viernes, 19 de febrero de 2016
Viaje a pie Por el Japón
(Condensado de
“Why Japan Was Strong)
Por John Patric
El
Japón es más pequeño que California y tiene menos recursos naturales.
Periódicamente lo asuelan terremotos, tifones, riadas, incendios y erupciones
volcánicas. La seis séptimas partes de
su suelo son de naturaleza montañosa, impropias para la agricultura y para toda
vivienda humana. La riqueza material que poseen
los 75 millones de japoneses apenas equivale a la que disfrutan 10
millones de norteamericanos del tipo medio.
A
pesar de eso, el Japón ha conquistado un imperio.
Cuando
el Japón estaba todavía preparándose
para el ataque a Pearl Harbor,
hice un recorrido por él, a la manera de un trotamundos. Mis observaciones
personales y directas me han dejado convencido de que el Japón perderá irremediablemente todo el
fruto de sus conquistas. Más también he adquirido la certeza de que los estados unidos tendrán que hacer
ingentes sacrificios en vidas y material para obligarlo a morder el polvo.
El
incidente Manchuriano de 1931 me decidió a estudiar a los japoneses y a conocer
su país. Lo de la Manchuria no fue un incidente.
Ni tampoco un accidente. Fue la primera chispa del incendio que se propagó
después hasta convertirse en conflagración universal.
La
segunda guerra mundial comenzó a eso de las 10 de la noche del 18 de septiembre
de 1931. Empezó en la ciudad de Mukden, por una pequeña explosión en la vía del
ferrocarril Sud Manchuriano, de propiedad japonesa. Fue tan insignificante la
avería, que ni siquiera retrasó la llegada del expreso de Changchun a Mudeken.
A
las doce, con absoluta puntualidad, media hora después de la explosión, entró
el tren en agujas.
Pero
el ejército japonés calificó el
accidente de sabotaje y dió muerte a
varios centenares de soldados chinos acuartelados cerca de allí. Al mismo
tiempo, fuerzas regulares japonesas, secundadas por unos cuantos miles de
reservistas, que surgieron como por ensalmo de entre la población civil
japonesa, se apoderaron de los cuarteles, aeródromos y pertrechos militares
chinos a lo largo del ferrocarril.
A la siguiente mañana, el Japón señoreaba ya
una extensión de territorio chino casi tan grande como Italia, en una de las
regiones más rica del Asía. Fue aquélla, notablemente, la conquista más rápida
y menos costosa que registra la historia.
“¿Cómo será el pueblo que la ha
hecho?” me preguntaba yo, asombrado.
Ardía
en curiosidad por saberlo, pero no tenía ni para el billete al Japón. Era yo viajante de
baratijas y apenas sacaba los 40 dólares necesarios para sostenerme. Me consolé
poniéndome a leer obras sobre el Japón. Cuanto más abundaba en los libros de viajes, más me persuadía de
qué, si bien la travesía en primera clase me iba a resultar bastante cara, una
vez en el Japón, la vida me saldría increíblemente barata, siempre y cuando que
yo me allanase a vivir al estilo japonés, comiendo pescado y arroz, soportando
el hacinamiento de los coches de tercera y durmiendo en el suelo en las posadas
del país.
Si
empezase a niponizarme desde ahora,
pensé, viviendo en los Estados Unidos como vive un japonés pobre en su
país, ¿no podría ahorrar algo e irme acostumbrándome, de paso, a las
penalidades de la existencia japonesa?
Un
día resolví privarme de todas las comodidades. Pasé tres meses durmiendo en mi
auto, afeitándome en los lavabos de las estaciones de gasolina, dándome baños
de inmersión en lagos o ríos; o de esponja, en caminos apartados, con el agua
caliente del radiador. Así ahorre 135 dólares de hoteles.
Una
lata grande de salmón costaba por aquel entonces diez centavos; el pan
integral, ocho. Venían a ser el
equivalente del régimen alimenticio normal japonés de pescado y arroz.
Calentaba yo el salmón en el tubo del escape del coche, comía hasta hartarme
mientras se conservaba caliente, y hacía emparedados con lo que me sobraba. A
veces agregaba una lata de frijoles, de cinco centavos, comida esta
que me parecía lo más semejante al puré de
soya japonés. No gastaba yo a la semana más de un dólar y setenta y cinco centavos en comer.
Continué
leyendo, entre tanto, cuanto caía en mis manos sobre oriente, compre un
manualito de conversación que me fue, después, de grandísima utilidad. Parece
cosa de hechicería todo lo que se puede hacer con 100 palabras japonesas…y un
poco de mímica.
Compré
un billete de clase turista a Yokohama, en el vapor japonés Heian Maru, por 195 dólares. Pagué cinco
más de impuesto, y otros 10 por el pasaporte. Me quedaron 165, suma que todavía
resultó doble de lo necesaria para pasarme varios meses viajando por el Japón.
Era
el Heían Maru un buque flamante, de
primera clase. A pesar de toda su modernidad, el que en él se reservaba a la
tripulación era mucho menor del que ésta
ocupaba en los barcos de carga más viejos de la Marina norteamericana. El
japonés corriente está acostumbrado desde la infancia a vivir en un espacio muy
reducido. Por eso, un transporte japonés puede llevar dos o tres veces más
tropa que un barco norteamericano de igual tonelaje, sin alcanzar todavía el
máximo de cabida. Por eso también se pierden tantas vidas en el hundimiento de
un transporte japonés.
Trabé
conocimiento a bordo con un tal Tayama, mecánico que regresaba a su país
después de muchos años de estancia en los Estados Unidos. Él fue quién me enseño a comer con palillos.
__Se
dejan los platos más limpios comiendo con palillos—decía Tayama—hasta la sopa
se toma sin perder una sola gota.
Le
rogué que me lo demostrase con el ejemplo. La sopa, servida en tazones de
madera dura barnizada de laca roja, consistía en un caldo claro donde nadaban
pedazos de pescado y legumbres. Tayama fue recogiendo minuciosamente cada
trocito sólido. Después, apuró el caldo
hasta la última gota.
__¿Lo
ve usted?_-me dijo.
__Sí,
ya lo estoy viendo__ repuse__, Pero ¿ y cuando la sopa es puré?
__No
comemos sopas de ésas; se queda mucho
pegado en el tazón.
_-Lo
que queda son unas sobras insignificantes.
__Eso
cree usted. Los japoneses no guisamos para el fregadero. Con las sobras que se
dejen en el tazón un año, se alimenta a un niño dos semanas.
Servían
la carne cortada en pedacitos, con cada uno de los cuales tiene un japonés para
llenarse la boca.
__En
su tierra__me observó Tayama__dejan ustedes en el plato los huesos, y los
cartílagos, y la grasa. En el Japón, sirven solamente lo que uno ha de comerse.
Los huesos los dejan en la cocina, para hacer sopa, y aprovecharlos después en
la industria. Los cartílagos, los muelen o los pican, para servirlos en la
mesa. La grasa se aprovecha también. En los Estados Unidos todod eso es para el
perro de la casa., o para tirarlo a la basura.
En
Yohohama, vi a los estibadores, sin otro indumento que una especie de
taparrabo, descargando barcos. Se pasaban horas y horas levantando aquellas
abrumadoras cargas. No empleaban carros ni carretillas. En el Japón es más
barata la mano de obra que el trabajo a máquina.
Ahora
imagino a aquellos estibadores en el ejército japonés, realizando los trabajos
más fatigosos en la selva, acarreando cañones, cajas de parque y todo género de
objetos pesados, sostenidos por raciones increíblemente pequeñas. Nada tiene de
extraño que las primeras victorias fuesen de los japoneses. Su debilidad sólo
se hace sentir frente a máquinas de guerra mejores que las suyas, y que estén
en mayor número.
Un
transeúnte a quien rogué que me indicase una posada del país, una yadoya, hizo un gesto de incredulidad y
me señalo con el dedo el gran Hoteru
que estaba un poco más allá
__No__le
dije, acpmpañando mis palabras con movimientos negativos de cabeza__, ¿Hoteru?
¡Ayi¿ Yadoya, Nima, Ichi Yen.
(¿Hotel? No. Quiero un cuarto donde dormir en el suelo por un yen).
Miróme
con asombro el japonés, pero me condujo a una yadoya. La habitación costaba yen
y medio. ( Un yen, que equivale a 28 centavos norteamericanos, tiene más o menos
la misma capacidad de compra que un dólar en los Estados Unidos.
La
posada era típicamente japonesa. En lo que se refiere a construcción mobiliario
y servicios. Las puertas de las habitaciones eran de papel estirado en marcos
de madera que se deslizaban por guías también de madera. Los tabiques eran
corredizos, lo mismo que las puertas. De una habitación grande podían hacerse
varia pequeñas. A través de estos
ligerísimos tabiques se perciben los ruidos más leves. En las estancias flota
un susurro constante de sonidos en que alternan el tintineo de las tazas del
té, las ternezas amorosas, disputas en voz baja.
Los
muebles, si tal nombre podía dárseles, eran diminutos. No había sillas. Había
una mesita de madera que levantaba a lo sumo 45 centímetros, altura suficiente
cuando uno se sienta en el suelo con las piernas cruzadas. Había un tocador
minúsculo rematado por un espejito de casa de muñecas. En este país abarrotado
no se fabrica nada que sea mayor de lo estrictamente necesario. Es un país de
miniaturas.
Por
supuesto, mi cuarto no tenía cama. Extendíase sobre el suelo esterado una
colchoneta rellena de algodón con cubierta de seda.
Para
economizar metal, las cocinas, los fregaderos y las bañaderas se hacen por lo
general de madera. Es muy rara la calefacción central, a pesar de que el
invierno es frío. Las habitaciones se calientan con unas cuantas brasas que
arden en un rescoldo de ceniza en una especie de brasero de madera que puede
transportarse, cuando hace falta, de una a otra habitación. No se necesitan
tuberías ni chimeneas.
Nunca
encontré agua corriente en las habitaciones de las posadas japonesas. De ahí
que se emplee el mínimo de tubería, únicamente la necesaria para llenar una
gran artesa de madera que suele haber en la cocina, donde hombres y mujeres
hacen fila, aguardando su turno para las
abluciones matinales.
La
mayoría de los retretes, tanto en posadas como en casas particulares, carecen
de tubería, pues la inmundicia se recoge y envía al campo como abono.
“He
oído más de una vez a los norteamericanos criticar a los japoneses”, me decía
en cierta ocasión Tayama. “Los que van al Japón de turistas, dicen que no
debíamos comer las hortalizas crudas. ¡Valiente tontería¡ El hortelano japonés
sabe de sobra que el agua de cloaca no es abono para rábanos o zanahorias. Esa
agua es más fuerte que el estiércol. ¿Se
creen ustedes que al japonés le agrada
andar recogiendo excremento humano para que le sirva de abono? ¡No, señor¡ Lo
que pasa es que en el Japón hay que echarle a la tierra todo lo que pueda hacerla fértil”.
La
bañadera es una artesa de madera que está provista de unos recipientes de
carbón para calentar el agua. Otras veces se calienta el agua en la cocina y se
lleva luego al tanque. Una artesa llena basta para todos, pues todos usan la
misma agua. Cada cual saca un cubo pequeño y se asea cuidadosamente, una vez
limpio, se mete en la artesa para remojarse en el agua caliente.
Las
puertas de casas y posadas no tienen cerraduras, cerrojos, pestillos, bisagras
ni ningún otro herraje, Al bañarse, cada huésped procede como si estuviese
solo, sin que le cohíba la presencia de los demás. En una de los apostillas que
hacen tan delicioso su Diccionario de
Conversación en Japonés, dice Arthur
Rose_Innes, en el artículo PRIVADO:
“Palabra de difícil traducción, porque en el Japón se hace casi todo en público”.
El contenido total de una
casa o posada japonesa es de extrema
sencillez y de inflamabilidad casi absoluta. He presenciado incendios de casas,
he buscado luego entre escombros restos de hierro o de otros metales y nunca he
podido hallar más de dos puñados.
Una de las razones porque los
japoneses hacen sus casas tan frágiles
es porque esa endeblez constituye una especie de póliza de seguro contra
mayores pérdidas. Bombardéese una ciudad japonesa, arrásense todas sus casas
por el fuego. Lo único que sus moradores necesitarán para recobrar las
comodidades a que están habituados son unos cuantos utensilios de madera y
barro, una estera de paja donde dormir, unas brasa junto a que sentarse, y un
poco de comida.
Pero el régimen de vida japonés
ha hecho el sistema económico del país muy vulnerable en época de guerra. Su
industria metalúrgica está muy
consagrada por entero a la producción de material de guerra y ha abandonado la
de materiales de construcción, Cuando los bombarderos norteamericanos arrasen
la excesivamente reconcentrada zona industrial, los japoneses no podrán reconstruí
sus fabricas con la facilidad que reedifican sus casas. Cincuenta bombas
arrojadas en las zonas de industrias militares, densamente pobladas, de
Osaka, Kobe, Nagoya,Yokohama o
Sasebo, reducirían la producción de guerra japonesa en una proporción diez
veces mayor que si cayeran con igual precisión en Essen o Liverpool.
Cierta mañana salí a dar una
vuelta por las afueras de la ciudad de Nikko. Tomé por un camino rural que
bordeaba la margen de un riachuelo y que iba a perderse en las colinas. Como de
costumbre, caminaba yo al azar sin propósito ninguno determinado. Lo único que
deseaba era ver cómo vivían y trabajaban aquellas gentes.
Aquella mañana vi por primera vez
cosas que después tuve ocasión de observar repetidamente en todo el Japón. Ante
mí tenía, por ejemplo, una casa de labrador con techo de paja. Por sus costados
subían las guías de un melonar. El fruto maduraba en el mismo techo. Extendíase
junto a la casa un trozo de tierra labrantía comparable con su tamaño al
traspatio de una casa en cualquier pueblo de Kansas. Era toda la tierra de que
el granjero disponía. Estaba dividida en terrazas cavadas a brazo, no aradas
por animales.
En mitad del campo se elevaba un
poste de unos tres metros rematado por una caseta hecha de ramas de árbol y
techo de paja. Surgía de la caseta una a manera de tela de araña de cuerdas,
amarradas por el otro extremo a estacas clavadas en el borde del minúsculo
campo. De cada una de las cuerdas pendía un festón de sucias banderolas de
papel viejo.
Sentado en la caseta había un
chiquillo de ojos vigilantes; un niño de cinco años, demasiado pequeño para
todo trabajo serio, aún en el Japón. El niño no estaba ocioso. Cuando un pájaro
se acercaba revoloteando, tiraba de la
cuerda más próxima al alado visitante. Las banderolas de papel espantaban al
hambriento pajarillo antes que pudiera arrebatar a la familia un solo grano.
En
las jornadas de junio, muchos niños japoneses trabajan de sol a sol en hacer saquitos de papel viejo
y cubrir con ellos todas y cada una de las manzanas que apuntan ya en el huerto familiar, para defenderlas así
de los insectos. Seguramente, ningún muchacho que haya pasado por semejante
prueba arrojará en su vida una manzana a medio comer, ni dejará en el plato un
solo grano de arroz.
Los
norteamericanos están frente a un enemigo cuya fuerza estriba en su frugalidad,
en su resistencia…y en su crueldad. Los rasgos de sadismo me sorprendieron más
a causa de la cortesía habitual de los japoneses.
Vagando por Tokio un ardoroso día
de verano, tropecé con este espectáculo lamentable: un pobre perro,
terriblemente escuálido, un verdadero saco de huesos, jadeaba atado a un árbol,
Parecía que iba a morir de un momento a otro. Multitud de japoneses pasaban
junto al desdichado animal. Ninguno daba la menor muestra de compasión.
Compré un trozo de carne en una tienda y se la ofrecí
al perro. La pobre bestia famélica se lanzó al bocado con tal fiereza que me
clavó los dientes en la mano. Durante unos instantes quedé dolorido y
amedrentado, mirándome la piel y la carne desgarradas. Los transeúntes me
rodearon riendo. Los que presenciaron la escena se la contaban a los recién
llegados, que también reían de la mejor gana.
Nadie dio señales de compadecerse
de mi estado, ni me ofreció auxilio alguno. Me envolví como pude
la mano en un pañuelo, me encaminé a un gran comercio frecuentado por
extranjeros y pregunté la dirección de un médico. Al salir, el primer
transeúnte a quién mostré el papel con las señas, se inclinó cortésmente,
bisbiseó no sé qué formula de refinada urbanidad, y se desvió dos manzanas de
su camino por acompañarme hasta la consulta del facultativo.
¡Convengamos en que estos
japoneses son muy raros ¡
En Nikko, vi un pobre caballo, atado a una estaca, en un
lugar por donde cada hora pasaban centenares de personas. El penco estaba enteramente cubierto de llagas. Un
enjambre de voraces moscas y de otros insectos se ensañaban en él, haciéndole
patear y agitarse en agónica
furia. También aquella vez quise librar al animal de su suplicio. Me eché a buscar infructuosamente al dueño. Después
traté de encontrar a alguien, cualquiera, que me ayudase a dar con un
veterinario. Todo el mundo se
inclinaba, sonreía, bisbiseaba y seguía su camino pensando que yo era un
chiflado que me dejaba conmover por tal nadería.
Esta insensibilidad japonesa ante
el padecimiento ajeno no se limita a los irracionales. Se extiende también a
los seres humanos, cuando son débiles o se les considera inferiores. En una ocasión
vi a dos guardas de ferrocarril dar caza a un pilluelo coreano de unos once
años que viajaba sin billete debajo de un vagón. Aproximáronse al coche cada
uno por un lado y empezaron a pinchar al muchacho con largas varas puntiagudas.
El chico era valiente y resistió unos momentos. Pero lo pincharon tan
ferozmente, que llegaron a perforarle la piel por varias partes. Salió de
su escondite, sangrando por diez o doce
sitios. Tenía manos y pies malheridos, y en los ojos la agonía de un
crucificado. Los guardas adoptaron la
actitud triunfal del que ha vencido a poderoso adversario y lo hicieron andar a palos. Después de todo era un
coreano.
Según la idea que los japoneses
se habían formado de ellos, los Estados
Unidos eran un pueblo rico, y ahíto, y blando de ánimo. Esto era antes de la guerra, cuando los
japoneses conocían sólo en cierto modo a
esos Estados Unidos que habían fotografiado y delineado para su uso particular;
y a los cuales había enviado, a estudiarlos de cerca, gente que tomaba
cuidadosa nota de todo en complicados ideogramas. De hecho, los japoneses
tenían listo, completísimo, el plan que debía llevarlos a la victoria.
Confiando en ese plan se lanzaron a la guerra.
Ahora bien, el japonés carece de
imaginación. Estas son las horas en que no ha caído aún en la cuenta de que los
Estados Unidos de ayer no son los mismos Estados Unidos de hoy. El japonés cree
que está luchando__y esto explica por qué no ha perdido el ánimo
todavía__contra unos Estados Unidos que son cosa del pasado. No alcanza a imaginar
siquiera a esta nación norteamericana
que eleva su producción industrial a
cifras fabulosas; que arde en cólera; que no se avendrá
jamás a negociar la paz con el Japón, porque ha de imponérsela por la
fuerza de las armas. No imagina, en fin, a los Estados Unidos que, con voluntad tenaz e indomable, aperciben ya formidables fuerzas marítimas y aéreas
que descargarán sobre el Japón el golpe más contundente que ha llevado en sus
veintiséis siglos de existencia.
Sí; el Japón era más fuerte ayer. Pero hoy son más fuertes los Estados Unidos.
Selecciones abril 1944
____________________
La
estima y el cuidado de animales en las Escrituras.
…”También para tus camellos sacaré
agua, hasta que acaben de beber. Y
se dio prisa, y vació su cántaro en la pila, y corrió otra vez al pozo para
sacar agua, y sacó para todos sus camellos. Y el hombre estaba
maravillado de ella,…Y añadió: También
hay en nuestra casa paja y mucho forraje, y lugar para posar…desató los
camellos; y les dio paja y forraje…” Génesis 24. 19_32
“No pondrás bozal al buey cuando
trillare” Deuteronomio 25. 4
“El justo cuida de la vida
de su bestia; más el corazón de los impíos es cruel.” Proverbios 12. 10
“…Cuando venía un león, o un oso,
y tomaba algún cordero de la manada,
salía yo tras él, y lo hería, y lo
libraba de su boca,.. 1 Samuel 17. 34_35)
Acerca del Pueblo de Dios y su
buen cuidado.
(Primeramente
judíos y luego gentiles. Según la directriz
divina de Romanos 2. 9-10)
“Pues
yo libraré mis ovejas de sus bocas, y no
les serán más por comida.
Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las
reconoceré. Como reconoce su rebaño el
pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis
ovejas, y las libraré de todos los lugares en que fueron esparcidas el día del
nublado y de la oscuridad….En buenos
pastos las apacentaré, y en los altos montes de Israel estará su aprisco, allí dormirán en buen redil,
y en pastos suculentos serán apacentadas sobre los montes de
Israel. Yo apacentaré mis ovejas, yo les daré aprisco, dice el Jehová el Señor.
Yo buscaré la perdida, y haré volver al
redil la descarriada, vendaré la
perniquebrada, y fortaleceré la
débil; más a la engordada (_simboliza soberbia crueldad, e insensibilidad
al prójimo_) y a la fuerte destruiré; Las apacentaré con justicia….Y levantaré
para ellos una planta de renombre, (Se refiere a nuestro bien amado, bendito y
glorioso Señor Jesucristo) y no
serán ya más consumidos de hambre en la tierra, ni ya más serán avergonzados
por las naciones. Ezequiel 34. 10- 29.
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