

—O’Connor nos preparará otra —dijo Sir John—. Entretanto, recorreremos

nosotros el lago.

—Aceptado —dijo Burthon.

Los dos cazadores y el ingeniero se embarcaron y pusieron mano a los remos, mientras O’Connor empezaba al punto la faena de preparar otra comida.

La corriente era muy débil y se dirigía hacia el Sur, donde se abría una

gran galería sostenida por corpulentas columnas.

El ingeniero, puesto al timón, dirigió el Huascar hacia el Sud-Sudoeste, con la esperanza de hallar en aquella dirección alguna playa que

permitiese el desembarco. Un silencio absoluto reinaba en el interior del cono, desde que se hubo apagado el incendio. Apenas se oía el murmullo del agua cortada por la aguda proa del Huascar y el caer y levantarse de los remos. Ni el grito de

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un ave, ni la caída de una roca, ni el zumbido de un insecto.

Sir John echó una ojeada alrededor. Sobre el cráter del apagado volcán resplandecían intensamente las estrellas, y en el islote ardía una hoguera, iluminando con rojiza luz las rocas y las aguas que lo circundaban… Junto a aquella hoguera, que lanzaba al aire algunas chispas, divisábase al bravo marinero inclinado sobre las ollas y marmitas y todo afanado en

preparar la comida.

Por espacio de tres cuartos de hora avanzó el bote, sin hallar nada; después sobrevino un débil choque. Morgan levantó la lámpara y miró hacia fuera.

—¿Es la orilla? —preguntó el ingeniero.

—No; es un banco de arena. La orilla está más allá.

El bote rodeó el banco, pasó en medio de pequeños escollos, que asomaban entre las aguas sus negras puntas, y tropezó contra una orilla

bastante elevada, pero no imposible de escalar.

Burthon ató el barco a la punta de un escollo, y los tres hombres, provistos de hachas, picos y linternas, desembarcaron sobre el saliente de una roca.

—Subamos —dijo Sir John.

Ayudándose con pies y manos escalaron la alta orilla y se dirigieron hacia el Este, examinando el terreno y mirando atentamente dónde ponían el pie, temerosos de caer en alguna hendidura o, lo que sería aún peor, en algún abismo.

El suelo era rocoso y estaba salpicado de grandes peñascos negros y surcado aquí y allá por anchas hendiduras. No se descubría el más pequeño animalillo, ni siquiera un ratón, ni planta alguna, aunque fuese un hongo, cuando tantos son los que se encuentran en las húmedas cavernas. El único rumor que se oía era el murmullo del agua y la lejana

voz del irlandés.

—¡Qué sitio más feo! —dijo Burthon—. Me parece que estoy en un sepulcro.

—¿No descubrís ninguna señal de alguna mina de carbón? —preguntó

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Morgan al ingeniero, que de cuando en cuando se bajaba a examinar el terreno.

—Hasta ahora ninguna —respondió el interrogado.

—¿Esperáis hallarla?

—No desespero.

Rodearon una enorme roca y se dirigieron hacia el Norte, siguiendo una ancha hendidura que parecía muy profunda.

Habían recorrido quince o veinte metros cuando Burthon cayó hundiéndose hasta las rodillas en un agujero abierto de pronto bajo sus

pies con extraño chasquido.

—¡Socorro! —gritó.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sir John, acudiendo.

—Que el suelo ha cedido bajo mis pies, pero… ¡esto no es el suelo!

Y apoyando sus manos en tierra sacó las piernas y en seguida se inclinó, dirigiendo la luz de la lámpara sobre aquel agujero. Un grito salió de sus labios.

—¿Qué has visto? —preguntaron Morgan y el ingeniero.

—No es una roca, sino una tabla de madera la que se ha abierto bajo mis pies.

—¡Es imposible! —exclamó el ingeniero.

Y acercándose a la abertura vio con gran estupor que allí había una tabla medio enterrada. Metió dentro una mano y tocó una materia blanda que cedía fácilmente.

—Cavemos aquí —dijo.

Morgan y Burthon empuñaron los picos y rompieron aquella tabla ya podrida y que tenía dos metros de larga y medio de ancha. En seguida apareció una masa negruzca, alargada y ceñida de objetos brillantes. Sir John acercó la lámpara y miró.

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