EOCHAID THE HEREMHON;
OR,
THE ROMANCE OF THE LIA PHAIL.
By the Late
Por el difunto
ALFRED MORRIS.
Edited and Compiled by
REV. DENIS HANAN, D.D.
LONDON :
1900
220-223
CAPÍTULO XV
. PROPUESTA PARA UNA ALIANZA.
Mira, eres hermosa, amada mía; mira, eres hermosa; tienes ojos de paloma en tus mechones; tu cabello es como un rebaño de cabras, que surge del monte de Galaad. Tus dientes son como un rebaño de ovejas recién trasquiladas, que suben del lavadero. Tus labios son como un hilo de grana, y tu habla es hermosa. Cantar de los Cantares iv. i, 2, 3 A principios de mayo del mismo año, 579 a. C., Eochaid había estado pasando algunas horas en compañía de la princesa Tamar. Cada día, el atractivo de su mente y su persona ejercía una atracción creciente sobre el rey soltero de Irlanda.
Cada día le apremiaba más la necesidad abstracta, por motivos políticos, de tomar una consorte y engendrar un heredero al trono, cuya permanencia no se hacía menos precaria entre sus contemporáneos semisalvajes y ambiciosos por la incertidumbre inherente a una población bárbara, a una dinastía incapaz, aún, de mostrar un sucesor visible a la corona.
La tentación de los reyes menores de las provincias irlandesas de extender sus manos a una diadema que no contaba con el apoyo del pueblo, ni con un heredero vivo, era necesariamente mayor que si los súbditos del rey reinante, predispuestos a favor del principio hereditario, pero indiferentes a quién pudiera sentarse en el trono en un momento dado, pudieran ver y sentir la evidencia visible y tangible de la estabilidad dinástica que implica la existencia de un príncipe heredero.
Los consejeros de mayor confianza del rey le habían insistido últimamente con frecuencia en la necesidad política de un matrimonio temprano, lo cual no dejó de afectar la mente de su majestad. Ese día de primavera, en su entrevista con la princesa de Judá, la conversación había vuelto al tema del trono de las princesas orientales y a su conexión casi mágica con los destinos del frío. Desde el principio, Eochaid, con la inclinación natural a la superstición que impregnaba a toda la raza humana en aquellas épocas tempranas, incluso más de lo que ahora se cree, había concebido un fuerte deseo de apoderarse de ese milagroso trono y, así, establecer a sus descendientes en un trono indestructible para siempre. Su conversación en esa ocasión, sumada a toda la información que había podido reunir sobre el tema, había estimulado enormemente su profundo interés por esta antiquísima reliquia. Y, mientras recorría su aposento aquella tarde, mientras se debatía consigo mismo sobre la cuestión del matrimonio, comprendió con claridad que solo uniendo su fortuna a la de estas princesas, quienes poseían los derechos hereditarios necesarios para las bendiciones inherentes al maravilloso trono, bendiciones que tan ardientemente deseaba asegurar para sus descendientes no nacidos, a quienes de esta manera deseaba fijar inmutablemente en un trono perpetuo, podrían hacerse realidad sus expectativas.
Sus inclinaciones naturales como hombre y sus intereses como rey lo impulsaban en la misma dirección, por lo que no es de extrañar que la idea de una alianza con Tamar, hija de Sedequías, comenzara a ejercer una poderosa influencia en su imaginación.
Es cierto que, mientras reflexionaba sobre este tema, su mente volvió a las propuestas que Tuathal, rey de Connaught, le había presentado con gran ceremonia oficial en beneficio de su hija Lorra hacía unos meses; Aunque no ignoraba las ventajas políticas, si las hubiera, de la confianza que Tuathal proponía entonces, la propia dama, a pesar de sus encantos algo floridos, le resultaba personalmente repulsiva, y apenas podía recordar mentalmente el incidente en cuestión sin sonreír.
En su estado de ánimo actual, le parecía que una alianza con la hija de Sedequías, poseedora del trono milagroso y heredera de las bendiciones prometidas al linaje de David, de cuyas bendiciones ese trono era un signo visible y externo, podría resultar políticamente, al menos, tan ventajosa como la alianza con la hija del rey reinante de Connaught, y la persona de la dama, en este último caso, era tan atractiva y fascinante como repugnante y antipática la de Lorra. El resultado de sus reflexiones, por lo tanto, fue la determinación de convocar a su consejo al día siguiente y exponerles sus intenciones matrimoniales, nominalmente con la intención de escuchar sus consejos en un asunto tan trascendental, aunque, sin duda, en realidad con la intención tácita y casi inconsciente de salirse con la suya. Esa misma tarde, sin percatarse de lo que pudiera estar pasando por la mente del rey, Tamar se encontraba más preocupada que de costumbre por la extraña, y para ella inexplicable, conducta de su hermana Sara.
Tras la partida de Eochaid de su audiencia, Tamar buscó a su hermana menor, quien, siguiendo su costumbre en tales ocasiones, se retiró a su aposento privado inmediatamente después de la llegada del rey. La encontró bañada en lágrimas, sin que pudiera ni quisiera alegar motivo alguno, e inclinada a resentirse, casi con fiereza, por los tiernos y bienintencionados esfuerzos de su hermana por calmarla.
Era difícil no darse cuenta de que una pasión inusualmente fuerte agitaba lo más profundo del alma de Sara; que esa pasión parecía coincidir siempre con las visitas del rey de Irlanda la había asombrado más de una vez, pero siempre había atribuido estos ataques a una inexplicable repugnancia de su hermana hacia la persona y la conversación del rey. Pues era ajeno a su temperamento tranquilo y plácido suponer ni por un instante que una jovencita pudiera permitir que sus afectos se vieran absorbidos por un hombre que nunca le había hecho insinuaciones. Que Eochaid ciertamente nunca le había hecho tales insinuaciones a su hermana Sara, Tamar no podía dudarlo ni por un instante, por lo que nunca se le ocurrió sospechar los verdaderos hechos del caso. A menudo se había esforzado por imaginar la causa de una línea de conducta en su hermana que a la vez la afligía y la escandalizaba, y estaba amargamente decepcionada por su total incapacidad para atraer y fidelizar la confianza que, como hermana mayor, sentía que le correspondía, y que, sin ser consciente de haber hecho nada para perderla.
"Me duele profundamente, querida hermana", dijo, "que no me cuentes la pena que te consume, pues me consta que tienes una pena, y una pena muy amarga; y sabes, querida Sara, que las penas compartidas se arreglan a medias, y con gusto te ayudaría si me lo permitieras, pero la verdad es que ni siquiera puedo adivinar la causa de tu pasión y tus lágrimas".
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