19-FEBRERO-2021
" LA MANO DE DIOS"
Doctor BERNARD NATHANSON
El llamado "Rey del aborto"
me doy cuenta de que ahora podría tener nietos con esta bella y cariñosa
mujer.
Yo realicé el aborto de mi propio hijo
¿Lecciones? Demasiadas y
demasiado tristes como para hacer aquí un refrito. Bastará con decir que sirvió de excursión iniciadora al mundo satánico del aborto.
Tampoco supuso para mí personalmente el punto final.
A mitad de los años sesenta dejé encinta a
una mujer que me quería mucho. Me
rogó seguir adelante con el embarazo, y tener a nuestro hijo.
Yo acababa de finalizar la residencia en obstetricia y
ginecología, y empezaba a construir una próspera consulta en esa
especialidad. Ya había tenido dos matrimonios malogrados, ambos destruidos
sobre todo por mi narcisismo egoísta y mi incapacidad de amar. (Creo que era el
padre Zósimo, de Los hermanos Karamazov, el que definía el infierno como el
sufrimiento de quien es incapaz de amar, y si eso es verdad, ya he cumplido mi
sentencia, y repetidamente.) No veía salida a la situación, y le dije que no me
casaría con ella y que de momento tampoco me llegaba para mantener un hijo (un
egregio ejemplo de la coacción ejercida por los hombres en la tragedia del
aborto), y no sólo exigí que acabara con el embarazo
como condición de continuar nuestras relaciones, sino que también le
informé fríamente de que ya que yo era uno de los más expertos practicantes de esas artes, yo mismo realizaría el aborto. Y lo hice.
¿A qué se parece
acabar con la vida de tu propio hijo?
Fue aséptico y clínico. Se le
anestesió en el quirófano de uno de los principales hospitales universitarios.
Me lavé las manos, en bata y guantes, intercambié algunas palabras con la
enfermera encargada, me senté en un taburete metálico justo enfrente de la mesa
de operaciones (tras haberla explorado una vez más para verificar la duración
del embarazo y el tamaño del útero), y situé el espéculo de Auverd en la vagina
tras acondicionar el sitiO,con un preparado antiséptico. Entonces sujeté el cérvix con dos tenazas (ganchos), filtré
una solución de pitresina (un fármaco diseñados para fortalecer la pared
uterina de modo que pudiera cícular mejor los límites del útero y evitar así
perforarlo), sondé el útero (una sonda es un instrumento de acero largo y
estrecho marcado al centímetro, que sirve para comprobar a qué distancia se
puede emplazar el instrumental sin causar daños), y dilaté entonces el cérvix
con los dilatores graduados de acero brillante. Cuando el cérvix se dilataba
hasta llegar al diámetro deseado, situaba la cánula de plástico vacía dentro
del útero y con un gesto de asentimiento a la enfermera indicaba que quería que
se pusiera en funcionamiento la succión. Cuando el indicador marcaba 55
milímetros de presión negativa empecé a restregar la cánula por el interior del
útero, mirando los fragmentos de tejido pasar a través de la translúcida cánula
hueca hacia el tapón de gasa, donde se recogía, se examinaba y se enviaba al
laboratorio de patología para confirmar que el tejido del embarazo se había -en nuestra jerga eufemística- evacuado.
El procedimiento transcurrió sin incidentes, y sentí una momentánea
satisfacción por haber realizado mi trabajo como siempre de modo rápido y
eficaz, y dejé el quirófano mientras ella estaba empezando a salir de la
anestesia general. Como parte integral del procedimiento, todo abórtista debe
examinar el material de la bolsa de gasa para asegurarse de que todo el
tejido del embarazo ha sido evacuado -para estar seguro de que no
quedaba nada que pudiera causar más tarde hemorragias o infecciones-. Abrí la
bolsa como de costumbre, calculé mentalmente la cantidad de tejido y me quedé
satisfecho al comprobar que era proporcionado a la duración del embarazo; no
había quedado nada sin quitar. Entonces me quité la
mascarilla, los guantes y la bata, tomé el historial clínico, y escribí las órdenes
postoperatorias y el escrito de descargo. Me fui hacia la grabadora, grabé en
un disco la cr5nica de la operación para ser transcrito como una «nota de
operación» en el registro del hospital, y entonces me fui al vestuario para
cambiarme de ropa mientras intercambiaba
los alegres saludos y bromas acostumbradas con las demás enfermeras y
médicos y auxiliares por los pasillos camino del vestuario.
Sí, puede preguntarme: eso era un informe bré`ve y conciso de lo que usted
hizo, ¿pero qué sintió?
Pregunta
-—¿No sentía tristeza, no sólo por haber acabado con la vida de un niño no nacido, sino sobre todo por haber destruido a su propio hijo?—
Respuesta
_ Le puedo jurar que
no tenía más sentimientos aparte del sentido del logro, el orgullo de la propia
pericia. Al inspeccionar el contenido de la
bolsa sólo sentí la satisfacción de saber que había realizado una labor
completa. Puede insistir: ¿quiere preguntar si quizá por un minúsculo momento sentí un parpadeo de
arrepentimiento, un microgramo de remordimiento? No y no. Y ésa es,
querido lector, la mentalidad del abortista: otro trabajo bien hecho, otra demostración de la neutralidad moral de la
tecnología avanzada en manos de amorales.
No se trata de meter con calzador una vez más el Holocausto europeo en el
conflicto del aborto (he rechazado resueltamente trazar el tentador paralelo
entre los dos a la hora de argumentar la postura provida; son fenómenos
distintos y diferentes), pero lo que yo
sentía en mi álma famélica y empobrecida debía de ser algo muy
similar a la inflada satisfacción de Adolf Eichmann viendo sus trenes cargando
judíos hacia los campos de exterminio y programados al minuto, salir y llegar
exactamente a la hora, para mantener la máquina de exterminio funcionando con
la célebre eficacia teutónica.
He abortado los hijos no nacidos de amigos,
colegas, conocidos e incluso profesores.
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