HISTORIA LA CRUZADA CONTRA LOS ALBIGENESES
EN EL SIGLO XIII,
J. C. L. SIMONDE DE SISMONDI
LONDON:
1826
2—10
Sin embargo, entre tantos cuentos infantiles o calumniosos, todavía es fácil reconocer los principios de la reforma del siglo XVI entre los herejes designados con el nombre de valdenses o albigenses. Vaudois, or Albigeois.
**Prologus Chronici de Podio Laurentii, p. 666. In Duchesne Script. Franc, tom. v.Histoire de Languedoc, lit. xxi, ch. ii, p. 129. 2 Petri Vallis Cernai Hist. Albigens.cap. 1. apud Duchesne Script. Franc, torn, v, p. 555. Le meme; tditio Trecensis 1615, 8vo.**
Numerosas sectas existían simultáneamente en la provincia; y esta era la consecuencia necesaria de la libertad de investigación que constituía la esencia de su doctrina.
Sin embargo, todos coincidían en considerar que la Iglesia de Roma había pervertido por completo el cristianismo y en sostener que era ella quien en el Apocalipsis se designaba con el nombre de la ramera de Babilonia.
Algunos, sin embargo, que se distinguían por el nombre de valdenses, no diferían de ella en los puntos más importantes, mientras que otros habían dado tanta libertad a su imaginación que casi destruyó todo el sistema de la revelación. Atribuían el Antiguo Testamento al principio del mal, pues allí se representaba a Dios, decían, como un homicida que destruyó a la raza humana con un diluvio, a Sodoma y Gomorra con fuego, y a los egipcios con la inundación del Mar Rojo.**3 3 Hist. Albigens. cap. ii, p. 556.* Pero, con respecto a quienes abrieron el camino a los reformadores del siglo XVI, reconocemos su enseñanza por su negación de la presencia real en la eucaristía.
«Si el cuerpo de Cristo», decían, «era tan grande como nuestras montañas, debió haber sido destruido por el número de quienes pretenden haber comido de él».
Rechazaron los sacramentos de la confirmación, la confesión y el matrimonio por vanos y frívolos; acusaron de idolatría la exposición de imágenes en las iglesias; y llamaron trompetas de demonios a las campanas que convocaban al pueblo a la adoración de estas imágenes.
Sus maestros o sacerdotes se contentaban con una túnica negra, en lugar de las pomposas vestimentas del clero católico.
Tras lograr que sus prosélitos abjuraran de la idolatría, los recibían en su iglesia mediante la imposición de manos y el beso de la paz.
Mientras sus enemigos se esforzaban por manchar su reputación acusándolos de permitir, en su enseñanza, las costumbres más licenciosas y de practicar, en secreto, toda clase de desórdenes, ellos aún admitían que, en apariencia, observaban una castidad irreprochable. Que, en su abstinencia de todo alimento animal, su rigor excedía al de los monjes más severos; que, gracias a su respeto por la verdad, no admitían en ninguna ocasión excusa alguna para la falsedad; que, en una palabra, su caridad siempre los preparaba para dedicarse al bienestar de los demás. 4 Varios poemas de los valdenses, escritos en el siglo XII y publicados recientemente, confirman la semejanza entre las doctrinas y la disciplina de los primeros y los posteriores reformadores
**. 5 4 Petri Vallis Cern. Hist. Albig. de diversis hcereticorum sectis, torn, v, 556, 557. 5 Choix des poesies originaes des Troubadours, torn. ii. La nobla leycaon, lo novel Sermon, fyc.**
La actividad y el celo proselitista forman otra relación entre las dos reformas.
Ambas comenzaron en un período en que la mente humana, ávida de instrucción, examinó todo lo establecido; exigió una razón para toda obediencia; y, al mismo tiempo que derrocó las antiguas dominaciones civiles para establecer otras nuevas, también cuestionó los poderes eclesiásticos para determinar su fundamento. La adopción de la opinión reformada no se declaró inmediatamente una herejía; era, a los ojos de los iniciados, solo un proyecto de santificación; era un compromiso con un mayor celo, una moral más severa, mayores sacrificios y una ocupación más constante de las cosas espirituales.
Dado que muchos prelados de la Iglesia habían dado ejemplo de tal reforma, quienes los siguieron no se consideraron extraviados; Y la propia Roma había considerado a veces a los patarinos, los catarinos, los pobres de Lyon y todas esas nuevas sociedades religiosas como otras tantas órdenes de monjes que despertaban el fervor del público y que nunca pensaron en sacudirse su yugo.
6 Inocencio III, quien ascendió al trono pontificio en el vigor de su época, fue el primero que pareció percibir la importancia de ese espíritu independiente que ya estaba degenerando en revuelta. Sus predecesores, enfrascados en una peligrosa lucha con los dos Enriques y Federico Barbarroja, consideraron que toda su fuerza no era suficiente para defenderlos de los emperadores; y, en aquellos tiempos, habían aceptado el nombre de paterines, que se había dado a sus partidarios más celosos.7 Pero Inocencio III, cuyo genio abarcó y gobernó el universo, era tan incapaz de contemporizar como de compasión. Al mismo tiempo que destruyó el equilibrio político de Italia y Alemania; que amenazó con derrocar a los reyes de España, Francia e Inglaterra; que adoptó el tono de un amo con los reyes de Bohemia, Hungría, Bulgaria, Noruega y Armenia; En una palabra, que dirigió o reprimió a su antojo a los cruzados, quienes se dedicaban a derrocar el imperio griego y a establecer el de los latinos en Constantinopla.
Inocencio III, como si no tuviera otra ocupación, vigiló, atacó y castigó todas las opiniones diferentes a las de la Iglesia romana, toda independencia mental, todo ejercicio de la facultad de pensar en los asuntos religiosos.
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