Miércoles, 29 de junio de 2016
DE SU MADRE... SOLAMENTE SU TUMBA
Regalo de
un desconocido
Conocer su historia me hizo sentir más cerca
de mis seres queridos.
un desconocido
Conocer su historia me hizo sentir más cerca
de mis seres queridos.
Por MÁRIA LÉVAY
TENíA
YO 20 AÑOS cuando mi madre murió. Era el primer golpe duro que me daba
la vida, y pensé que jamás me iba a recuperar, pero al pasar las semanas
y los meses empecé a aceptar lo irremediable. Cuando llegó la primavera, no sentía ya tanto dolor, y una vez más pude deleitarme contemplando la milagrosa renovación de la naturaleza.
Al principio me era muy penoso ir al cementerio, pero luego, de manera inesperada para mí, fui dejando de pensar en los terribles meses de sufrimiento de mi madre y en el duelo que guardé. Mientras limpiaba y adornaba su tumba con flores, los recuerdos dolorosos se me iban borrando de la mente.
Los años pasaron y me mudé del pueblo donde nací y pasé mi infancia. Lo mismo hicieron mis hermanos, y con el tiempo ya sólo nos reuníamos para conmemorar algunas fechas, sobre todo el Día de los Fieles Difuntos.
Mi padre vivió conmigo muchos años, hasta una edad avanzada. En cierta forma, su larga vida compensó la pérdida prematura de mi madre. Ahora que él también reposa bajo la blanca lápida de mármol, voy con más anhelo al cementerio. Cuando puedo, los visito en días soleados , y mientras arreglo su sepulcro me reúno con ellos en mis pensamientos. El silencio que reina allí me llena de paz y serenidad.
Al principio me era muy penoso ir al cementerio, pero luego, de manera inesperada para mí, fui dejando de pensar en los terribles meses de sufrimiento de mi madre y en el duelo que guardé. Mientras limpiaba y adornaba su tumba con flores, los recuerdos dolorosos se me iban borrando de la mente.
Los años pasaron y me mudé del pueblo donde nací y pasé mi infancia. Lo mismo hicieron mis hermanos, y con el tiempo ya sólo nos reuníamos para conmemorar algunas fechas, sobre todo el Día de los Fieles Difuntos.
Mi padre vivió conmigo muchos años, hasta una edad avanzada. En cierta forma, su larga vida compensó la pérdida prematura de mi madre. Ahora que él también reposa bajo la blanca lápida de mármol, voy con más anhelo al cementerio. Cuando puedo, los visito en días soleados , y mientras arreglo su sepulcro me reúno con ellos en mis pensamientos. El silencio que reina allí me llena de paz y serenidad.
A
menudo observo a las persona que se ocupan de otras tumbas y mo
pregunto cuáles estarán de luto. No llas conozco, pero me identifico
fraternalmente con ellas. Un día me llamó la atención uni modesta
sepultura que había detrá de la de mis padres y que contrasta ha por su
sencillez con
las demás, que eran de mármol y granito. La había cubierto la hiedra, y
su único adorno era una cruz de madera hecha a mano, en la que estaba
inscrito un nombre con letras de cobre: el de una mujer que había vivido sólo 22 años. Cada
vez que pasaba yo por allí, veía la tumba bien arreglada y fabricaba
alguna historia sobre aquella mujer misteriosa que había muerto tan
joven..
En
cierta ocasión vi alejarse de allí a un hombre. Desde lejos me pareció
que era un anciano, y supuse que habría Ido a visitar a su difunta
esposa. En 1996, mientras arreglaba la tumba de mis padres para
conmemomorar el Día de los Fieles Difuntos, volví a verlo en el
cementerio. Era alto, estaba un poco encorvado y, en efecto, tenía mucha
edad. Nos saludamos con una inclinación de cabeza y cada cual siguió en
su trabajo, pero de vez en cuando yo me volvía para mirarlo. Al ver
que le faltaban herramientas apropiadas para la limpieza, le ofrecí las
mías, y él aceptó gustoso. No tardé en trabar conversación con él, y le
pregunté de quién era la tumba. Esto fue lo que me respondió:
—De mi madre. Murió joven, en 1912, cuando yo apenas tenía un año y medio. En realidad no la conocí. Mandé hacerle esta cruz y la inscripción... —Hizo una breve pausa y luego prosiguió—: Nadie más viene a visitarla porque yo fui su único hijo. Murió de pulmonía. Mi padre volvió a casarse y a mi madrastra sólo le importaban sus hijos propios. Así que yo siempre venía a ver a mi madre, estuviera triste o contento. Luego la vida me llevó lejos de aquí, pero no me he olvidado de esta tumba; para mí es como el hogar, y siempre vuelvo a ella. Con el paso de los años me ha sido cada vez más difícil venir, pero ine he hecho el propósito de hacerlo por lo menos dos veces al año mientras las piernas no me flaqueen. Ya paso de los ochenta y solamente Dios sabe hastapodré seguir viniendo. Escuché en silencio sus palabras, conmovida y a la vez admirada. Los ojos se me arrasaron cuando me di cuenta de que en toda mi vida no había visto muestras de un amor tan incondicional como el que ese hombre profesaba a su madre. Pensé en lo afortunada que era yo, que a cualquier hora podía abrir el cofre de mis recuerdos y revivir los momentos tristes o felices que había tenido con mis padres y que me unían a ellos con mil hilos invisibles. En cambio, ¿qué recuerdos podía tener ese amable caballero? Quizá nada más que el rostro borroso de una vieja foto que sabía de oídas que le habían tomado a su madre.
¡Qué lazo tan poderoso debió de atraerlo una y otra vez en el transcurso de su vida a la última morada de aquella joven madre, cuyo amor no pudo disfrutar jamás, y cuya triste y profunda ausencia siempre lo acompañó!
Nos despedimos. Yo estaba muy conmovida porque sabía que había recibido un gran regalo: presenciar cuán leal y perdurable puede ser el cariño de un hombre sencillo y bueno por su madre. De camino a casa volví a pensar en su enternecedora historia y decidí que, si algún día la tumba de si madre empieza a cubrirse de malezas, la limpiaré junto con las de mis padres. Para entonces el gentil desconocido me estará observando desde el cielo, donde por fin se habrá reunido con ella.
—De mi madre. Murió joven, en 1912, cuando yo apenas tenía un año y medio. En realidad no la conocí. Mandé hacerle esta cruz y la inscripción... —Hizo una breve pausa y luego prosiguió—: Nadie más viene a visitarla porque yo fui su único hijo. Murió de pulmonía. Mi padre volvió a casarse y a mi madrastra sólo le importaban sus hijos propios. Así que yo siempre venía a ver a mi madre, estuviera triste o contento. Luego la vida me llevó lejos de aquí, pero no me he olvidado de esta tumba; para mí es como el hogar, y siempre vuelvo a ella. Con el paso de los años me ha sido cada vez más difícil venir, pero ine he hecho el propósito de hacerlo por lo menos dos veces al año mientras las piernas no me flaqueen. Ya paso de los ochenta y solamente Dios sabe hastapodré seguir viniendo. Escuché en silencio sus palabras, conmovida y a la vez admirada. Los ojos se me arrasaron cuando me di cuenta de que en toda mi vida no había visto muestras de un amor tan incondicional como el que ese hombre profesaba a su madre. Pensé en lo afortunada que era yo, que a cualquier hora podía abrir el cofre de mis recuerdos y revivir los momentos tristes o felices que había tenido con mis padres y que me unían a ellos con mil hilos invisibles. En cambio, ¿qué recuerdos podía tener ese amable caballero? Quizá nada más que el rostro borroso de una vieja foto que sabía de oídas que le habían tomado a su madre.
¡Qué lazo tan poderoso debió de atraerlo una y otra vez en el transcurso de su vida a la última morada de aquella joven madre, cuyo amor no pudo disfrutar jamás, y cuya triste y profunda ausencia siempre lo acompañó!
Nos despedimos. Yo estaba muy conmovida porque sabía que había recibido un gran regalo: presenciar cuán leal y perdurable puede ser el cariño de un hombre sencillo y bueno por su madre. De camino a casa volví a pensar en su enternecedora historia y decidí que, si algún día la tumba de si madre empieza a cubrirse de malezas, la limpiaré junto con las de mis padres. Para entonces el gentil desconocido me estará observando desde el cielo, donde por fin se habrá reunido con ella.
Selecciones del Reader´s Digest
Mayo de 1999
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