PATRIA EN EL PALADAR
Por MANUEL JOSE ARCE
DIARIO DE UN ESCRIBIENTE
EDITORIAL PIEDRA SANTA 1979
—I-
Estaban sentados sobre un cúmulo de escombros. Había caliente alegría en la risa y sereno amor en la mirada. El se había enjugado el sudor con su pañuelo colorado. Ella había levantado cuidadosamente la pulcra servilleta que cubría el contenido de la canasta con un gesto simple y ceremonial a la vez, como quien devela una placa conmemorativa, como quien abre el telón de una portentosa pieza teatral.
Y ahí, entre la ternura de la canasta, redondos soles de albura nutricia, el rimero de tortillas que del aplauso saltaron al comal, del comal a las hojas conservadoras del calor. Y al lado, la ollita tripona, sudorosa, preñada de aromas entrañables y milagrosos.
¡Santo pepián! Los trozos del pollo sacrificados en el ritual culinario, con su blancura de nube sólida, con sus pellejitos erizos de pluma ausentes, con sus huesos tiernos todavía medio cartílagos; los trozos de verduras perfumadas, de suave consistencia que han juntado sus jugos de savia quíntaesenciada a las grasas del pollo para conjura deliciosa del caldo; hierbas de mi tierra y mi monte, escandalosas, de sabores gritones, que pasan desapercibidas a la vera del camino, pero que transfiguradas en la cocina, adquieren prestigio y dignidad señoriales.
Y todo ello, nadando en la callosa salsa oscura del pepián, en donde fueron convocadas las pepitas de la pepitoria, tostada previamente en el comal para mejor sacarle punta a los sabores; fritas cuidadosamente en grasa de buen marrano montaraz, para que penetraran hasta la médula del pollo hasta la más profunda fibra del guisquil de tierno verdor, de la subversiva zanahoria, del explosivo nabo escandaloso.
Con el amoroso cuidado de la madre que envuelve al niño en el pañal, así él y ella envolvían al condumio en la eucarística beatitud de la tortilla. Y con el gesto de quien consagra o bendice, derramaban sobre el sublime envoltorio las llamas pentecosteses del polvillo rojo que agrede la lengua, exalta el paladar y abona desmesuradamente el apetito: el chile seco.
Fiesta de aromas y sabores. Liturgia vital. Asamblea de los sentidos. Santo pepián de mi tierra y mi gente, mestizo de viejos cuscuses africanos en el que el arroz criollo --chiquita y crecedor- sustituye a la sémola, y terrestres exaltaciones pituitarias que aun se miran en la panza satisfecha de los viejos sacerdotes, detenidos en las estelas de Tikal.
Santo pepián: nada pudieron contra ti los terremotos ni las traslaciones ni el hot-dog industrial y alienante. Santo pepián popular que les tuerces las tripas a los que quieren conocerte con vísceras turísticas, con ascos y remilgos drycleanados, pero que al paladar que creció y se afirmó en tus sabores lo, premias con tus gloriosas agresiones felices.
Santo pepián de mi pueblo, de la olla de barro, la leña y el amor compartido.
PATRIA EN EL PALADAR
— II —
Perdón: empecé ayer y no puedo callar algunas verdades. Cierto es que vivo renegando de Guatemala y de los malos chapines. Cierto es que a veces pienso que mi país tiene cinco millones de defectos que somos sus habitantes. Y que no me gusta la cara que está "agarrando" la ciudad y tantas cosas. Pero hay un rasgo de Guatemala que me hace ser patriota a morir, nacionalista a rabiar, chauvinista a la enésima potencia: la cocina de mi gente.
Hablaba ayer del Santo Pepián. Y se me pusieron celosas las Hilachas ilustres, y Su Excelencia el Revolcado, y el Honorabilísmo Jocón, y el Perínclito Cakic, y el dignísimo gremio de los Tamales - más que gremio, familia de las más ilustres -
Porque un Jocón verde de allá por Huehuetenango, o un Revolcado de cabeza con trocitos de oreja todavía con pelo o un plato de buenas Tiras con su recado de miltomate y chile, o las estilizadas Hilachas bañadas en su salsita colorada y caliente.... Porque el meterse entre las juruneras de la Antigua o de Cobán o de Xcla, para darle al gaznate una de esas obras de arte --verdaderos alardes sinfónicos-- con todo el sazón en su mero punto... Porque juntar el hambre y empezar a saborear con los ojos, con la nariz, es la mera y viva gloria para el buen chapín gastrónomo.
Para eso se pinta sola nuestra tierra. Hasta los montecitos más humildes -el apazote, el chipilín, los pitos, los lorocos -todo puede entrar a la olla magnífica y, al arrimo perezoso del carbón en rescoldo, volverse delicia y placer de Dioses.
Por eso nuestros campesinos tienen tanta dignidad de filósofos antiguos. No me presenten filósofos ni poetas con hambre; no me den gente que vea en los alimentos sólo el medio pragmático de conservar la vida y recuperar las energías; no propongan cerca a los ascetas, a los macrobióticos, a los que se castran el goce del paladar.
En este país --del sacrosanto frijol omnipresente, protéico—, en donde hasta el sabor del barro de la olla o del comal, en donde hasta el paso de la mano de la tortillera en la masa del maíz pueden detectarse "a simple vista", la dieta resulta el más terrible de los castigos, la pena más dolorosa.
Y eso que no hablamos ni del boj, ni del caldo de frutas, ni del gato de monte, ni del ojo de sapo, ni del San Chorro, ni de ninguno de esos licores mártires,, perseguidos y clandestinos, que florecen sus encantos en los barrancos propicios, en los ziguanes cómplices, a la orilla del delito y de la defraudación fiscal.
Y eso que no hablamos de los aguacates, ni de las cincuyas, ni de las anonas, ni de la seca explosión del guapinol polvoriento, ni de los chicozapotes, ni de tanta fruta excelsa.
Perdón: pero a medida que escribo se me ha desatado un hambre feroz.
PATRIA EN EL PALADAR
— III—
Si en algún momento me produce ternura el ser humano es cuando lo veo que está comiendo. No sé que tiene la actitud del que se alimenta, pero me emociona a veces hasta las lágrimas. Me siento solidario con él, me dan ganas de abrazarlo y decirle, de todo corazón, el "bon apetít" francés previo y el "buen provecho" nuestro posterior.
Y más me emociona mientras más es la gana de comer que le veo. Y depende también de qué es lo que come.
Si algo me llega al alma es ver al que se está comiendo un tamal.
Ah, los tamales. El strip-tease estimulante que, al desnudarlo de las hojas, deja el desnudo bocado a la vista, en toda su magnificencia.
El señorial tamal de Nochebuena, que se nos vuelve cosmopolita con su carne de pavo, las aceitunas y las pasas, verdadero "bocatto di cardenal¡" --con perdón de las sencillas mojarritas de Monseñor—, que hace una suntuosa fiesta de cada mesa, hasta el sencillo subán que reemplaza la tortilla en los tónicos climas de Los Altos; desde el tamalito de elote, espigado, dulzón y aromático en su limpia sencillez de carne núbil, hasta el agresivo "pache" quetzalteco con un chilote así de largo y más bravo que la gran chucha; desde el "chuchito" con su trocito de marrano y su recadito colocarado, hasta el dulce tamalito de cambray, coqueto y femenino con su cintura de avispa y sus chapas pintadas de rosicler...
El ilustre tamal latinoamericano, tiene sus variantes en cada país, en cada región: porque no es lo mismo un "poche" cobanero, que un nacatamal nicaragüense, de tamaño familiar y hecho para compartirlo con toda la tribu y en el que a veces, además de papas y arroz y arvejas, va carne de marisco junto a la del chancho; o el tamal santanderino de Colombia, redondo, rechoncho, amarrado como con "cola de macho" en la cabeza; o los tamalitos ticos, cuadraditos y apachados como tarjetas de felicitación.
El susto de mi vida me lo llevé en Francia cuando, conversando con una amiga senegalesa, me enteré de que el tamal —según la descripción hecha por ella— ha llegado hasta África. Y serias sospechas de un traslado de apariencias tuve al saborear las hojas de vid rellenas de arroz y de cierto caldillo con sabor de carne, tan frecuentes en la cocina balcánica y griega en particular.
Sí. mi corazón se emociona cuando veo o cuando vivo ese momento del que mete la mano en la olla, aparta las ásperas hojas de xocón y, quemándose los dedos, hace salir uno de esos paquetitos perfumados, desata el mecate de corteza de platanar, aparta y desdobla las hojas de banano con erotismo gástrico, y deja caer una mirada enamorada en la masa de maíz, carne de nuestra carne que nos dio el Corazón del Cielo...
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