miércoles, 1 de marzo de 2023

UNA LOBA LIBERADA POR UN CAZADOR - 1941

Algo maravilloso y un tanto místico ocurrió en los desolados bosques de Alaska. Un suceso que da mucho que Pensar, aunque no se comprenda del todo.
 VIVENCIA INSÓLITA EN EL BOSQUE
 POR MORRIS HOMER ERWIN
 SELECCIONES DEL READER'S DICEST    AGOSTO DE 1987 
ILUSTRACIÓN: NORMAN ADAMS
UNA MAÑANA de primavera, hace muchos años, había estado yo buscando oro en el río Coho, en la isla Kupreanof, en Alaska sudoriental. De pronto, cuando salí de un bosque de abetos y pinabetes, me quedé pasmado: a unos veinte pasos de donde me encontraba en la planicie cubierta de musgo, avisté un enorme lobo negro, atrapado en una de las trampas del trampero George, mi amigo.
El viejo George había muerto la semana anterior, de un ataque al corazón, de modo que para la bestia fue afortunado que yo pasara por ahí. El animal, desconcertado y atemorizado al ver que me acercaba, se apartó tirando de la cadena de la trampa. Entonces me di cuenta de que era una hembra, y de que tenía las ubres repletas de leche. Por ahí, en alguna madriguera, una camada de lobeznos debía de estar esperando a la madre.
Por la apariencia de la loba, supuse que habría caído en la trampa sólo, unos días antes, lo cual significaba que sus hijos estarían todavía vivos, quizá a unos cuantos metros de' allí. Pero temí que, si trataba de liberarla, me atacara y destrozara.
Así pues, decidí localizar a los lobeznos, y empecé a buscar huellas que me llevaran a la madriguera Por fortuna, todavía quedaban algunos parches de nieve en el tereno. Al rato descubrí huellas de garras en un sendero que bordea el pantano musgoso.
Ese rastro me llevó como un kilómetro a través de] bosque, y luego cuesta arriba, por una pendiente rocosa. Por fin di con la madriguera que se encontraba al pie de un abeto.enorme. No se oía el menor ruido que proviniera del interior. Los lobeznos son tímidos y cautelosos, y yo no tenía muchas posibilidades de lograr que salieran. Pero había que intentarlo, de modo que comencé a imitar la aguda voz, de las lobas cuando llaman a sus crías. No obtuve respuesta.
Momentos después, cuando volví a emitir aquel llamado, aparecieron cuatro pequeñísimos lobeznos, de cuando mucho unas cuantas semanas de nacidos; les acerqué las manos, y ellos trataron de mamar de mis dedos. Quizá el hambre me había ayudado a vencer su temor natural. Luego, los coloqué uno por uno en una bolsa de yute, y emprendí el regreso cuesta abajo.
Al verme la loba, se quedó inmóvil, muy erguida. Después lanzó un agudo aullido de aflicción, quizá al percibir el olor de sus hijos. Solté a los lobeznos, que corrieron hacia su madre. Pronto estaban todos mamando del vientre de la loba.
¿Y ahora qué?, me pregunté. La loba estaba sufriendo, evidentemente, pero cada vez que me acercaba, de su garganta surgía un gruñido amenazador. Como tenía que proteger a sus crías, estaba dispuesta a luchar. Necesita alimento, pensé. Tengo que traerle algo de comer.
Caminé hacia el río y vi la pata de un venado, muerto de hambre y frío que sobresalía de un montículo de nieve. Le corté una pata trasera al cadáver y devolví el resto a aquella nevera natural. Cuando le llevé la carne a mi amiga, le dije en tono tranquilizador. "Bueno, señora, la cena está servida, pero sólo si deja usted de gruñirme. Ande; coma tranquila". Le arrojé trozos de carne, que olfateó y luego engulló.
Corté algunas ramas de pinabete y con ellas preparé un tosco refugio .para guarecerme. Pronto me dormí. Al amanecer del día siguiente me despertaron cuatro bolitas de pelo esponjado que me olisqueaban la cara y las manos. Eché uná mirada a la loba, que parecía muy inquieta. ¡Si pudiera ganarme su confianza!, pensé, Esa era su única esperanza de sobrevivir.
Los cinco días siguientes dividí mi tiempo entre la búsqueda de oro y mis intentos de ganarme la confianza de la loba. Le hablaba con dulzura, le arrojaba carne y jugaba con los cachorros. Me acercaba cada vez más, aunque procuraba permanecer fuera del alcance de la loba encadenada.
Al anochecer del quinto día le llevé más carne. "¡Aquí está la cena!", le dije suavemente, y me acerqué. "Anda, muchacha, no hay nada que temer". De pronto, los lobeznos se me acercaron dando saltitos. Por lo menos tenía la confianza de ellos, pero estaba empezando a perder la esperanza de congraciarme con la madre. Entonces me pareció ver que movía la cola levemente. Me coloqué dentro del alcance de la cadena.
La loba permaneció inmóvil. Yo sentía un nudo en la garganta. Me senté a dos metros de ella. De una sola tarascada aquellas fauces podrían romperme un brazo ... o desnucarme. Me envolví en mi frazada y me senté lentamente en el suelo frío. Un gran rato no pude conciliar el sueño.
Al amanecer, me despertó el ruido que hacían los lobeznos al mamar. Me acerqué a ellos suavemente y los acaricié; la loba se quedó tiesa. "Buenos días, amigos", dije, titubeante. Entonces, puse la mano sobre la herida de la loba, que contrajo los músculos por el dolor, pero no hizo ningún movimiento amenazante. No lo puedo creer, pensé, sorprendido, pero esto en verdad está sucediendo.
Me di cuenta de que las tenazas de acero de la trampa le habían aprisionado sólo dós dedos, que estaban hinchados y lacerados; pero el animal no perdería la pata, si yo lograba liberarlo.
"Bueno", le dije, "espera un poco, y estarás libre de nuevo".
Presioné la trampa, que se abrió, y la loba retiró la pata. Luego, mientras gemía, dio unos saltos sin apoyar la pata lastimada. Según mi experiencia en los bosques, la loba reuniría en ese momento a sus cachorros y desaparecería en la espesura; pero en vez de ello el animal se me acercó muy lenta y cautelosamente. Ya que estuvo junto a mí, me olfateó los brazos y las manos, y luego empezó a lamerme los dedos. Quedé perplejo. Aquello iba en contra de todo lo que yo había oído sobre los lobos y, sin embargo, parecía muy natural.
Poco después, mientras sus crías jugueteaban a su alrededor, la loba se dispuso a partir; comenzó a caminar cojeando en dirección del bosque. Entonces, se volvió y me miró. "¿Quieres que vaya con ustedes?", le pregunté. Animado por la curiosidad, empaqué mi equipo y me puse en camino.
Bordeando el río Coho a lo largo de algunos kilómetros, ascendimos 'la montaña Kupreanof hasta que llegamos a una pradera alpina. Allí, oculta entre el bosque circundante, había una manada de lobos, Conté nueve adultos y, a juzgar por sus actitudes juguetonas, cuatro cachorros casi totalmente desarrollados. Tras unos minutos de bienvenida, la manada comenzó a aullar en forma siniestra, con voces . ululantes, desde aullidos graves hasta chillidos agudos.
Al anochecer, instalé mi campamento. A la luz de la hoguera y de la luna veía las siluetas y los ojos brillantes de los lobos que salían de las sombras y volvían a perderse en ellas. Pero no sentí' miedo: sólo eran curiosos, lo mismo que yo.
Me levanté al amanecer. Ya era tiempo de que dejara a la loba con su manada. Ella me observaba mientras disponía mi equipo, y cuando eché a andar a través de la pradera, en cuanto llegué al lado opuesto, me volví y vi que la loba y sus cachorros me miraban desde donde los había dejado. No sé por qué, pero les hice una seña de despedida con la mano, y en ese momento la loba lanzó al aire fresco un largo y lúgubre aulido.
CUATRO años después, en el otoño de 1945, regresé al río Coho a raíz de cumplir el servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. Tras los horrores de la guerra, era muy agradable encontrarme de nuevo entre los abetos mecidos por el viento, y respirar el aire vigorizante de los bosques de Alaska. Encontré colgada de un cedro rojo, donde la había dejado cuatro años antes, la trampa, ya oxidada, en la que había caído la loba. Algo me indujo a ascender la montaña Kupreanof hasta la pradera donde había visto por última vez a mi amiga. Subí a una alta roca y emití un largo aullido en tono bajo, tal como los lobos suelen llamarse; ya había hecho eso muchas veces.
El eco retornó a través del espacio. Volví a llamar, y volví a oír el eco, pero ahora seguido del aullido de un lobo que provenía de un promontorio que se encontraba a un kilómetro de allí.
En seguida, vi a lo lejos una silueta oscura que avanzaba hacia mí. Cuando atravesaba la pradera noté que se trataba de un lobo negro.
Sentí un estremecimiento en todo el cuerpo. Sin embargo, de pronto reconocí al animal aun al cabo de cuatro años. "¡Hola, muchacha!", le dije con suavidad. La loba se me acercó poco a poco, con las orejas enhiestas y el cuerpo tenso, y se detuvo a unos metros de mí. Movía levemente la hirsuta cola.
Al rato, la loba se fue. Tiempo después salí de la isla Kupreanof, y nunca volví a verla. Pero su recuerdo vívido, imborrable y un tanto sobrecogedor, siempre me acompaña, y me hace pensar que en la naturaleza suceden cosas que están más allá de las normas y el entendimiento humanos.
Durante aquel breve tiempo, el animal herido y yo penetramos cada uno en el mundo del otro, y tendimos puentes a través de abismos que nunca se pensó pudieran salvarse. No existe explicación para experiencias de esta clase. Lo único que podemos hacer es aceptar su posibilidad y, en vista de que están teñidas de misterio y rareza, quizá atesorarlas en la memoria como algo muy valioso.
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Alteza desairada
UN CILEBRE cirujano suizo, cuyos pacientes tenían que hacer cita con meses de anticipación, no era afecto a hacer distingos entre su clientela. En cierta ocasión, una princesa llegó al consultorio y el médico le indicó que tomara asiento, como si tal cosa, La princesa se escandalizó. ¿Sería posible que el médico no supiera quién era?
—¡Soy una princesa! —exclamó.
—Bueno —replicó el cirujano—. Entonces tome dos asientos.
—Marie Waife-Goldberg, en My Father, Sholom Aleichem (Simon & Schuster)

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