lunes, 20 de marzo de 2023

YO REALICE EL ABORTO DE MI PROPIO HIJO (1)

 19-FEBRERO-2021

" LA MANO DE DIOS"

Doctor BERNARD NATHANSON

El llamado "Rey del aborto"

 

me doy cuenta de que ahora podría tener nietos con esta bella y cariñosa mujer.
Yo realicé el aborto de mi propio hijo
  ¿Lecciones? Demasiadas y demasiado tristes como para hacer aquí un refrito. Bastará con decir que sirvió de excursión iniciadora al mundo satánico del aborto.
Tampoco supuso para mí personalmente el punto final. A mitad de los años sesenta dejé encinta a una mujer que me quería mucho. Me rogó seguir adelante con el embarazo, y tener a nuestro hijo. Yo acababa de finalizar la residencia en obstetricia y ginecología, y empezaba a construir una próspera consulta en esa especialidad. Ya había tenido dos matrimonios malogrados, ambos destruidos sobre todo por mi narcisismo egoísta y mi incapacidad de amar. (Creo que era el padre Zósimo, de Los hermanos Karamazov, el que definía el infierno como el sufrimiento de quien es incapaz de amar, y si eso es verdad, ya he cumplido mi sentencia, y repetidamente.) No veía salida a la situación, y le dije que no me casaría con ella y que de momento tampoco me llegaba para mantener un hijo (un egregio ejemplo de la coacción ejercida por los hombres en la tragedia del aborto), y no sólo exigí que acabara con el embarazo como condición de continuar nuestras relaciones, sino que también le informé fríamente de que ya que yo era uno de los más expertos practicantes de esas artes, yo mismo realizaría el aborto. Y lo hice.
 
¿A qué se parece acabar con la vida de tu propio hijo?

  Fue aséptico y clínico. Se le anestesió en el quirófano de uno de los principales hospitales universitarios. Me lavé las manos, en bata y guantes, intercambié algunas palabras con la enfermera encargada, me senté en un taburete metálico justo enfrente de la mesa de operaciones (tras haberla explorado una vez más para verificar la duración del embarazo y el tamaño del útero), y situé el espéculo de Auverd en la vagina tras acondicionar el sitiO,con un preparado antiséptico. Entonces sujeté el cérvix con dos tenazas (ganchos), filtré una solución de pitresina (un fármaco diseñados para fortalecer la pared uterina de modo que pudiera cícular mejor los límites del útero y evitar así perforarlo), sondé el útero (una sonda es un instrumento de acero largo y estrecho marcado al centímetro, que sirve para comprobar a qué distancia se puede emplazar el instrumental sin causar daños), y dilaté entonces el cérvix con los dilatores graduados de acero brillante. Cuando el cérvix se dilataba hasta llegar al diámetro deseado, situaba la cánula de plástico vacía dentro del útero y con un gesto de asentimiento a la enfermera indicaba que quería que se pusiera en funcionamiento la succión. Cuando el indicador marcaba 55 milímetros de presión negativa empecé a restregar la cánula por el interior del útero, mirando los fragmentos de tejido pasar a través de la translúcida cánula hueca hacia el tapón de gasa, donde se recogía, se examinaba y se enviaba al laboratorio de patología para confirmar que el tejido del embarazo se había -en nuestra jerga eufemística- evacuado.
El procedimiento transcurrió sin incidentes, y sentí una momentánea satisfacción por haber realizado mi trabajo como siempre de modo rápido y eficaz, y dejé el quirófano mientras ella estaba empezando a salir de la anestesia general. Como parte integral del procedimiento, todo abórtista debe examinar el material de la bolsa de gasa para asegurarse de que todo el tejido   del embarazo ha sido evacuado -para estar seguro de que no quedaba nada que pudiera causar más tarde hemorragias o infecciones-. Abrí la bolsa como de costumbre, calculé mentalmente la cantidad de tejido y me quedé satisfecho al comprobar que era proporcionado a la duración del embarazo; no había quedado nada sin quitar. Entonces me quité la mascarilla, los guantes y la bata, tomé el historial clínico, y escribí las órdenes postoperatorias y el escrito de descargo. Me fui hacia la grabadora, grabé en un disco la cr5nica de la operación para ser transcrito como una «nota de operación» en el registro del hospital, y entonces me fui al vestuario para cambiarme de ropa mientras intercambiaba los alegres saludos y bromas acostumbradas con las demás enfermeras y médicos y auxiliares por los pasillos camino del vestuario.
Sí, puede preguntarme: eso era un informe bré`ve y conciso de lo que usted hizo, ¿pero qué sintió? 

Pregunta 

-—¿No sentía tristeza, no sólo por haber acabado con la vida de un niño no nacido, sino sobre todo por haber destruido a su propio hijo?

Respuesta

_ Le puedo jurar que no tenía más sentimientos aparte del sentido del logro, el orgullo de la propia pericia. Al inspeccionar el contenido de la bolsa sólo sentí la satisfacción de saber que había realizado una labor completa. Puede insistir: ¿quiere preguntar si quizá por un minúsculo momento sentí un parpadeo de arrepentimiento, un microgramo de remordimiento? No y no. Y ésa es, querido lector, la mentalidad del abortista: otro trabajo bien hecho, otra demostración de la neutralidad moral de la tecnología avanzada en manos de amorales.
No se trata de meter con calzador una vez más el Holocausto europeo en el conflicto del aborto (he rechazado resueltamente trazar el tentador paralelo entre los dos a la hora de argumentar la postura provida; son fenómenos distintos y diferentes), pero lo que yo sentía en mi álma famélica y empobrecida debía de ser algo muy similar a la inflada satisfacción de Adolf Eichmann viendo sus trenes cargando judíos hacia los campos de exterminio y programados al minuto, salir y llegar exactamente a la hora, para mantener la máquina de exterminio funcionando con la célebre eficacia teutónica.
He abortado los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores.

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