. -Avisemos a la casa.
-Sí, sí. ¿No hay un médico aquí?
-Sí señor; le llamaremos... Corre, corre tú...
-Gloria, Gloria -dijo el hebreo llamando
a su amiga-. ¿No me oyes?
—366→
-Sí -contestó con
entera voz-. Esposo, esposo mío, soy feliz, porque
estaré unida a ti en la vida sin fin. ¿Dónde estás?
-Aquí... contigo... ¿no me ves?
-¿Y
mi hijo?
-Aquí
también.
-Ya te veo, ya le veo -exclamó demostrando en su mirar
y en el tono de su voz que se hallaba de nuevo en estado de lucidez.
Su espíritu aleteaba entre el cielo y la tierra.
Daniel la besó ardientemente, intentando reanimar, con
el calor de su boca, aquel hermoso cuerpo, que iba cayendo en el frío abismo de
la muerte. Gloria abrió los ojos, y su mirada parecía una resurrección, porque
puso en ella toda la expresión, toda la vida, todo el sentimiento y la gracia
de sus más felices días. Al mismo tiempo sonreía. La que había sido gala de la tierra y
regocijo de la Humanidad, se detenía aún en la puerta del cielo, y
vuelta hacia el valle de lágrimas, le consagraba su última mirada y su última
sonrisa, como
el desterrado que ha tomado cariño al país de su destierro y desde la frontera
de su patria lo contempla.
Elevando entonces los ojos al cielo, y enlazando sus
manos con las del autor de su desgracia, exclamó:
—367→
-Creo en
Dios, en mi alma inmortal, inmerecedora del bien si Jesucristo no la hubiera
redimido del pecado original, creo en Jesucristo, que murió por salvarnos, en
el juicio final, en la remisión de los pecados...
Con los labios, con el corazón que se le partía de dolor, y
expulsando el juicio de sí en aquel instante supremo, Daniel dijo:
-También yo creeré todo lo que tú crees.
La moribunda hizo un esfuerzo por incorporarse.
murmurando:
-En Jesucristo -murmuró.
-También -dijo Morton, creyéndose el más cruel de los
hombres si no lo decía.
-En el único Dios -añadió ella.
-¡Esa, esa... esa es la mejor religión!... -exclamó el
israelita estrechándola en sus brazos con delicadeza-. Creo en ti, en la fuerza
inmensa de tu espíritu divino, al cual espero estar unido por toda la vida,
allá donde no hay más que una religión.
-¡La mía! -balbució la moribunda con sonrisa inefable.
-¡La nuestra! -dijo Morton traspasado de
angustia.
Hubo un instante de silencio. El hombre contempló en
las pupilas de su amada el tenebroso hundimiento de la vida en los abismos
—368→ ocultos, cuya luz no vemos
los de acá. Sintiose fuertemente asido, como presa que va a ser arrastrada, y con los últimos alientos de la joven oyó estas
palabras.
-Mañana... mañana serás conmigo en el
Paraíso.
Todo el movimiento y la fuerza nerviosa que estrechaban el cuello del hebreo cesaron. Separose
la persona de Gloria de la armonía de lo viviente y su bella faz se fue
apagando como ascua, quedando en perfecta calma aquella ceniza hermosa y tibia, a cada instante más fría, más blanca y más
inmóvil. Creeríase que aún susurraba la vida en sus labios; mas era ilusión.
Era que persistía la expresión sublime de sus sentimientos, y aquella ceniza
sin lumbre amaba al parecer todavía. Los ángeles, acercándose suavemente, la
tocaron con sus blandas manos, la examinaron, la suspendieron, y el fatigado
espíritu suspiró al tener conciencia de su nueva vida. A punto que el alma
libre tendía su primera mirada por lo infinito, Daniel Morton oyó las campanas
que dentro y fuera de la iglesia sonaban con estrépito. Era el momento en que
el cura cantaba con su vieja vocecilla Gloria in excelsis Deo. Todo era alegría en memoria de la resurrección del
Señor.
—369→
XXXIII -
Todo acabó
Poco después entró a iluminar el fúnebre cuadro un
rayo de sol, única antorcha digna de aquel cadáver. Con el día llegaron
anhelantes y llenos de congoja D. Buenaventura, Serafinita y varios criados de
la casa. Puede comprenderse su consternación al ver lo que encerraba la triste
alcoba, donde
los gemidos de un hombre y el llanto de un niño que se comía
los puños hacían más tétrico el silencio inalterable de aquellos labios cuyas
palabras habían dado alegría al mundo.
D.ª Serafina cayó de rodillas invocando al Señor, y su
hermano, después de los primeros momentos de sorpresa y dolor, pidió
explicaciones que no le fueron dadas. Más tarde, y cuando lo que restaba de la
señorita fue trasladado a Ficóbriga, D. Buenaventura, a quien acompañó por el
camino el hebreo, parecía no tener dudas acerca de la inocencia de este en tan
desastroso fin.
D. Ángel, medio muerto de pena, no quiso —370→ salir de su habitación. Madama Esther,
encerrada también en la suya, tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Fue un
día de general lástima y pena en la villa marítima, y el tiempo
apacible desapareció, poniéndose oscuro, ceñudo y llorón el cielo. Corrían los
vientos, y quejándose alborotada la mar, dejaba oír en toda la costa sus
mugidores ayes.
A la mañana siguiente hubo entierro, al que asistió
gran gentío, la mayor parte de él por verla; que ninguna curiosidad es
tan viva como la que inspiran los muertos que en vida han sido objeto de la
atención pública. Muchos lloraban durante la triste ceremonia; Caifás parecía
un muerto que salía del hoyo para enterrar a un vivo; el cura, dragón
formidable de los mares y de los montes, sollozaba como un niño; D. Juan
Amarillo simbolizaba correctamente la tristeza oficial; muchos asistentes
decían con más asombro que compasión:
-Todavía está guapa.
A las diez de la mañana la tierra había ya pasado su
nivel sobre el cuerpo, y el mundo seguía su marcha. Ideas y acontecimientos,
todo marchaba en la rueda fatal, dejando atrás aquella idea y aquel suceso
caídos ya y segregados del movimiento humano. En tal movimiento debemos
comprender la dispersión de —371→
los personajes principales de esta historia, dispersión lúgubre y oscura, como
la retirada de los ejércitos que han dado encarnizadas batallas sin victoria.
También aquellos
nobles corazones habían venido de lejanas y contrapuestas tierras para pelear; habían
peleado y se retiraban después chorreando sangre preciosa. ¿Quién
los lanzó al bárbaro combate? ¿Volverían a empeñarlo? La querella subsistía,
subsiste y subsistirá pavorosa, y antes de que se acabe, muchas Glorias sucumbirán, ofreciéndose
como víctimas para aplicar al formidable monstruo que toca con
la mitad de sus horribles patas a la historia y con la otra mitad a la
filosofía, monstruo que no tiene nombre, y que si lo tuviera lo tomaría
juntando lo más bello, que es la religión, con lo más vil, que es la discordia;
muchas Glorias
sucumbirán, sí, arrebatándose del mundo que encuentran despreciable
a causa de las disputas, y corriendo a presentar su querella ante el Juez
absoluto.
En el mismo día partieron D. Ángel y su hermana, el
uno para su diócesis, la otra para su convento o antesala de la bienaventuranza
eterna. Partieron
también los hebreos, como desterrados. D. Buenaventura se quedó dos
días más para arreglar ciertas cosas; pero al fin marchó también. Rechinaron
las llaves de la casa, —372→ se
cerró todo; no quedó allí más que el viento, que jugaba con las persianas rotas
y daba vueltas por las cuatro fachadas. De la que regocijaba el universo con su presencia no
quedaba nada visible, y donde ella había vivido no había más que soledad,
silencio, olvido.
El año pasado, o si se quiere, cuatro años después de los sucesos referidos,
vimos restaurada la casa de Lantigua. D. Juan Amarillo no había podido atrapar
tan hermosa finca y estaba lívido de desesperación, tristeza y codicia, por lo
cual burlonamente le llamaban los de Ficóbriga D. Juan Verde. Su esposa,
atacada de una ictericia crónica, se consumía tristemente roída por un diente
de cobre que le destrozaba las entrañas.
Habiendo conservado la casa para sí D. Buenaventura,
pasaba en ella los veranos con su simpática familia. De la señorita Gloria nadie o casi nadie se
acordaba ya. La aureola de memorias humanas se había marchitado
en su frente; pero, ¿qué le importaba si tenía otra de luz inextinguible, cuyo
resplandor, no por sernos oculto es menos vivo?
Sobre su
tumba habían grabado catorce apellidos. D. Silvestre —373→
quiso que se pusiera también un verso, un elogio, cualquier cosita
aconsonantada de esas que constituyen la fúnebre gacetilla de los cementerios; pero D.
Buenaventura no lo consintió. El olvido en que poco a poco ha ido quedando su
preciosa memoria debe ser para ella muy placentero, si desde la
celestial inmortalidad donde reside puede dirigir una mirada de lástima a
Ficóbriga.
De Serafinita se tenían noticias edificantes. Su
santidad crecía sin que disminuyera su bondad, lo que era garantía de la
salvación de alma tan notable. D. Ángel no volvió más a Ficóbriga, y seguía
gobernando su diócesis como él sabía hacerlo. Ahora se dice que le van a
trasladar a otro arzobispado de más importancia, y en verdad lo merece.
Recordaba siempre con amargo disgusto los sucesos del Sábado Santo de aquel año
y la problemática conversión... ¿pero qué podía él hacer, santo varón en medio
de la terrible batalla de las conciencias? Si en aquel día no entró alma nueva
en el reino de Dios, no fue por culpa del digno y solícito pastor.
En el mismo año a que me refiero, es decir, cuatro
después de aquella Semana Santa célebre en Ficóbriga por sus espléndidas
procesiones (y no hubo más, porque D. Buenaventura dedicó —374→ su dinero a empedrar la villa), cuatro años más
tarde, repito, un precioso niño jugaba en
el jardín de Lantigua. Era y es la imagen viva de aquel
chiquillo divino, cuyos ojos tan lindos como inteligentes miraron con amor al
mundo antes de reformarlo. Diríase de él que no nació de madre, sino por
milagro del arte y de la fe; que le dio cuerpo y vida la ardiente inspiración
de Murillo.
En Ficóbriga
le llamaban y le llaman el Nazarenito. Tiene los ojos de su madre y el perfil
de su padre, gracia, armonía, cierta severidad, lumbre extraordinaria
en la fisonomía, el cabello castaño y rizado. Todos le adoran; le
crían hasta con mimo, porque D. Buenaventura no sabe negarle nada, y es de oír
el horrible estrépito que hacen en la casa sus caballos de palo, sus aros con
timbre, sus carretones, sus trompetas, sus velocípedos, sus fusiles, sus
tambores y demás instrumentos de juego con que le obsequian un día y otro sus primitas,
su mamá Antonia y su tío Ventura.
Entonces, es decir, el año pasado, estaba vestido de luto. Él no
sabía por qué; pero había una razón y era que su padre había muerto en Londres.
¿De qué clase de muerte? mejor dicho, ¿de qué enfermedad? De una que no tiene
nombre. Había
muerto después de dos años de locura, motivada por la extraña y sin
igual —375→ manía de buscar una
religión nueva, la religión única, la religión del porvenir. Él decía que la
había encontrado. ¡Pobre hombre!... Meditando se consumió, perdió la razón, y al fin se apagó
como una lámpara a la cual dan un soplo.
¿Encontraría su idea allá donde alguien le esperaba impaciente
y quizás con hastío del Paraíso mientras
él no fue?... Es preciso contestar categóricamente que sí o dar por no
escrito el presente libro.
Y
en tanto aquí, ¿no debemos aspirar a que sea verdad en lo posible lo que soñaron la
enamorada de Ficóbriga y el loco de
Londres? Tú, precioso y activo niño
Jesús, estás llamado sin duda a intentarlo; tú, que naciste del conflicto
y eres la personificación más hermosa de la humanidad emancipada de los
antagonismos religiosos por virtud del amor; tú, que en una sola persona llevas sangre de enemigas razas, y eres el símbolo en que se
han fundido dos conciencias, harás sin duda algo grande.
Hoy juegas y ríes e ignoras; pero tú tendrás treinta y tres años,
y entonces quizás tu historia sea digna de ser contada, como
lo fue la de tus padres.
FIN DE LA NOVELA