domingo, 19 de marzo de 2023

YO VÍ A MI HIJO- 2 GUERRA MUNDIAL- 1945

Martes, 6 de febrero de 2018

Un padre entrevista a su
hijo frente al enemigo.
             (Condensado de
«Better Homes & Gardens»
                                              Yo vi a mi hijo...
                    Autor anónimo
                                                    1945  
El presente artículo se debe a un escritor que sirve ahora con grado de oficial en el ejército norteamericano, y desea guardar el incógnito.

Próximos a la frontera alemana, el soldado y yo permanecíamos de pie, entre los árboles nevados y sombríos. El soldado era joven y alto. Más allá de la pelada selva tendida ante nosotros, fuera del alcance de la vista, un famoso regimiento norteamericano batía tenazmente al enemigo, del cual lo separaba un río helado. De más lejos todavía, del lado sur, llegaba retumbando de valle en valle el ruido distante del cañoneo de la saliente de las Ardenas.
 El puesto de mando estaba a nuestra derecha, en una casa-escuela medio demolida. La puerta del fondo, invisible para el enemigo, se abría y cerraba continuamente para dar paso a mensajeros que salían presurosos portando despachos. Cada vez que se abría, el hilo amarillento y delgado de la luz de un quinqué se alargaba sobre la sucia alfombra de nieve.
A nuestra espalda, por la otra ladera de un cerro, la columna de municiones que llevaba las de esa noche a las piezas de 105 Y 155 desfilaba con sordo resoplar de motores. También oíamos subir trabajosamente las ambulancias, con doble carga de heridos de los hospitales de sangre.
 El proyectil de un 88 alemán estalló en lo hondo del valle que teníamos a la izquierda. Debí de dar un bote, porque el soldado me puso una mano en el hombro, como para tranquilizarme, y me dijo:
—No hay que preocuparse, papá. Los hemos visto caer más cerca...
 Aquel soldado, mi único hijo, era ya,a los diecinueve años, un veterano. Hacía apenas una hora que había vuelto de la línea de fuego. Dentro de poco volvería allá.
Ni pensar que en aquella noche brevísima tuviera él tiempo de contestar a todas las preguntas que había ido yo almacenando en mi memoria. ¿Qué me decía de su preparación militar? ¿Qué de su armamento? ¿Qué era lo que más deseaba? Qué planes tenía para lo por venir? ¿Lo había cambiado mucho la guerra ?
El muchacho tenía un excelente aspecto. Parecía fuerte, aguerrido, despierto. Más delgado que la última vez que lo había visto. Juraría que había crecido un poco. Más erguido, de eso sí estoy seguro. El fusil, colgado a la espalda, diríase parte de su persona. Tenía el cutis atezado, la cara perfectamente rasurada. Llevaba el casco, con irreprochable propiedad, en la posición horizontal reglamentaria. No era un soldadito de revista. Era un combatiente. Un tirador probado en la línea de fuego.
Vestía chaqueta de campaña. Debajo, dos elásticas, camisa de lana, ropa interior de lana, dos pares de pantalones, dos pares de calcetines, zapatos de campaña. Era lo menos parecido a un cadete de academia militar que puede concebirse. Verdad que aquel bosque nevado no era tampoco un campo de parada.
Una noche, seis meses atrás, se había despedido de mí aquel muchacho. Quisimos ahogar la tristeza de la partida en el ruido y el aturdimiento de una falsa alegría. Ahora, no había en él ni asomo de aquella alegría. Parecía la austera
encarnación de la seriedad. Erguido en la nieve, separados los pies, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, me daba la impresión de un hombre que tratara constantemente de percibir rumores que no llegaban hasta mí. Todos los buenos soldados adquieren, por cautela, esa costumbre de escuchar. ¿Qué pensamientos ocupaban ahora a aquel muchacho que poco antes se entregaba, como todos los de su edad, a ideas y enseñanzas y proyectos para los cuales eran estrechos su cabeza y su corazón ? ¿Qué bullía ahora en el cerebro de aquel joven que tenía la independencia, la curiosidad intelectual y el afán de explorar todas las vías del humano saber que caracterizan a su generación inquieta?
No era en los Cuatro Derechos en lo que estaba pensando él aquella noche. Ni en el mundo ideal de la postguerra. No estaba forjando planes, ir¡ siquiera para su propia vida. Eso se queda tal vez para los que están a retaguardia. Aquí en el bosque de Monschau, en lo uníco en que pensaba este muchacho era en el modo de defender su vida y la de sus compañeros, y en matar
Conocía a los alemanes, no por los titulares de la prensa, sine por haber visto muy, de cerca que eran soldados resueltos, resistentes, Y los odiaba, como todos sus compañeros, profunda, ardientemente. Los odiaba por lo astutos e inexorables que son; por aquellos fugittvos, muertos en los caminos de Francia; por las poblaciones trágicamente desiertas que había hallado a su paso. Los odiaba por el estrago que habían causado entre sus propios amigos y compañeros. El mes anterior había sido funesto para su pelotón. Había visto caer muertos al mejor de sus compañeros, y a otro soldado muy amigo suyo; y heridos a seis más. A buen seguro que no habrían de ser muy benignas las condiciones de paz, si se dejase formularlas a mi hijo y a sus compañeros.
 Del lado sur llegó el retumbo fragoroso de la artillería de grueso calibre. Una ambulancia empezó a subir la pendiente con gran ruido y esfuerzo.
— ¿Un cigarrillo?—me dijo el muchacho alargándome uno que acababa de sacar de su paquete de ración. Cada uno de esos paquetes trae cuatro cigarrillos. Más cuando vio que yo sacaba una cajetilla, se lo guardó.
—Gracias, papá. Me guardaré éste. ¿Cómo dejaste la familia?
Le enteré de como estaban todos. — ¿Y Bob?—me preguntó.
Bob es su perro.
Perfectamente— repuse—. El otro día, en la finca, Ed quiso hacerlo subir a una balanza para pesarlo y lo mordió.
Fue la única vez en la hora y media que pasé a su lado, que oí a mi hijo reír. De pronto se puso serio. No es tan fácil reír cuando las ambulancias vuelven cargadas del lugar preciso en que nuestra compañía está combatiendo. Cambié de tema.
— ¿Qué tal es tu unidad ?
—¡La mejor del ejército! ¿No sabes lo que ha hecho de África y Normandía para acá? Quedan ya pocos de los de esos desembarcos, y los que quedan empiezan a sentirse cansados. Pero son unos maestros en la guerra. Se aprende mucho con ellos... ¿Cuánto crees que durará esto, papá?
—¡Quién lo sabe, hijo!

—En todo caso, no será contra los alemanes contra quienes estaremos peleando en las próximas navidades.
Dio una fuerte chupada al cigarrillo y continuó:
—Me figuro que para el 4 de julio habremos acabado aquí ya. Eso es, al menos, lo que todos esperamos. ¡Si hubiera más municiones, sobre todo para la artillería gruesa, para las piezas de 155...!
—Bien, y si hubiera el doble de lo que hay ahora, ¿qué ?
—Pues.., querríamos más todavía, desde luego. Siempre más. Se siente uno tan bien cuando oye pasar por encima esos proyectiles enormes. Toda la artillería de esa clase que tengamos, nos parecerá poca.
Le pregunté por el rancho.(comida)
Excelente—me contestó—. En medio de un diluvio de metralla le sirven a uno dos comidas calientes al día en plena línea de fuego. A veces pienso que tendríamos bastante con una. Nos hacen algunas bajas entre los rancheros que nos traen la comida. En vez de una de esas comidas podríamos muy bien contentarnos con una de las raciones K.
Le pregunté qué había leído.
No hay tiempo de leer. No me hacen muy feliz las pocas revistas de allá que han caído en mis manos. Los anuncios son bastante malos. Sobre todo los grabados que los ilustran. Los soldados se indignan cuando los ven. Estampas de guerra, pero muy retocadas. No asoma allí el fango, no se siente el hedor de los muertos. Actitudes marciales y heroísmo de página ilustrada: de ahí no pasa. Y, claro, la gente que ve eso no se da ni remota cuenta de lo que es esta vida nuestra.
Tampoco le hacían maldita la gracia, las noticias que perifoneaban de los Estados Unidos. Todo se volvía victorias. Y él sabía muy bien lo que costaban esas victorias, las grandes y las pequeñas. Había visto de cerca sus resultados, y las evaluaba, no según el número de lugares conquistados, sino por los muertos y heridos que costaron. Por radio, todo eso sonaba a cosa fácil.
  Le di otro cigarrillo. A la llama del encendedor, pude verle bien la cara. En aquel rostro envejecido de un muchacho de diecinueve años había una singular expresión de madurez, de cansancio físico, de tedio moral, a la vez que de serenidad y de enérgica resolución.
No le interesaba la chismografía de Washington. Las discordias entre el capital y el trabajo, el racionamiento, los libros, los estrenos teatrales, las canciones de moda... todo eso era de un mundo al cual ya no pertenecía él. Su cerebro estaba concentrado en aquel rincón del bosque cubierto de nieve, frente a los alemanes apostados en la otra orilla.
  —Tenemos que desalojarlos de aquella ribera—me dijo señalando hacia el Este—. Esa será nuestra tarea inmediata. Va a ser una lucha muy porfiada.

  Me habló con gratitud y admiración del trabajo de las enfermeras en los hospitales, de los (médicos y enfermeros)sanitarios que se exponen sin cesar al fuego enemigo.
—Ésos sí que son héroes, ¡créelo!—exclamó. ¡Héroes! Fue la única vez que le oí esa palabra.
Me dijo que hacía dos meses que no recibía su paga. Le ofrecí dinero.
—No, gracias, no lo necesito.
Me habló de su fusil. De sus zapatos. Cosas ambas que tenían grandísima importancia para él.
Y tornó a hacerme la pregunta:
— ¿Cuánto crees que durará esto? ¿Trasladarán las tropas de aquí directamente al Pacífico, o nos dejarán pasar en casa una temporadita en tránsito para allá? ¿Cuándo tendremos bombas V para darle su merecido al enemigo?
La puerta del puesto de mando se abrió. Un oficial joven dio una voz: «Hora de ponerse en marcha». Mi hijo se subió el fusil. Se irguió unos segundos. Me tendió la mano.
—Adiós, papá. Hasta que te vuelva a ver en casa.
—Sí, hijo, hasta entonces...

Se llevó la mano a la frente. Me hizo el saludo militar. Giró sobre los talones y echó a andar entre las sombras de la noche hacia el vallecito desde donde su regimiento batía a los alemanes situados a la otra margen de un río helado.

 

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