Jueves, 18 de agosto de 2016
1943-PARÍS BAJO LA SVÁSTIKA Por ETTA SHIBER
ME
ALEJE DE EUROPA sin despedirme de sus costas siquiera con una mirada.
Al zarpar mi buque, estaba yo bajo cubierta. Habríamos navegado un buen
trecho, cuando noté, por la acompasada y sorda vibración de las
máquinas, que íbamos a toda marcha. Subí apresuradamente a cubierta. La
costa de Portugal se había desvanecido ya en la bruma temblorosa del
anochecer. Envuelto en la luz de sus potentes reflectores, el buque en
cuyos blancos costados campeaban estas palabras: «Diplomat—Drottningholm—Diplomat», se internaba en la extensión solitaria del mar.
Regresaba yo a la patria después de un año largo de reclusión en Alemania. Al mismo tiempo que las puertas de mi celda, se habían abierto, en los Estados Unidos, las de la celda de la alemana por la cual me canjeaban. Por el señor Wiley, cónsul norteamericano en Lisboa, supe quién era ella: nada menos que Johanna Hoffmann, la peinadora del trasatlántico Bremen, convicta en 1938 de pertenecer a un grupo de temibles espías.
¿Valía mi libertad tan alto precio? Un funcionario del consulado de los Estados Unidos en Lisboa contestó mi pregunta:
—Mi querida señora de Shiber: la Secretaría de Estado de Wáshington está muy bien enterada de su conducta en París. Figúrese usted por un momento que en la otra guerra el Gobierno inglés hubiese podido rescatar a Edith Cavell mediante un canje, ¿no lo hubiera hecho gustoso? Usted, modestia a un lado, es la Edith Cavell de esta guerra.
No podía yo permitir que se me atribuyesen méritos que correspondían a otra mujer.
—No—le observé—. No soy yo esa heroína. Si a alguien le corresponde el título, es a mi querida amiga Kitty. Yo me limité a ayudarla. Ella, si vive aún, estará en manos de la Gestapo. Lo más probable es que haya muerto, si han cumplido ya la sentencia que le impusieron. Repito que Kitty Beaurepos es quien puede llamarse la Edith Cavell de esta guerra
.EN 1925, en uno de mis viajes anuales a París, conocí a Kitty. Era hija de un banquero londinense y esposa de Henri Beaurepos, vinatero francés, de quien se hallaba separada, aun cuandoexistían entre los dos relaciones de muy cordial amistad. Kitty era independiente desde el punto de vista económico. No obstante, había abierto una pequeña casa de modas en la calle de Rodier. Allí la conocí y allí nació entre nosotras una amistad muy estrecha. En 1933 murió en París m¡ hermano Irving. En aquellos instantes de tribulación, Kitty no se apartó de mi lado. Ella fué quien se encargó de los pormenores del entierro en el Pére Lachaise. Tres años después, al saber la muerte de mi marido, me cablegrafió inmediatamente para ofrecerme su casa y su compañía en París. Hallábame desolada, lejolde los míos. Conmovida por el generoso ofrecimiento, le contesté con tina sola palabra: «Voy».
Pocos días después me hallaba en París instalada en el cómodo y moderno departamento de mi amiga. Deslizóse allí tranquilamente nuestra vida, gracias a los recursos moderados, pero suficientes, de que disponíamos.
Ese plácido aislamiento en nuestra torre de marfil tuvo fin, justamente, la víspera de la entrada de los nazis en París, o sea, el 13 de junio de 1940•
Convencidas de que los franceses defenderían su capital casa por casa, como lo había prometido el primer ministro Paul Reynaud, no dábamos crédito a los rumores que el pánico difundía entre los vecinos de la gran ciudad. Pero ese día, cuando nuestras repetidas llamadas por teléfono a distintos amigos quedaron sin respuesta, tuvimos que llegar a la desoladora conclusión de que todo el mundo había huido.
Todavía reacias a creer en la realidad de una catástrofe, llamé a la Embajada norteamericana para preguntar si era cierto que los alemanes iban a sitiar a París.
La voz de una persona, manifiestamente alarmada, me contestó así:
—¿Pero están ustedes todavía aquí? ¿No saben que el Gobierno se trasladó a Tours? ¡Los alemanes entrarán en París en cosa de horas!
Aterrorizadas, nos pusimos a empaquetar nuestras cosas con ciega, frenética prisa. Metimos las maletas en el auto y huimos también, rumbo al Sur.
Pero habíamos perdido demasiado tiempo. La carretera nacional Número 20, que comunica a Paris con el Sur de Francia, era demasiado estrecha para contener el desbordado torrente humano que la inundaba. Aquello era una fuga tumultuosa hacia la seguridad, bajo el signo y el acicate del miedo. Miles de fugitivos, en auto, en bicicleta, a pie, obstruían la vía como una masa casi inmovilizada por su propia densidad. La ola de gente se extendía hasta 300 kilómetros más allá del punto en que nos hallábamos. A las 9 de la siguiente mañana no habíamos logrado salir todavía de los aledaños de París. Fué entonces cuando, supimos que los nazis estaban ya en la capital.
—Apenas lleguemos al primer cruce —me dijo de pronto Kitty—, abandonaremos esta maldita carretera y trataremos de tomar algún atajo.
El primero que encontramos no pasaba de ser una vereda un poco ancha por entre campos recién arados. Estaba seca y firme, lo que nos permitió adelantar, a 60 kilómetros por hora.
Entonces sobrevino lo inesperado. Frente a nosotras, en dirección contraria, aparecieron varios automóviles. Desde los primeros coches nos gritaron:
«¡Vuélvanse! ¡Vuélvanse! ¡Ahí vienen los alemanes!»
Cuando ganamos de nuevo la carretera, ya había cerrado la noche. De pronto empezamos a oír un zumbido que iba en crescendo. Kitty detuvo bruscamente el coche.
Distinguimos entonces la negra armazón de un aeroplano que se destacaba en la oscuridad, y los fogonazos de sus ametralladoras, cuyos proyectiles sembraban la muerte entre la multitud apiñada en la carretera.
En cosa de segundos la calzada quedó desierta. Los conductores de automóviles, poseídos de espanto, sacaron sus coches del camino en busca de la protección de los árboles cercanos, o los precipitaron en las zanjas que bordeaban la vía. Algunos coches se volcaron. sus ocupantes consiguieron salir de debajo de ellos y escapar a campo traviesa. En la carretera quedaban pocos automóviles. Dentro de ellos veíanse unos cuantos seres inmóviles. Los infelices no habían podido emprender la desaforada carrera ... Estaban muertos.
Cuando dejó de oírse el zumbar del avión, los fugitivos, hombres, mujeres y niños, enpezaron a arrastrarse con cautela, abandonando el amparo de las cunetas. Personas había que permanecían como clavadas al suelo. Habían corrido sin rumbo, huyendo de un peligro que les amenazaba a sus espaldas. Y ahora tenían el peligro delante. Estaban cogidos entre unas gigantescas pinzas de hierro y fuego. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir ? Nosotras estábamos también atrapadas en la trágica tenaza.
Percibimos el ruido de multitud de motores que se acercaban. En un santiamén tuvimos encima al Ejército alemán. Primero, motociclistas que se dirigían hacia el Sur, en la seguridad de que los aeroplanos les habían dejado ya expedita la vía, barrida a metralla. Seguían los carros ligeros blindados. Después los tanques, que avanzaban con estruendo y llenaban con sus moles la vía de lado a lado. Todo lo dominaban los invasores. Estaban en todas partes. Parecían poseer la tierra entera.
Cada 200 metros se destacaba un motociclista que se encargaba de entendérselas con los fugitivos. El que se nos acercó nos dirigió la palabra en excelente francés.
—Vuélvanse a París—nos dijo. —Pero si tenemos que ir a Niza—se apresuró a responder Kitty.
En los labios del alemán se dibujó una sonrisa burlona. Con la mayor cortesía nos replicó:
—Pse es precisamente el camino que nosotros llevamos, señora. Ustedes tienen que regresar a París. ,
En la oscuridad empezamos a desandar la vía. Dominadas por la fatiga, nos detuvimos en una posada.
—Nada puedo ofrecerles—nos dijo el posadero—. Un millón de gentes han estado aquí en los dos días últimos.
—No queremos más que una taza de té—dijo Kitty, ensayando una de sus más atractivas sonrisas. Y sin esperar la respuesta, entró y se sentó. El posadero optó por echar llave a la puerta, una vez que estuvimos adentro, y no sólo nos sirvió té sino que agregó algo de salchichón y unas rueditas de queso.
—¿Son ustedes inglesas ?—preguntó—. Pues entonces me van a prestar un servicio. Tengo aquí en mi casa a un sujeto que sólo habla inglés. Háganme el favor de decirle que se marche de aquí, por lo que más quiera. Lo siento mucho, pero ... me compromete.
Se dirigió a uno de los aposentos y volvió casi inmediatamente, seguido de un joven alto que llevaba una chaqueta de cuero sobre el uniforme azul de las Reales Fuerzas Aéreas.
El muchacho se llamaba William Gray, según nos dijo. Era uno de los pilotos atrapados en Dunquerque, de donde no pudo huir porque no logró embarcarse en ninguno de los buques que acudieron a salvar el ejército.
—Les agradeceré mucho—nos rogó el aviador—que le digan a este amigo que me facilite un traje de paisano. Después, ya me las arreglaré yo solo.
Kitty hizo de intérprete.
—!Quelle follie!—exclamó el posadero—. Si los alemanes lo cogen vestido de civil, lo fusilan como a espía. Si lo pescan de uniforme, lo tratarán como a prislonero de guerra.
Gray guardó silencio un momento. Luego, con sonrisa un tanto forzada, manifestó, a tiempo que se levantaba de su asiento:
—Lo mejor es que me largue de aquí, sin comprometer a nadie. Hagan el favor de preguntar al posadero cuánto le debo.
—No lo dejes irse—insté a Kitty en voz baja, tomándola del brazo—. ¿No has notado cómo se parece a mi pobre hermano Irving cuando tenía veinte años? Tenemos ahí el auto. Podemos llevar a tu compatriota en el compartimiento del equipaje.
El tal compartimiento no se abría bacía afuera, sino hacia el interior, detras del asiento principal. Aun en el caso de que los alemanes nos detuvieran y nos registraran, no era de suponer que buscaran a nadie en ese sitio.
La cara de Kitty resplandeció de alegría.
—Tenemos que hablar dos palabras con usted, señor Gray—dijo.
Y hete aquí, a todo un par de señoras respetables embarcadas en una aventura que pocas horas antes hubiéramos tenido por fantástica.
TARDAMOS toda aquella noche en llegar a París. ¡Cómo se me oprimió el corazón al contemplar la Torre Eiffel con la bandera de la svástika en el tope! Dimos la vuelta al Arco de Triunfo e hicimos alto frente al número 2 de la calle de Balny d'Avricourt. ¡Estábamos de nuevo en nuestra casa!
— ¿Salgo yo primero?—le dije a Kity en tono de conspirador. El miedo me hacía ver dondequiera nazis prontos a echarme mano.
—Espera—susurró ansiosamente.
En ese momento una patrulla alemana venía calle abajo conduciendo a un soldado francés. Aguardamos hasta que la vimos doblar la esquina. Entoncel Kitty se volvió hacia el sitio en que iba oculto nuestro protegido:
Regresaba yo a la patria después de un año largo de reclusión en Alemania. Al mismo tiempo que las puertas de mi celda, se habían abierto, en los Estados Unidos, las de la celda de la alemana por la cual me canjeaban. Por el señor Wiley, cónsul norteamericano en Lisboa, supe quién era ella: nada menos que Johanna Hoffmann, la peinadora del trasatlántico Bremen, convicta en 1938 de pertenecer a un grupo de temibles espías.
¿Valía mi libertad tan alto precio? Un funcionario del consulado de los Estados Unidos en Lisboa contestó mi pregunta:
—Mi querida señora de Shiber: la Secretaría de Estado de Wáshington está muy bien enterada de su conducta en París. Figúrese usted por un momento que en la otra guerra el Gobierno inglés hubiese podido rescatar a Edith Cavell mediante un canje, ¿no lo hubiera hecho gustoso? Usted, modestia a un lado, es la Edith Cavell de esta guerra.
No podía yo permitir que se me atribuyesen méritos que correspondían a otra mujer.
—No—le observé—. No soy yo esa heroína. Si a alguien le corresponde el título, es a mi querida amiga Kitty. Yo me limité a ayudarla. Ella, si vive aún, estará en manos de la Gestapo. Lo más probable es que haya muerto, si han cumplido ya la sentencia que le impusieron. Repito que Kitty Beaurepos es quien puede llamarse la Edith Cavell de esta guerra
.EN 1925, en uno de mis viajes anuales a París, conocí a Kitty. Era hija de un banquero londinense y esposa de Henri Beaurepos, vinatero francés, de quien se hallaba separada, aun cuandoexistían entre los dos relaciones de muy cordial amistad. Kitty era independiente desde el punto de vista económico. No obstante, había abierto una pequeña casa de modas en la calle de Rodier. Allí la conocí y allí nació entre nosotras una amistad muy estrecha. En 1933 murió en París m¡ hermano Irving. En aquellos instantes de tribulación, Kitty no se apartó de mi lado. Ella fué quien se encargó de los pormenores del entierro en el Pére Lachaise. Tres años después, al saber la muerte de mi marido, me cablegrafió inmediatamente para ofrecerme su casa y su compañía en París. Hallábame desolada, lejolde los míos. Conmovida por el generoso ofrecimiento, le contesté con tina sola palabra: «Voy».
Pocos días después me hallaba en París instalada en el cómodo y moderno departamento de mi amiga. Deslizóse allí tranquilamente nuestra vida, gracias a los recursos moderados, pero suficientes, de que disponíamos.
Ese plácido aislamiento en nuestra torre de marfil tuvo fin, justamente, la víspera de la entrada de los nazis en París, o sea, el 13 de junio de 1940•
Convencidas de que los franceses defenderían su capital casa por casa, como lo había prometido el primer ministro Paul Reynaud, no dábamos crédito a los rumores que el pánico difundía entre los vecinos de la gran ciudad. Pero ese día, cuando nuestras repetidas llamadas por teléfono a distintos amigos quedaron sin respuesta, tuvimos que llegar a la desoladora conclusión de que todo el mundo había huido.
Todavía reacias a creer en la realidad de una catástrofe, llamé a la Embajada norteamericana para preguntar si era cierto que los alemanes iban a sitiar a París.
La voz de una persona, manifiestamente alarmada, me contestó así:
—¿Pero están ustedes todavía aquí? ¿No saben que el Gobierno se trasladó a Tours? ¡Los alemanes entrarán en París en cosa de horas!
Aterrorizadas, nos pusimos a empaquetar nuestras cosas con ciega, frenética prisa. Metimos las maletas en el auto y huimos también, rumbo al Sur.
Pero habíamos perdido demasiado tiempo. La carretera nacional Número 20, que comunica a Paris con el Sur de Francia, era demasiado estrecha para contener el desbordado torrente humano que la inundaba. Aquello era una fuga tumultuosa hacia la seguridad, bajo el signo y el acicate del miedo. Miles de fugitivos, en auto, en bicicleta, a pie, obstruían la vía como una masa casi inmovilizada por su propia densidad. La ola de gente se extendía hasta 300 kilómetros más allá del punto en que nos hallábamos. A las 9 de la siguiente mañana no habíamos logrado salir todavía de los aledaños de París. Fué entonces cuando, supimos que los nazis estaban ya en la capital.
—Apenas lleguemos al primer cruce —me dijo de pronto Kitty—, abandonaremos esta maldita carretera y trataremos de tomar algún atajo.
El primero que encontramos no pasaba de ser una vereda un poco ancha por entre campos recién arados. Estaba seca y firme, lo que nos permitió adelantar, a 60 kilómetros por hora.
Entonces sobrevino lo inesperado. Frente a nosotras, en dirección contraria, aparecieron varios automóviles. Desde los primeros coches nos gritaron:
«¡Vuélvanse! ¡Vuélvanse! ¡Ahí vienen los alemanes!»
Cuando ganamos de nuevo la carretera, ya había cerrado la noche. De pronto empezamos a oír un zumbido que iba en crescendo. Kitty detuvo bruscamente el coche.
Distinguimos entonces la negra armazón de un aeroplano que se destacaba en la oscuridad, y los fogonazos de sus ametralladoras, cuyos proyectiles sembraban la muerte entre la multitud apiñada en la carretera.
En cosa de segundos la calzada quedó desierta. Los conductores de automóviles, poseídos de espanto, sacaron sus coches del camino en busca de la protección de los árboles cercanos, o los precipitaron en las zanjas que bordeaban la vía. Algunos coches se volcaron. sus ocupantes consiguieron salir de debajo de ellos y escapar a campo traviesa. En la carretera quedaban pocos automóviles. Dentro de ellos veíanse unos cuantos seres inmóviles. Los infelices no habían podido emprender la desaforada carrera ... Estaban muertos.
Cuando dejó de oírse el zumbar del avión, los fugitivos, hombres, mujeres y niños, enpezaron a arrastrarse con cautela, abandonando el amparo de las cunetas. Personas había que permanecían como clavadas al suelo. Habían corrido sin rumbo, huyendo de un peligro que les amenazaba a sus espaldas. Y ahora tenían el peligro delante. Estaban cogidos entre unas gigantescas pinzas de hierro y fuego. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir ? Nosotras estábamos también atrapadas en la trágica tenaza.
Percibimos el ruido de multitud de motores que se acercaban. En un santiamén tuvimos encima al Ejército alemán. Primero, motociclistas que se dirigían hacia el Sur, en la seguridad de que los aeroplanos les habían dejado ya expedita la vía, barrida a metralla. Seguían los carros ligeros blindados. Después los tanques, que avanzaban con estruendo y llenaban con sus moles la vía de lado a lado. Todo lo dominaban los invasores. Estaban en todas partes. Parecían poseer la tierra entera.
Cada 200 metros se destacaba un motociclista que se encargaba de entendérselas con los fugitivos. El que se nos acercó nos dirigió la palabra en excelente francés.
—Vuélvanse a París—nos dijo. —Pero si tenemos que ir a Niza—se apresuró a responder Kitty.
En los labios del alemán se dibujó una sonrisa burlona. Con la mayor cortesía nos replicó:
—Pse es precisamente el camino que nosotros llevamos, señora. Ustedes tienen que regresar a París. ,
En la oscuridad empezamos a desandar la vía. Dominadas por la fatiga, nos detuvimos en una posada.
—Nada puedo ofrecerles—nos dijo el posadero—. Un millón de gentes han estado aquí en los dos días últimos.
—No queremos más que una taza de té—dijo Kitty, ensayando una de sus más atractivas sonrisas. Y sin esperar la respuesta, entró y se sentó. El posadero optó por echar llave a la puerta, una vez que estuvimos adentro, y no sólo nos sirvió té sino que agregó algo de salchichón y unas rueditas de queso.
—¿Son ustedes inglesas ?—preguntó—. Pues entonces me van a prestar un servicio. Tengo aquí en mi casa a un sujeto que sólo habla inglés. Háganme el favor de decirle que se marche de aquí, por lo que más quiera. Lo siento mucho, pero ... me compromete.
Se dirigió a uno de los aposentos y volvió casi inmediatamente, seguido de un joven alto que llevaba una chaqueta de cuero sobre el uniforme azul de las Reales Fuerzas Aéreas.
El muchacho se llamaba William Gray, según nos dijo. Era uno de los pilotos atrapados en Dunquerque, de donde no pudo huir porque no logró embarcarse en ninguno de los buques que acudieron a salvar el ejército.
—Les agradeceré mucho—nos rogó el aviador—que le digan a este amigo que me facilite un traje de paisano. Después, ya me las arreglaré yo solo.
Kitty hizo de intérprete.
—!Quelle follie!—exclamó el posadero—. Si los alemanes lo cogen vestido de civil, lo fusilan como a espía. Si lo pescan de uniforme, lo tratarán como a prislonero de guerra.
Gray guardó silencio un momento. Luego, con sonrisa un tanto forzada, manifestó, a tiempo que se levantaba de su asiento:
—Lo mejor es que me largue de aquí, sin comprometer a nadie. Hagan el favor de preguntar al posadero cuánto le debo.
—No lo dejes irse—insté a Kitty en voz baja, tomándola del brazo—. ¿No has notado cómo se parece a mi pobre hermano Irving cuando tenía veinte años? Tenemos ahí el auto. Podemos llevar a tu compatriota en el compartimiento del equipaje.
El tal compartimiento no se abría bacía afuera, sino hacia el interior, detras del asiento principal. Aun en el caso de que los alemanes nos detuvieran y nos registraran, no era de suponer que buscaran a nadie en ese sitio.
La cara de Kitty resplandeció de alegría.
—Tenemos que hablar dos palabras con usted, señor Gray—dijo.
Y hete aquí, a todo un par de señoras respetables embarcadas en una aventura que pocas horas antes hubiéramos tenido por fantástica.
TARDAMOS toda aquella noche en llegar a París. ¡Cómo se me oprimió el corazón al contemplar la Torre Eiffel con la bandera de la svástika en el tope! Dimos la vuelta al Arco de Triunfo e hicimos alto frente al número 2 de la calle de Balny d'Avricourt. ¡Estábamos de nuevo en nuestra casa!
— ¿Salgo yo primero?—le dije a Kity en tono de conspirador. El miedo me hacía ver dondequiera nazis prontos a echarme mano.
—Espera—susurró ansiosamente.
En ese momento una patrulla alemana venía calle abajo conduciendo a un soldado francés. Aguardamos hasta que la vimos doblar la esquina. Entoncel Kitty se volvió hacia el sitio en que iba oculto nuestro protegido:
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