Domingo, 7 de enero de 2018
MILAGRO EN LA PUERTA 67
En la atestada
sala de espera del aeropuerto informaron al soldado que se dirigía a su hogar
que no había sitio para él en aquel vuelo
DRAMA EN LA PUERTA 67
POR RAY JENKINS
LA AFLUENCIA de tráfico durante las vacaciones, incluso en la más favorable de
las circunstancias, hubiera agravado más la situación en el congestionado
aeropuerto de Atlanta (Georgia). Próxima la Navidad de hará unos 10 años, se
desató una tormenta de nieve que aisló a miles de viajeros. En las pistas, las
turbinas de los grandes reactores estaban en silencio. Con insistencia
deprimente, los altavoces proclamaban estridentes, con voces monótonas, que la
línea aérea lamentaba la nueva demora del vuelo 421. Las máquinas expendedoras de café se vaciaban como resultado de la
fuerte demanda.
Cuando sonaba la medianoche, algunos pasajeros cansados se apiñaban alrededor
de los mostradores de venta de pasajes y dialogaban ansiosamente con los
empleados, cuya jovialidad hacía tiempo se había evaporado;
estos también deseaban regresar a su casa. Otros acudían a los quioscos
para hojear en silencio libros y periódicos. Algunos conseguían dormitar,
contorsionados como trenzas humanas, en los incómodos asientos.
La penetrante, ineludible y sofocante soledad era el único lazo común entre
esta variada muchedumbre; sin embargo, el decoro
de los aeropuertos requiere que cada uno mantenga una barrera invisible que lo
separe de los otros. Mejor estar solo que
mezclarse; esto último significa escuchar inevitables quejas, y Dios
sabe que todo el mundo tiene sobradas razones para continuos lamentos.
De hecho, bajo las apariencias acecha una hostilidad competidora. Después
de todo, había más pasajeros que asientos. Cuando alguno que otro avión
conseguía despegar, eran más los que se quedaban que los que se iban. Frases
como: "En lista de espera", "reservas confirmadas",
"pasajeros de primera clase", establecían prioridades y denotaban
dinero, poderío, influencia, previsión o la falta de esto.
La Puerta 67 era un microcosmos. Sólo un poco más grande que un cubículo de
vidrio, la sala de espera estaba atiborrada de pasajeros que deseaban tomar el
avión que iba a Nueva Orleáns (Luisiana), a Dallas (Tejas) y a otros lugares
del Oeste de Estados Unidos. Más de una vez, algún
empleado atormentado fijaba en el cartel una hora de salida, únicamente para
anunciar después otro retraso más. La multitud aumentó hasta que
sólo hubo lugar para estar de pie. Personas bien vestidas se sentaron en el suelo, dejando
de lado la dignidad.
Exceptuando los pocos afortunados que viajaban en parejas, los demás no conversaban. Un comerciante
miraba distraído y resignadamente al vacío. Una joven madre acunaba a su bebé
contra el pecho, meciéndolo con suavidad, en un esfuerzo inútil por acallar su
débil lloriqueo.
Había un hombre de negocios vestido con elegante
traje de buen corte que, en cierto modo, parecía impermeable al
sufrimiento colectivo; sus gestos revelaban cierta indiferencia. Estaba absorto en un papeleo secreto, quizá
calculaba las ganancias colectivas de fin de año.
De repente, una agitación rompió el sombrío silencio. Un joven vestido de uniforme, de no más de 19 años,
sostenía en el mostrador una animada conversación con el empleado. El muchacho llevaba en la mano un pasaje sin confirmar. Debía
llegar a Nueva Orleáns para tomar un autobús que lo llevaría a un pueblo
desconocido de Luisiana, al que él llamaba casa.
El funcionario, cansado, le informó que para las
próximas 24 horas, o quizá más, las probabilidades de que se
reanudaran los vuelos eran muy pocas.
El joven se puso furioso. Estaba a punto de
partir para Vietnam. Si no tomaba
este avión no volvería a pasar una Navidad en su
hogar.
Hasta el hombre de negocios levantó la vista de sus misteriosos cómputos y mostró un cauteloso interés. El funcionario
estaba visiblemente conmovido, e incluso un poco desconcertado, pero sólo podía
ofrecerle compasión, no esperanzas.
El muchacho iba y venía alrededor del mostrador de salidas, mirando
ansiosamente a la gente que llenaba la sala, como si buscara un rostro
conocido.
Al fin el agente, con voz grave, anunció que el avión estaba preparado. Los
pasajeros se levantaron, juntaron sus pertenencias y, arrastrando los pies, se
dirigieron por el estrecho corredor hacia el avión. Pasaron 20, 30, 100, hasta
que se ocuparon todas las plazas. El funcionario miró al furioso joven y
encogió los hombros. Por un momento le pareció que el soldado iba a conseguir
por la fuerza entrar en el avión.
Inexplicablemente, el hombre de negocios se había quedado atrás. Se adelantó y dijo al funcionario en voz baja: "Tengo un
pasaje confirmado. Me gustaría ceder el asiento a este joven".
El empleado lo miró con incredulidad,
luego se dirigió al soldado vestido de color aceituna. Sin poder hablar y con el rostro surcado por las lágrimas, el muchacho
estrechó la mano del hombre, quien tranquilamente susurró:
"¡Buena suerte! Que pases una feliz Navidad.
¡Buena suerte!"
Mientras la puerta del avión se cerraba y el ruido de los motores iba en aumento,
el hombre de negocios dio media vuelta y, con su cartera en la mano, se dirigió hacia la cafetería, que permanecía abierta
toda la noche.
Sólo unos pocos de los miles
allí aislados, en el aeropuerto de Atlanta,
fueron testigos del drama de la Puerta 67. Su hosquedad, frustración y hostilidad desaparecieron como
en un destello.
Las luces del avión que se alejaba centellearon como estrellas mientras se
perdían en la oscuridad. El bebé dormía en silencio en el regazo de su joven
madre. Quizá saldría otro vuelo dentro de pocas horas. Aquellos que vieron aquel suceso estaban menos impacientes.
El destello persistía, suave y penetrante, en
esa pequeña sala de vidrio y plástico de
la Puerta 67
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