Después de atormentar la conciencia de los franceses durante casi dos siglos, la temible máquina desaparece al fin.
Adiós a la guillotina
POR JEAN-MARIE JAVRON
EN
SU tiempo fue la máquina mas temida del país, la que bañó la Revolución
Francesa en sangre, la que hacía temblar a los ciudadanos y rodar las
cabezas de los condenados. La guillotina sigue perteneciendo al pueblo,
pero ahora como una curiosidad histórica.
Dos guillotinas oficiales prestaron servicio hasta el 18 de septiembre de 1981, fecha en que la Asamblea Nacional abolió la pena de muerte en Francia. Estaban tan bien cuidadas y aceitadas, que bastaba menos de media hora para armarlas ... y 50 segundos para que cumplieran su macabra tarea. Son réplicas casi exactas de su lejana antecesora, la que se estrenó en 1792.
Sin
embargo, pasarán varios años antes de que sean exhibidas en salas de
museo, porque se teme que provoquen manifestaciones públicas.
Durante
los casi dos siglos que estuvo en funcionamiento, la guillotina
decapitó a decenas de miles de franceses. Originó un torrente de sangre y
causó tal repulsión que, con los años, el número de ejecuciones fue
disminuyendo paulatinamente. Los presidentes Georges Pompidou y Valéry
Giscard d'Estaing expresaron su rechazo a este instrumento de hacer rodar cabezas.
Cuando, por fin, el Gobierno del presidente Françoís Miterrand prohibió
definitivamente las guillotinas, se cumplió la profecía que hizo el
abolicionista más famoso de Francia, Víctor Hugo, en 1863: "La pena de
muerte seguramente será abolida en los países civilizados".
Por
extraño que hoy nos parezca, la utilización de la guillotina se
consideró en su tiempo una medida humanitaria y progresista. Luis XVI
había derogado la tortura, pero en los métodos de ejecución aún se
incluían los terribles refinamientos de la Edad Media.
A los nobles condenados a muerte se les decapitaba con hacha o espada. Los plebeyos eran ahorcados, quemados en la hoguera, o sometidos al terrible suplicio del potro.
El buen Dr. Guillotin.
El Dr. Ignace Guillotin, miembro de la Asamblea Constituyente y
especialista en hidrofobia y viruela, subió a la tribuna el 9 de octubre
de 1789 para denunciar estos espectáculos horripilantes. "¡Tales
torturas", exclamó, "colocan al hombre en un nivel inferior al de las
bestias!" En junio de 1791, con el fin de establecer la igualdad en la
muerte, la Asamblea aprobó el famoso artículo que, desde entonces, formó parte del código penal francés: "Los condenados a muerte serán decapitados".
Ignace
Guillotin, a quien los diarios describían como un petimetre que vestía
de seda verde pistache o de color durazno, soñaba con una máquina
infalible, capaz de eliminar el sufrimiento que infligían los rudos
verdugos. Cuenta
la leyenda que concibió la idea en 1790, cuando paseaba por la feria de
Lendit, donde vio cómo, en un teatro de marionetas, una cuchilla
mecánica le cortaba la cabeza a un títere y el público reía. "La
cuchilla cae como el relámpago, la cabeza se desprende rápidamente, la
sangre sale a borbotones, el hombre deja de existir", explicaba el
médico ante la Asamblea unos días después, con la intención de
contagiarle su filantrópico entusiasmo. Tan tétrico lirismo suscitó el
sarcasmo de sus colegas, pero los convenció de que nombraran un comité
que estudiara la idea.
El 17 de abril de 1792, en el jardín del
hospicio de Bicétre, en las afueras de París, estaba terminado el primer
modelo de guillotina. Entre los muchos observadores se contaban el Dr.
Guillotin, el superintendente del hospital y cuatro hombres cuyo apellido estremecía a la gente: Charles-Henri Sanson, verdugo oficial, sus dos hermanos y su hijo, quienes le servían de ayudantes.
Lo que vieron los asombró: tres cadáveres fueron decapitados en un abrir y cerrar de ojos.
El modelo de 1792 no era muy diferente de las guillotinas que
estuvieron en uso hasta 1981, salvo por algunos detalles. Los dos
maderos verticales miden 4,5 metros de altura y están a 37 centímetros
el uno del otro. La cuchilla es oblicua y pesa siete kilos. Está
adherida a un bloque de acero de 32 kilos, por medio de tres pernos que
pesan un kilo cada uno. Así, el metal que caía sobre la nuca del condenado desde una altura de 2,25 metros pesa un total de 42 kilos. El
resto de la máquina consiste en un simple tablón donde se colocaba a la
víctima. Este tablón se movía horizontalmente, para que el cuello del
sentenciado cupiera en la lunette, que lo mantenía inmóvil.
En 1870 se le instaló un sistema de muelles y sostenes para conservar la cuchilla en alto hasta que caía al oprimir un botón, en vez de la cuerda y la polea que aparecen en los grabados antiguos. Se le agregaron rodillos de caucho para amortiguar el ruido de la cuchilla al caer, que se consideraba demasiado traumático para los testigos. Complementaban el aparato un cesto de mimbre forrado de linóleo, para el tronco, y una vasija donde caía la cabeza y parte de la sangre que brotaba en largos chorros de las carótidas.
La cuchilla cayó por primera vez sobre una persona viva el 25 de abril de 1792. Era Nicolas-Jean Pelletier, condenado por robo y asalto.
El
Dr. Guillotin afirmaba que él sólo había diseñado el aparato para
"prestar servicio", pero la súbita notoriedad que adquirió lo
horrorizaba. Jamás
accedió a asistir a una ejecución, ni permitía que en su presencia se
mencionara el nombre que se dio a la siniestra máquina. Salió de París
huyendo del escarnio, y fue a servir como oscuro médico del Ejército en el norte de Francia.
21
de enero de 1793. Desde las 5 de la mañana se había erigido el cadalso
en la Plaza de la Revolución, hoy Plaza de la Concordia. Lo custodiaban 30.000 soldados, y para mayor seguridad, una hilera de cañones rodeaba la plataforma.
Decenas de miles de parisienses se habían congregado a presenciar los
últimos instantes de Luis XVI, quien murió dando muestras de valor
ejemplar. La palabra "guillotina" resonó en todo el mundo como nota
pavorosa.
El horror llegó a su apogeo durante el Terror. Una simple denuncia podía enviar a la guillotina a cualquier persona
que, "sin haber hecho nada contra la libertad, tampoco hubiera hecho
nada por ella". Del 11 de marzo de 1793 al 27 de julio de 1794 fueron
ejecutadas no menos de 1.256 personas en la Plaza de la Revolución.
Era
tradicional que los verdugos sobrevivieran a los regímenes a los que
servían. Charles-Henri Sanson murió en el lecho, en París, en 1806. Fue
el cuarto vástago de una famosa estirpe de verdugos que se remontaba hasta 1635. Estos hombres no escogían su oficio: marcados por la infamia desde la niñez, y rechazados con repulsión por la sociedad, los hijos de verdugo se resignaban más tarde o más temprano a seguir los pasos del padre, y las hijas debían casarse con un verdugo, o con un ayudante de verdugo. El nieto de Charles-Henri, Henri-Clément Sanson, murió en 1889 sin dejar descendiente varón. Así se extinguió una familia que durante dos siglos y medio estuvo vinculada a tantos horrores de la historia de Francia.
Ya
en aquella época el uso de la guillotina había disminuido
considerablemente, como correspondía a los cambios de costumbres e
ideas. Diversas revisiones del código penal, entre ellas la inclusión
del concepto de circunstancias atenuantes, en 1832, redujeron mucho el
número de crímenes castigados con la muerte. El último de los Sanson efectuó sólo 111 ejecuciones, mientras que su padre, Henri, había oficiado en 360, en París. Las grandes ciudades provinciales, una tras otra, despidieron a sus verdugos oficiales. En 1870 solamente había uno para toda Francia, y era conocido oficialmente como Monsieur de París. Con este misterioso título, el verdugo evitaba la publicidad.
Durante
varios decenios, los más notables intelectuales habían impugnado la
pena capital.-"Hay tres cosas que solamente corresponden a Dios",
aseveraba Víctor Hugo, "lo irrevocable, lo irreparable y lo
indisoluble". El novelista Albert Camus, ganador del Premio Nóbel en
1957, escribió: "Le da a la muerte un sentido de vindicta pública, de
premeditación, no obstante que muchos. sistemas jurídicos consideran el
crimen premeditado más grave que el crimen por violencia pura".
En
1963, las estadísticas de la UNESCO indicaban que 40 naciones no
comunistas habían tachado la pena de muerte de sus códigos penaless. En
Francia, las encuestas favorecían mayoritariamente su abolición. Entre
1959 y 1969, en el Gobierno de Charles de Gaulle, sólo hubo 11
ejecuciones; tres durante el mandato de Pompidou, entre 1969 y 1974, y tres, durante el de Giscard d'Estaing, de 1974 a 1981.
En
octubre de 1965, el muy respetado médico e individuo de la Academia de
Medicina, profesor Piedeliévre, publicó los resultados de sus estudios
en la Conferencia Bichas, los cuales repugnaron a millones de franceses.
Tras examinar a varios guillotinados, llegó a la conclusión de que la
muerte en la guillotina no era tan instantánea como se suponía desde la
Revolución. Declaró: "Los músculos se contraen y su crispamiento
espasmódico es impresionante: los intestinos ondulan, el corazón tiene
contracciones irregulares e incompletas, la boca se tuerce en horrible
rictus y las dilatadas pupilas conservan una trasparencia de vida".
Concluyó que las víctimas habían sido objeto de "vivisección criminal e
inhumación prematura".
Esto ayuda a explicar por qué la mayoría de
los abogados a quienes se obligó a presenciar la ejecución de sus
clientes, se tornaron en fervientes abolicionistas. Además del horror de
esta "vivisección" practicada en nombre del pueblo francés, los
abogados señalaron que, si el número de asesinatos ( entre 200 y 300
cada año, sin contar los del hampa ) se comparaba con el de ejecuciones,
estas últimas parecían cada vez más arbitrarias.
Tal como insistía
Camus, se sufría una indescriptible tortura moral durante el lapso de
espera de varios meses que duraba la apelación y, si esta no procedía,
la espera por el indulto presidencial. A la postre, dos guardias
despertaban bruscamente al reo a las 5 de la mañana. Caminaban en medias
y de puntillas para no despertar a los demás reclusos. Luego, el ritual
del corte de pelo, el último trago, la misa católica, el último
cigarrillo, y la última carta a la familia. Entonces, el prisionero,
atado de pies y manos, era conducido hasta el cadalso emplazado en el
patio de la cárcel.* Para los abolicionistas, este era un sádico acto de
crueldad premeditada que pocos asesinos habrían podido imaginar
siquiera para sus víctimas.
Con todo, la abolición definitiva de la
pena de muerte parecía sólo teórica, a pesar de la enmienda sancionada
en el Parlamento el 24 de octubre de 1978, por la cual se suprimían la partida presupuestaria de mantenimiento de la guillotina y el salario del verdugo. La iniciativa fue presentada por el diputado conservador Pierre Bas, pero la votación
*La última ejecución pública (de un asesino llamado Charles Weidmann) ocurrió en Versalles, el 17 de junio de 1939.
fue desfavorable, aun cuando contaba con el apoyo de importantes
degaullistas, y de los socialistas, incluso el actual presidente,
Franois Mitterrand. Alain Peyrefitte, entonces ministro de justicia,
finalizó un informe al respecto diciendo: "No estoy seguro de que sea el momento de abolir la pena de muerte". '
Por tanto, de tiempo en tiempo Monsieur de París seguía cumpliendo su misión.
Hasta 1981, el último verdugo oficial fue Marcel Chevalier, de 62 años,
impresor de profesión. En 1980 recibió un estipendio de 45.600 francos.
Como sus predecesores, Chevalier debía mantener la máquina en perfecto funcionamiento, y tuvo que reclutar a tres ayudantes, que viajaban con él. También pertenece a un antiguo linaje de verdugos. Por parte de su esposa, está emparentado con André Obrecht, quien fue Monsicur de París
antes que él. Obrecht era sobrino de Anatole Deibler, quien a su vez
sucedió en el puesto a su propio tío en 1899. Chevalier comenta: "Verá usted: yo soy un hombre como cualquier otro. Tengo mujer, dos hijos, y un nieto al que adoro. En el vecindario todos me conocen y me saludan. Las leyes existen y tiene que haber personas como yo, para hacer que se cumplan".
Algún día, los escolares verán la palabra guillotina en sus libros de historia, y no sabrán a ciencia cierta qué significa. ¡Ojalá que nadie vuelva a encontrarle aplicación!
El escritor inglés Malcom, Muggeridge escribió en 1936:
Si
CREYERA que el soldado que mata en defensa de su patria, y de la mía, o
el marino que patrulla las costas dentro de las que vivo, estuviera
cometiendo un acto vergonzoso, debería en primer lugar prescindir de su protección; esto es, renunciar a mi nacionalidad y, después, renunciar a los bienes que poseo gracias a ella.
Sólo entonces estaría justificado para predicar la abominación de toda
guerra y para comprometerme yo mismo a nunca empuñar las armas.
Considero
hipocresía disociarme de los armamentos que, al conservar el orden
interno y al prevenir invasiones, me permiten, dentro de ciertos
límites, vivir a mi manera. En tiempos de paz, mi calidad de ciudadano me otorga beneficios; en tiempos de guerra, me impone ciertas obligaciones. No puedo tener lo uno sin lo otro.
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