Viernes, 4 de diciembre de 2015
El salvaje caballo del Oeste, cazado
con aviones y conducido en rebaño al matadero, va desapareciendo de las mesetas
y praderas
Los últimos potros salvajes
de Norteamérica
Por Robert O'Brien
EN EL
AÑo de 1846, cierto joven oficial que cruzaba con su columna de soldados las
ardientes llanuras del sur de Tejas divisó algo extraordinario: un inmenso mar de caballos
salvajes. Más tarde escribía: «La manada se extendía hasta donde alcanzaba
la vista. No podría
calcularse el número de animales que la componían.»
Los
exploradores que vieron esas inmensas manadas de roanos y negros, alazanes,
rucios y castaños, overos, bayos y tordillos, nunca las olvidarán. «El pisoteo de sus cascos semejaba el retumbo
de las olas contra la costa escarpada,» decía uno de ellos.
Todavía
hoy, en las mesetas desiertas y en los cañones escondidos del Oeste de
Norteamérica, viven,
ariscos y salvajes, los rezagos de aquellas enormes manadas de mostrencos que con una tempestad de cascos hacían
estremecer las praderas; pero
pronto desaparecerán para siempre si continúan los rodeos mecanizados de los
últimos 10 años.
Los
españoles trajeron el caballo a la América en el siglo XVI; la raza fogosa del
caballo andaluz. A los
que se escapaban de la dehesa para volver al estado salvaje los llamaron mestencos o mostrencos; de la corrupción de
estas voces vino el nombre de mustangs
con que los bautizaron los colonizadores, norteamericanos. Por los años de 1800 probablemente había
cerca de dos millones de ellos que galopaban libres desde el Río Columbia
hasta la boca del Río Bravo.
Andaban
generalmente en pequeñas manadas, de cuatro a 60, compuestas de un semental
con su harén de yeguas y sus potros. A veces, la sensación del peligro, o quizá el mero gusto de galopar en compañia, juntaba
las manadas independientes en una sola e inmensa partida, tal como la que vio
aquel joven oficial.
Juraban los llaneros que el semental
mestenco era «el más terrible entre los peleadores de cuatro patas.» Cuando peleaban por sus yeguas, sus
relinchos semejaban agudos gritos de desafío. Se encabritaban y entraban al
combate sobre las patas traseras. Rompiendo
huesos con feroces manotones, rasgando la carne con sus dientes poderosos,
continuaba la lucha hasta que uno de los dos huía para salvar la vida o quedaba
muerto en el sitio bajo los cascos asesinos del adversario.
A
medida que los norteamericanos avanzaban en la conquista de su oeste,
cazadores y chalanes los cogían en trampa por millares, los domaban y los
vendían a los mineros para silla o carga, y a los colonos y agricultores del
Este para el tiro de sus arados y carretas. Algunos escapaban. Eran estos los más apetecidos por los
llaneros, aunque demasiado salvajes, demasiado veloces, demasiado impetuosos para
poderlos contener. Esos fueron los caballos de la leyenda.
En
los años del 70 andaba errante por las
inmensas llanuras del sur de Tejas un semental blanco como la leche y de ojos
negros y brillantes. Era tan arisco y esquivo que los llaneros lo llamaron el
«Fantasma de Llano Estacado.» Por fin, en marzo de 1882, dos cazadores de bisontes
localizaron al Fantasma y su yeguada en el abrevadero. Lo acosaron durante
cuatro días con caballos de remuda, haciendo un recorrido de cerca de 500
kilómetros. En la tarde del último día los cazadores lo persiguieron por el
filo de una colina baja que penetraba en una ciénaga muy extensa y profunda.
El
Fantasma llegó al final de la colina, que terminaba en un despeñadero, y, sin vacilar un instante, saltó a la ciénaga.
Cuando sus perseguidores frenaron las cabalgaduras en el borde escarpado,
viéronlo enterrado en el cieno hasta la paletilla, y hundiéndose cada vez más
con el forcejeo. Un momento después,
levantó la cabeza en lucha desesperada, dio un postrer resoplido de agonía y
se hundió definitivamente.
Hacia 1880, otro caballo, de color
azul-acerado, con la crin y la cola como la plata, y el ojo de pedernal, fue encorralado en un rodeo efectuado en
la región noroeste de la costa del Pacífico. Acometió
impetuoso contra cuatro vaqueros que intentaron enlazarlo, voló después sobre
la cerca del corral, hizo pedazos otros vallados y se escapó.
Tomó
el rumbo del este, hacia las desoladas tierras de Montana, galopando, al
parecer, siempre de noche. Los
vaqueros divisaban frecuentemente su silueta solitaria sobre la cima de algún
peñasco al salir la luna. La crin y la cola argentadas despedían una
fosforescencia espectral. Quedábase inmóvil largo rato, para desaparecer luego
entre la oscuridad de la noche. A la semana, otros vaqueros lo alcanzaban a ver sobre la planicie, a
cientos de kilómetros de distancia. Llamáronlo ellos también el Fantasma y
rondó por aquellos desiertos muchos años hasta que no se volvió a saber más de
él.
Estos
heroicos mustangs viven aún, inmortalizados en la mitología del Viejo Oeste. Cuando la tempestad se desata sobre las
mesetas, el sencillo vaquero que ha oído las consejas de los viejos imagina
escuchar el estridor de los cascos recorriendo al galope las soleadas praderas
del Paraíso de los Caballos.
Hacia
1920, sin embargo, con el cercado de las haciendas y la terminación del pasto
libre, se había acabado casi por completo el caballos salvaje en Tejas, Arizona y Nuevo Méjico. Luego, una
ley del gobierno federal autorizó a los rancheros para tomar en arriendo
grandes extensiones de tierras del dominio público para pasturaje, y los
ganaderos no querían compartir los pastos de sus dehesas con las yeguadas andariegas
e indómitas. Cada mustang, calculaban, se comía más de 10 kilos de yerba al
día, forraje suficiente para una vaca o cinco carneros. Por otra parte, los
caballos salvajes rompían cercas y espantaban el ganado de los abrevaderos.
Con
la ayuda de funcionarios del gobierno, los ganaderos organizaron extensos
rodeos. Se valieron de aviones, pilotados por arriesgados acróbatas del aire,
para hacer salir las manadas de caballos de sus escondrijos en los profundos
cañones o de las altas mesetas, lanzando sus aparatos en picado y
espantándolos. Después, valiéndose de señuelos, añagazas y un pelotón de
hombres a caballo, iban guiándolos hasta meterlos en corrales disimulados.
De
los animales así atrapados algunos tenían marcas y se devolvían a sus dueños.
A otros se les domaba para la silla. Los que los estancieros no podían domar
eran vendidos para jinetearlos en los espectáculos de «rodeo,» pero los más se embarcaban
en camiones como materia prima para los productores de alimento de gallinas y
las fábricas de conservas para perros y gatos.
Después
de la Segunda Guerra Mundial, la creciente demanda de alimentos para animales
domésticos creó un mercado enorme para la carne de caballo y se intensificaron
las recogidas. En los ocho años que siguieron a la guerra se capturaron cerca
de 100.000 mustangs, en Nevada
solamente. Un administrador de correos de aquel estado se incorporó a la cruzada
para salvar a los caballos salvajes después de haber presenciado cómo un
aviador, que había logrado desencuevar una manada de un desfiladero, los mataba a tiros desde el aire, por puro deporte,
cuando galopaban por el llano.
Había
otras costumbres bárbaras. Cuando los enlazaban los vaqueros, ataban pesadas
llantas de automóvil al extremo de una soga y dejaban que el bruto las
arrastrara en medio de carreras y saltos frenéticos, hasta quedar extenuado y
temblando de fatiga. Después los embarcaban en camiones ganaderos con rumbo a
los mataderos. En un rodeo que se hizo en Wyoming, un fotógrafo llamado Verne
Wood presenció la renovación de la antigua costumbre de los indios paiutes
para sujetar al animal con una nariguera:
«Enlazaban a los sementales y los vaqueros les
perforaban las ventanas de la nariz con sus navajas de bolsillo; introducían
por las perforaciones un alambre grueso y le daban vuelta apretando
fuertemente para que el caballo no pudiese respirar con facilidad, y de este modo
no tuviese alientos para huir.»
Aquel
espectáculo hizo que Wood emprendiera una campaña para obtener un lugar de
refugio en donde pudiera pastar libremente un rebaño de 400 a 500 mestencos
escogidos, protegidos por las leyes del estado de Wyoming.
Wood
y otros que comparten su opinión no creen que los caballos destruyan los
pastizales, como dicen los ganaderos. Por el contrario, aseguran que al
escarbar entre la nieve en busca de alimento los potros descubren forrajes de
invierno que salvan de la muerte por hambre al ganado. Mantienen abiertos los
bebederos en el verano, y en el invierno rompen el hielo que se forma en su
superficie. Su estiércol extiende la semilla del pasto y fertiliza las tierras.
Jamás tuvo el mestenco amigo tan franco e incansable como la
señora Velma Johnston, dueña de la hacienda Double Lazy Heart, de Wadsworth
(Nevada). Mujer pequeña, pero decidida y valiente,
ha emprendido reñida lucha en favor de los caballos salvajes del país; tan
reñida en realidad, que amigos y enemigos la
llaman «la mostrenca.»
«Nací
a caballo —dice ella con orgullo—. Amo a los caballos, mansos o salvajes. Algo
tenía que hacer por ellos, al ver la
iniquidad con que se los trata.»
Trabajando
en compañia de otros amigos de los caballos, contribuyó a la promulgación de
una ley que protegía a los mestencos prohibiendo el uso de aviones o vehículos
de motor en los rodeos o recogidas que se hicieran en el estado, salvo con
autorización oficial y para la conservación de los prados. Fue aquella una
victoria parcial.
La
señora Jolinston no está satisfecha con proteger a los caballos salvajes de
Nevada solamente; se empeña en que haya una protección nacional para el número
desafortunadamente pequeñísimo de los que han logrado sobrevivir a los bárbaros
rodeos mecanizados de los años pasados. El último informe oficial calcula que hay solamente 20.000 de estos caballos nómadas donde antes
pastaban millones. Dice Velma Johriston: «Estamos tratando de
impedir otra brutal campaña de exterminio en masa. Los animales que aún
quedan tienen que ser protegidos antes de que sea demasiado. tarde.»
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