martes, 22 de noviembre de 2022

EL BUEN PASTOR - POR PIERRE VAN PAASSEN- 1941

EL BUEN PASTOR

POR PIERRE VAN PAASSEN

Notable periodista, autor del éxito de librería «Days of Our Years»

1941

ENDEREZABA yo mis pasos cierta tarde gris de otoño, en medio de la ventisca, hacia Bourg-en-Foret. Al levantar los ojos, vi en la cumbre de la última colina que me separaba del villorrio, destacándose sobre el fondo oscuro del cielo, la silueta de un viejo alto y ergido, en torno del cual movianse los flotantes paños de una sotana y ondeaba una negra faja. Sujetábase con una mano el sombrero de teja; agarraba firmemente con la otra un descomunal y vetusto paraguas verde. Los rayos de sol poniente arrancaban vívidos reflejos a las hebillas de sus zapatos.
Cuando, por fin,  estuve frente a él, pude admirar su magnífica testa gala, sus ojos negros y profundos, su nariz aquilina de enérgica traza, su mentón ligeramente pronunciado. La mirada de aquellos ojos hacía olvidar la raída sotana ¡tal era de dominadora y majestuosa, aunque un toque de tristeza velase su brillo!
Delgadas hebras de plata revolotearon en torno de su frente, cuando se quitó el sombrero para saludarme. Hablóme del fuerte viento. «Al principio, tuve que esforzarme por marchar contra él», me dijo con su voz de grave timbre. «Ahora casi me lleva en volandas». Y añadió, como un eco de sus pensamientos: «Tal vez el viento sepa por qué lo hace. Acaso hay alguien en la casa rectoral que me necesita. Debo darme prisa».
Así ocurrió mi primer encuentro con Arsenio de la Roudáire, párroco de la aldea francesa en que acababa yo de avecindarme.
Claro está que ya había yo oído hablar de él. El oficioso y locuaz boticario solía regalarme en su tienda con historietas de los notables de la localidad. La mayor parte de las anécdotas carecían de interés; no así la que me contó del cura, la cual embargó mi atención por entero.
En septiembre de 1914, cuando el Ejército alemán avanzó casi hasta las puertas de París, quedó la aldea por algún tiempo en la Tierra de Nadie. La mitad de los habitantes había huido; la otra mitad se había ocultado en los sótanos. El señor cura prosiguió, sin embargo, sus visitas de pastor de almas, como si nada hubiese ocurrido. Un día, caminando por un atajo del bosque, dió de manos a boca con un ulano de Von Kluck que yacía herido en ambos pulmones. Volvió el cura al pueblo por una carretilla y en ella condujo al tudesco a su propia casa, donde le prodigó los más solícitos cuidados hasta verlo sano y salvo.
Duró la cura varios meses y el párroco no dió cuenta a las autoridades de la presencia del ulano en su casa. Empezaron a rezongar los aldeanos, y el cura protestó con vehemente caridad: «Está muy débil. Si lo mandan a un campamento de concentración, tendrá una recaída. No quiero echarme su muerte sobre la conciencia ».
El alemán permaneció en la casa rectoral durante casi dos años. Al cabo de ellos, y cuando la policía se preparaba a echarle el guante, desapareció. Sólo mucho después supieron los aldeanos que el soldado había estado oculto durante el resto de la  guerra en una finca que el sacerdote había heredado de sus padres y dedicado, antes du la guerra, a colonia de vacaciones para niños.
«Usted puede convencerse de todo ello con sus propios ojos», concluyó el parlanchín del pildorista. «Todos los años viene el alemán a pasar una temporada aquí con su familia... ¡Excelentes personas, a fe mía!... Nos han ayudado no poco a reparar nuestra antigua y hermosa iglesia ».
Con el andar de los días, nos hicimos íntimos amigos el cura y yo, a pesar de ciertas discrepancias de doctrina, en las que nos mantuvimos irreductibles. Cuando, después de largas ausencias en excursiones periodísticas que me llevaban a los ensangrentados riscos del indómito Rif o al teatro de inhumanas atrocidades que era la guerra de Etiopía, volvía yo a mi refugio aldeano con el alma abatida y sin una sola ilusión en el pecho, era el cura quien me devolvía la fe en la humanidad. Nada lograba quebrantar su ardiente esperanza en una grande y amorosa patria universal que habría de levantarse, radiante y acogedora, de entre las lágrimas y la sangre de los siglos...
«Tardará aún», solía decir, «pero el día de la paz y la justicia llegará. No se deje usted inocular el veneno del odio. Todas las razas y naciones pertenecen a una sola, inmensa familia. No lo olvide nunca, hijo mío».
No había nada de revelador ni apocalíptico en sus palabras. Era el modo de decirlas lo que me conmovía profundamente: aquella su infinita bondad, aquella sinceridad de su amor entrañable por la humanidad.
La  vida del cura de la Roudaire era un esfuerzo incesante y abnegado por adlantar el advenimiento de esos días inefbles
preparando para ellos los corazones humanos. Para él, el cristianismo era un sueño que había que convertir en realidad aquí abajo, en los días de ahora, en el seno de los humildes de la tierra. De día y de noche, aquel hombre, que había cumplido ya los setenta años, estaba dispuesto a acudir en auxilio de todo el que lo necesitase. Llamábanlo sus feligreses «Nuestro Buen Pastor ». Cierta noche se declaró un incendio en una granja, y cuando los que formábamos el cuerpo voluntario de bomberos llegamos allí, encontramos al cura que, con toda calma y sin aspavientos, sacaba a las aterrorizadas vacas del establo envuelto en llamas, mientras el labrador y su mujer se retorcían las manos. «únicamente la voz del señor cura puede tranquilizar a los animales», nos dijeron al oído. 

¡Y CUÁN  CUÁN BIEN conocía el cura a su grey! Cuando se paseaba al atardecer por las calles, no necesitaba preguntar nada. Los ojos hinchados y enrojecidos de la señora de Lagrin le revelaban que el incorregible de su consorte había dejado una vez más el jornal en el mostrador de la taberna. La cara tristona de Rosalía 1c probaba de modo asaz elocuente que el escurridizo Mario no había cumplido todavía su promesa de hablar con el papa de la muchacha. Las manos temblorosas del tío Rognon pregonaban bien a las claras que el perillán de su vástago tenía de  nuevo alguna deuda pendiente con la justicia.
Para cada cual tenía el cura una palabra oportuna y consoladora; todos los rostros se iluminaban a su paso. No debían de ser, después de todo, tan graves aquellos cuidados, cuando de la persona del señor cura emanaba aquella dulce serenidad... La fortaleza del anciano era comunicativa; lo hacía sentir a uno vergüenza de su propia debilidad.

También yo impetré una vez el auxilio del cura.
Dirk van Duynen, gallardo mozo y primo mío, hijo de acaudalada familia de Amsterdam, había ido a París a estudiar el violoncelo. Cayó repentinamente enfermo. Y lo que es peor aún: cierto destemplado especialista le soltó brutalmente, a boca de jarro, la noticia de que viviría, a lo sumo, un año más. Dirk, desolado, vino a verme a Bourg. ¿Qué haría? ¿Retornaría a Amsterdam, comunicaría la fatal nueva a sus padres y se sentaría a esperar el inevitable desenlace? Se esforzaba en hablar con valerosa entereza... pero sus ojos delataban miedo y angustia.
«Yo le hablaré», me dijo el cura. Hízose Dirk compañero asiduo del párroco en aquellos paseos a la suave hora crepuscular. Cuando volvían a casa, Dirk subía a su cuarto y se ponía a tocar el violoncelo. De sus ojos había huido la llamita lívida del miedo; de sus labios había desaparecido el rictus sardónico. Al poco tiempo se fué a casa de sus padres.

Eso currió hace unosmeses. La últinia vez que vi al cura le pregunté de qué mágicos medios se había valido.
«Nada de magia», contestóme sonriendo. «No hicimos sino discurrir por las calles desiertas de hombres, calles de amargura, en que madres y novias cumplen sus deberes cotidianos mientras sus hijos y prometidos se encaran con la muerte en las trincheras. Tal vez se dió cuenta .Dirk de que hay almas más atormentadas que la suya...»
Los niños eran el principal objeto de la preocupación del cura. Rara vez se le veía pasear sin uno o dos de ellos asidos de su mano. Figúrome que  había en Bourg docenas de chiquillos vestidos con la ropa que el cura había mendigado para  ellos. A la vista saltaba que más de una de las chaquetillas que lucían los pequeñuelos de la aldea estaban hechas con sotanas viejas.
«Son la esperanza de Europa», acostumbraba decir de aquellos Míseros. «Si no conseguimos infundir sentimientos de generosidad y de amor en estos pequeñuelos, Europa fenecerá en una orgía de sangre».
« ¡Ah! Si amáranis menos a la humanidad y más a los hombres... », proseguía tristemente. «Es tan fácil alardear de amor a la humanidad, pero ¡cuán difícil es para casi todos nosotros amar a los desharrapados, y mal olientes individuos que constituyen esa humanidad!».
Trabajaba con todas las energías de su grande espíritu por crear aquella Europa de sus sueños. Se enorgullecía de haber compuesto para la escuela parroquial un manualito de historia del que había suprimido cuidadosamente toda alusión al odio entre los pueblos.
«Enseñarles a estos niños que los alemanes son los enemigos jurados de los franceses, valdría tanto como derramar hirviente veneno en sus almitas puras», argüía a sus críticos. «Todos queremos la paz, ¿no es cierto? Pues bien, no puede haber paz donde se predica el odio».
Entre los niños a quienes el cura consagraba los desvelos de su tierno corazón figuraban los huérfanos de un hospicio que había en los alrededores de Bourg. Albergábanse aquellos desventurados expósitos en unos barracones revestidos de imponentes rejas. «Es un ludibrio, un estercolero desde el doble punto de vista higiénica y moral», tronaban los periódicos escandalizados; «los niños viven allí hacinados... Aquello está igual que en los días bárbaros de la Edad Media ».

El anciano sacerdote iba a aquella infecta pocilga a decir mentiras...
«Sí, les digo mentiras» me contaba alzando los hombros. «Les digo a los niños que viven en aquel horrendo lugar, que la vida es hermosa, que llegarán a ser dignos y respetados ciudadanos. A algunos hasta les afirmo que he conocido a sus padres y les aseguro que eran  hombres, intachables y estimados, vigorosos y arrogantes. Sé demasiado bien que lo contrario es, probablemente, la verdad: que fueron unos borrachos despreciables y unos guiñapos humanos».
PERO la cólera del cura podía elevarse a terribles alturas, como lo pudieron apreciar en Bourg-en-Foret cierto día tristemente memorable.
Era Ugolino, el jorobado de la Rue du Vieil-Abreuvoir, un ser de tan repulsiva estampa que volvía uno instintivamente la cabeza cuando lo divisaba. Los aldeanos daban largos rodeos para evitar el encontrarse con él, frente a frente.
Si se embarcaba uno para París en el primer tren, se topaba con Ugolino en la estación. Si volvía uno a altas horas de la noche, no le costaba trabajo distinguir la contrahecha figura del jiboso al pie de algún mechero de gas. Pagaba unos cuantos centavos a la semana por dormir en un desván. Má s se le obligaba levantarse y marcharse antes de rayar el día, y se le prohibía regresar a su empolvado escondrijo antes de media noche para que su vista no sobresaltase a los vecinos.
Como Ugolino se aventurase a pasar por los aledaños de la Plaza de Thiers, donde solían reunirse los jovenzuelos del pueblo a piropear a las muchachas, era de rigor que algún chistoso corriese en pos de él y le diese un papirotazo en la corcova.
«¡Fuera, hijo del chápiro!» gritábanle los desalmados, y el pobre Ugolino se escapaba al trote de sus canijas piernas.
Una noche me ayudó a traer el equipaje de la estación. Díle de comer y hablé con él. Poco a poco, con premiosa lentitud, fué haciéndome la historia de su vida. Su madre había muerto de alcoholismo; a su padre no lo había conocido. Su hermana, a los trece años, entró a servir en una granja. En venganza por haberse negado a sus pretensiones indecorosas, acusóla de hurto el amo, y la metieron en la cárcel. Abandonado, sin nadie que lo cuidara, coutrajo Ugolino un agudo raquitismo y una dolencia espinal que degeneró en su deformidad. Cuando la hermana salió del encierro, fuéle imposible encontrar trabajo, a causa de sus antecedentes cancelarios, por lo que, desesperada, viendo la horrible necesidad del pequeño, se acogió, como único puerto de salvación, a una de las casas infamadas de la Rue Danes Desde aquel día no faltó lo necesario para el puchero.
Ugolino venía con frecuencia a mi casa. Encargábale pequeños trabajos en mi jardín. Descaecía, sin embargo, a ojos vistas. Una noche, como se quejara de gran cansancio, le rogué que se quedase.
«Non, merci, Monsieur», me dijo el desgraciado. «Es usted muy bondadoso, pero yo tengo mi casa. También tengo mi dignidad... no crea usted».
No volví a verlo vivo. Al salir a la calle rayó en medio de un grupo que vociferaba en divertida parranda. Parece ser que aquellos hombres estaban borrachos: es la unica explicación que cabe al horrible suceso.
Alguien le echó a Ugolino una zancadilla que dió, con él en  tierra. Los alegres compadres formaron un corro y empezaron a bailar y gesticular descompasadamente alrededor del caído que, a gatas, intentaba levantarse. Le pisaban los dedos y le propinaban un puntapié cada vez que lo veían a punto de enderezar el desmedrado cuerpecillo. Por último, uno lo puso en pie, pero se tambaleaba de manera tan extraña que los del  corro creyeron que estaba también borracho. Para que no se viniera al suelo, lo ataron aun poste del alumbrado. Y tornaron a brincar y danzar en torno de Ugolino, canturreando: «¡Los novios de mi hermana pagan a franco por cabeza!» Le arrancaron la ropa hasta dejarlo enteramente desnudo.
Fué el cura quien lo soltó al fin—me contaba uno de los testigos presenciales—. Cortó las ligaduras y se lo llevó a cuestas.
¿A cuestas... el señor cura... un hombre que frisa en los ochenta?
— Sí, señor; Ugolino había perdido el conocimiento. El cura lo llevó a su propia casa. Esta mañanía, mientras decía su misa, Ugolino se levantó, se encaminó al río y se arrojó al  agua. Acaban de encontrar su cadáver.
¡Pero eso es horrible...    exclamé yo.
— Realmente horrible. Pero ahí no acaba la tragedia. La hermana de Ugolino se dió un tiro esta mañana. El juez está ahora instruyendo el sumario. ¡Oh, qué incorregibles bárbaros somos! Todos somos culpables. No se trata de averiguar dónde estaban y qué hacían los gendarmes anoche, mientras aquellos salvajes escarnecían al pobre Ugolino. Todos somos colectivamente culpables, y, colectivamente, debiera castigársenos.

Fuí aquella tarde a ver al cura. Halléle pálido y entristecido.
— He venido a traer unas monedas — dIJe —. Le debo a Ugolino la soldada de la semana.
— La aplicaremos a decir una misa por su alma —contestó el cura.
— ¿Recibirán ambos sepultura en sagrado?
- - Sí, señor: esas pobres criaturas no son suicidas. Los ha asesinado la sociedad, una sociedad sin entrañas.
Nunca he visto una muchedumbre tal en la iglesia como la que allí se reunió el día de las exequias. La mitad de las tiendas del pueblo habían cerrado. Junto a la balaustrada del altar estaban los dos  sarcófagos, rodeados por candelabros de plata. Un rico paño funeral los cubría, uniéndolos. El órgano plañía el Miserere.
Después de la absolución, el cura subió al púlpito. Guardó silencio un momento y paseó lentamente la mirada de derecha a izquierda del sobrecogido concurso como si se propusiera reconocer a cada uno  de los presentes. Entonces dijo:
«¡Cristianos!» , y la palabra restalló  en el aire como un latigazo. Y otra vez: «¡Cristianos!... Cuando el Señor de la vida y la muerte me pregunte el Día del Juicio Final: Pastor de la Roudaire, ¿dónde están tus ovejas?, no despegaré mis labios. Y cuando el Señor vuelva a preguntar una segunda vez: Pastor de la Roudaire, ¿dónde están tus ovejas?... no le contestaré estaré tampoco. Mas cuando el Señor me pregunte por tercera vez: Pastor... de... la... Rotidaire... ¿dónde... están... tud... ovejas?, yo inclinaré la cabeza avergonzado y contestaré: ¡No eran ovejas, Señor... Eran una manada de lobos!» .
 POCO ANTES de  salir de Francia el otoño pasado, fuí a despedirme del cura. Habíase impuesto el deber de acompañar a la estación a los campesinos que iban al frente. Caminaba confundido entre las mujeres y los niños tratando de hacer la partida lo menos triste posible. No sonreía, sin embargo, como antaño, ni hablaba con la fluencia,y la confianza de otros días. Dábame la impresión de un hombre fatigado y desengañado.
Púseme al paso con él cierta vez que volvíamos de una de esas jornadas a la estación. Noté que le costaba trabajo hablar.

– Nunca creí que hubiéramos de presenciar esto otra vez— me dijo—. No sé qué decirle a mi rebaño.
¡Pero si son cruzados de la Libertad, señor cura!—me aventuré a insinuar tras largo silencio.
— ¡Oh! — suspiró —. ¿Cruzados?—. Y la tristeza de su voz puso de relieve la vanidad  de mi observación. 
Al cabo de un minuto prosiguió:
—Adivino las preguntas que no se atreven a hacerme... « ¿Por qué tenemos que ir al frente? Y estos muchachos por cuya seguridad combatimos en la última guerra, ¿por qué tienen que ir?». ¿Qué puedo yo responderles? ¿Puedo decirles acaso que Dios se apiadará... se apiadará de las madres? ¿De todas ellas, lo mismo si sus hijos se llaman John, que Jacques, que  Fritz, que Ladislao? ¿Satisfará esa respuesta, también, a las madres que se formulan interiormente la misma pregunta cuando ven a sus hijos en marcha hacia el infierno de la trinchera, hacia la muerte, hacia los mares de sangre?
No olvidaré nunca al cura de Bourg-enForet. Y durante muchos años escucharé claro y desgarrador, el grito de agonía y tortura que le arrancaban las madres... todas las madres del mundo.

 

 

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