jueves, 21 de diciembre de 2023

MARÍA CAPITULO LXIV

María

Historia real por  Jorge Isaacs

Jorge Ricardo Isaacs nació en Cali el 1° de abril de 1837, hijo del ciudadano inglés de ascendencia judía George Henry Isaacs Adolfus y de la colombiana Manuela Ferrer Scarpetta, hija de un militar catalán. El padre de Jorge Isaacs había llegado a Colombia en 1822 proveniente de Jamaica, con el propósito de explotar yacimientos de oro en el Chocó. En 1827 se establece como comerciante en Quibdó y el año siguiente se convierte al catolicismo para desposarse. Obtiene del Libertador la carta de naturaleza colombiana en 1829. Como un hombre bastante rico lo encontramos radicado en Cali hacia 1833, donde se vincula a la vida política de la región. De 1840 es la adquisición de dos enormes haciendas azucareras en las cercanías de Palmira, La Manuelita, llamada así en honor de su esposa, y La Santa Rita. En 1854 compra la hacienda El Paraíso, en las vecindades de Buga, ámbito en el que se desenvuelve la novela que le diera fama a Jorge Isaacs y donde pasa su adolescencia. ( biografía de internet)

 …en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navio---

La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa que renunciase él á la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano á los veinte años de edad.

---Sara, su esposa, le había dejado una niña que tenía á la sazón tres años.

---Instó á Salomón para que le diera su hija á fin de educarla á nuestro lado; y se atrevió á proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole

:---, sea hija tuya.---Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre.--- tal vez yo haría desdichada á mi hija dejándola judía. No lo digas á nuestros parientes, ---que le cambien el nombre de Ester en el de María. " Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.

--llevando á Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña : ésta tendió los bracitos á su tío, ---Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvidó jamás.

---Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje, por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo : " ésta es la hija de Salomón, que él te envía."

Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron á modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.

---Pocos eran entonces los que conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva é inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que á mis hermanas y á mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.

Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, ---el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna : así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de las ventanas de mi madre

MARÍA

María

Historia real por  Jorge Isaacs

CAPITULO LXIV

I Inolvidable y última noche pasada en el hogar donde corrieron los años de mi niñez y los días felices de mi juventud I Como el ave impelida por el huracán á las pampas abrasadas intenta en vano sesgar su vuelo hacia el umbroso bosque nativo, y ajados ya los plumajes regresa á él después de la tormenta, y busca inútilmente el nido de sus amores revoloteando en torno del árbol destrozado, así mi alma abatida va en las horas de mi sueño á vagar en torno del que fué hogar de mis padres, i Frondosos naranjos, gentiles y verdes sauces que conmigo crecisteis, cómo os habréis envejecido ! Rosas y azucenas de María ¿ quién las amará si existen ? ¡ Aromas del lozano huerto, no volveré á aspiraros ; susurradores vientos, rumoroso río... no volveré á oírlos !

La media noche me halló velando en mi cuarto.

Todo estaba allí como yo lo había dejado ; solamente las manos de María habían removido lo indispensable, engalanando la estancia para mi regreso; marchitas y carcomidas por los insectos permanecían en el florero las últimas azucenas que ella había puesto. Ante esa mesa abrí el paquete de las cartas que me había devuelto al morir. Aquellas líneas borradas por mis lágrimas y trazadas por mí cuando tan lejos estaba de creer que serían mis últimas palabras dirigidas á ella ; aquellos pliegos ajados en su seno, fueron desplegados y leídos uno á uno ; y buscando entre las cartas de María la contestación á cada una de las que yo le había escrito, compaginé ese diálogo de inmortal amor dictado por la esperanza é interrumpido por la muerte.

Teniendo entre mis manos las trenzas de María y recostado en el sofá en que Emma le habla oído sus postreras confidencias, dio las dos el reloj : él había

medido también las horas de aquella noche angustiosa, víspera de mi viaje; él debía medir las de la última que pasé en la morada de mis mayores.

Soñé que María era ya mi esposa : ese castísimo delirio había sido y debía continuar siendo el único deleite de mi alma : vestía un traje blanco vaporoso,

y llevaba un delantal azul, azul como si hubiese sido formado de un girón de cielo : era aquel delantal que tantas veces le ayudé á llenar de flores, y que ella sabía atar tan linda y descuidadamente á su cintura inquieta, aquél en que había yo encontrado envueltos sus cabellos : entreabrió cuidadosamente la puerta de mi cuarto, y procurando no hacer ni el más leve ruido con sus ropajes, se arrodilló sobre la alfombra al pie del sofá : después de mirarme medio sonreída, cual si temiera que mi sueño fuese fingido, tocó mi frente con sus labios suaves como el terciopelo de los lirios del Páez : menos temerosa ya de mi engaño, dejóme

aspirar un momento su aliento tibio y fragante; pero entonces esperé inútilmente que oprimiera mis labios con los suyos : sentóse en la alfombra, y mientras leía algunas de las páginas dispersas en ella, tenía sobre la mejilla una de mis manos que pendía sobre los almohadones : sintiendo ella animada esa mano, volvió hacia mí su mirada llena de amor, sonriendo como ella sola podía sonreír : atraje sobre mi pecho

su cabeza, y reclinada así, buscaba mis ojos mientras le orlaba yo la frente con sus trenzas sedosas ó aspiraba con deleite su perfume de albahaca.

Un grito, grito mío, interrumpió aquel sueño : la realidad lo turbaba celosa como si aquel instante hubiese sido un siglo de dicha. La lámpara se había consumido ; por la ventana penetraba el viento frío de la madrugada ; mis manos estaban yertas y oprimían aquellas trenzas, único despojo de su belleza, única verdad de mi sueño.

 

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