Domingo, 30 de abril de 2017
ALFONSO DE VALDES-LA REFORMA EN ESPAÑA- Samuel Vila
4.
Alfonso de Valdés, Alfonso de Virués y Juan de Vergara.
Alfonso de Valdés nació en Cuenca. Era hijo
del regidor de dicha ciudad y un hermano de Juan, del cual hablaremos más adelante. Se
ignoran detalles de su vida durante su mocedad. Lo primero que se conoce de él son las cartas
que dirigió
a Pedro Mártir de Angleria, desde Flandes y Alemania, en 1520, donde asistió a la coronación de Carlos I. Era
entonces escribiente de la Cancillería del emperador. Al hablar de Lutero lo
hace en
términos
personalmente
desfavorables, pero reconoce la razón que le asiste en reclamar una reforma de
la
Iglesia y dice que la causa de todos los males que la aquejan es que el papa
prefiere cuidar de sus intereses temporales que de los espirituales. Critica
también
las costumbres paganas de la corte de Roma.
En 1525 actúa como secretario
del canciller, y aun del emperador, para la redacción de documentos latinos, gran número de los cuales
se conservan. Por esta época era erasmista convencido y favoreció las solicitudes de
ayuda en favor de Erasmo, ante Carlos I y el arzobispo Fonseca, con gran
diligencia, así
como procuraba
divulgar sus escritos y encarecer el valor de su doctrina. Alfonso de Valdés se carteaba con
Erasmo, el
cual lo colmaba de elogios.
Su obra más famosa es el Diálogo de
Lactancio y el arcediano, obra de ficción, de carácter político-religioso. En
ella se quiere mostrar que el saqueo de Roma (1527) por las tropas del
emperador Carlos, hecho
recién
sucedido,
significaba un castigo de los vicios de la corte papal permitido por Dios, en
beneficio de
la
cristiandad, y que el emperador no tenia culpa alguna en ello. Valdés, por boca de
Lactancio, hace la apología de su señor, en contra del sentir del arcediano. No sólo ataca al papa
por sus errores políticos y señorío temporal, sino también desde el punto
de vista dogmático, ridiculizando las supersticiones, las bulas, dispensaciones,
clamando contra la acumulación de rentas y privilegios por parte del clero, la falta de
caridad y honestidad
de los clérigos,
etc. Acaba abogando porque esta reforma la lleve a cabo el mismo emperador.
La publicación de este libro
fue autorizada por Carlos, previas censuras favorables, y dio lugar a graves incidentes
con el nuncio papal, que, al fin, hubo de sucumbir ante la decisión del emperador.
El libro, al parecer, fue retocado por su hermano Juan. Fue, editado,
probablemente, en 1529 y está escrito en un lenguaje digno de los mejores clásicos de las
letras castellanas. Hoy se sabe que también escribió el Diálogo de
Mercurio y Carón, antes atribuido a su hermano Juan.
El Diálogo de
Mercurio y Carón vio la luz en Italia, en 1527. Es posible que colaborara en esta
obra su hermano Juan, quizá más en las ideas que en la forma. Se manifiestan ya en él sus tendencias a
la critica de la
superstición reinante, y su
fuente de inspiración es erasmista.
Consta de dos
partes. La primera, de carácter histórico-moral, empieza fingiendo que Carón se queja ante Mercurio
de que le será
inútil la galera que había adquirido ante las frecuentes guerras visto que,
hecha la paz,
escasearán
los muertos y, por tanto, le bastará con su barca. El tema se va desenvolviendo
por medio de los
razonamientos
que hacen las ánimas,
mientras Carón las va conduciendo con su barca al otro lado de la laguna Estigia, o
cuando ascienden por un monte hacia el cielo. Aparecen sucesivamente almas
condenadas por haber puesto
su confianza en supersticiones e hipocresías dé toda clase, por haber aumentado su
hacienda usando de malas artes, por desatender a sus deberes, por falsear la
verdad, por su soberbia, etc. Así van desfilando beatos, consejeros,
obispos, teólogos,
reyes, etc. Tan sólo se salva un alma que ha vivido una vida recta y
sinceramente devota.
En la segunda
parte de la obra, rica en preceptos y enseñanzas, aparecen siete almas que van a la
gloria, las
cuales exponen cuál fue su vida, para ejemplo de los lectores. Estas son las
de un rey, un obispo, un predicador,
un fraile, etc. Valdés aprovecha la relación de cada uno para exponer los vicios que
se deben evitar y
las virtudes que se deben seguir en cada uno de esos estados. Sus criticas son
de mayor elevación
y más respetuosas
que las de Erasmo, con la diferencia que existe entre un auténtico hombre de
Renacimiento y una persona
de verdaderos sentimientos piadosos. No se expone en esta obra doctrina
francamente reformada, sino que
se limita a manifestar su disconformidad con la religiosidad rutinaria e hipócrita, y se
evidencian sus tendencias
místicas
y reformadas, que, repetimos, no han hecho eclosión todavía de un modo franco.
No sabemos
si se debe a una medida de prudencia o a que no habían madurado en su
mente todavía.
En 1532 estuvo
presente, acompañando
al emperador como secretario, en la dieta de Augsburgo. Tuvo en esta ocasión varias
conversaciones particulares con Melancton y pidió a éste, por encargo del
emperador, que redactara
una confesión
de los principios luteranos. Como respuesta Melancton escribió su famosa Confesión de Augsburgo, que Valdés leyó antes
privadamente, y sobre la que hizo a Melancton alguna observación, tendente a disminuir la
discrepancia entre protestantes y católicos. Bajo la influencia de Melancton hizo Valdés lo posible para
disminuir la desfavorable impresión que de los reformados tenia su señor Carlos
I, ya que él mismo había cambiado el criterio con que antes los juzgara. Valdés
reconoció que era opinión corriente entre los españoles que los reformados no creían en Dios ni en Cristo, ni
en la Virgen, y que en España se consideraba tan meritorio estrangular a un luterano como pegarle un
tiro a un turco.
Los espías inquisitoriales
no dejaron de observar el celo con que Valdés favorecía la causa protestante, por lo que una
vez hubo regresado a su patria fue acusado ante el Santo Oficio de luteranismo
y por sus aficiones
humanistas, sufriendo condena leve por dicha causa. Sin embargo, en 1532 lo
encontramos en Viena, donde había ido acompañando al emperador, cuya secretaria continuaba
regentando. En esta ciudad murió de la peste en la fecha citada.
Alfonso de Virués era monje
benedictino, gran teólogo, predicador de Carlos I. En tanto aprecio lo tenia su señor que no asistía
a otros sermones que los predicados por él. Durante sus viajes con el emperador
por Alemania se
sabia que había
conversado con algunos reformados, y como además se le consideraba como erasmista, se
le acusó
de herejía luterana y fue puesto en cárceles secretas, en Sevilla. Fue inútil que alegara que había escrito una obra
combatiendo a Melancton. Además, Carlos I lo defendió ante la Inquisición,
lo que no había hecho con ningún
otro servidor suyo. A pesar de tan gran influencia tuvo que permanecer
cuatro años
en cárceles secretas y
Carlos no
pudo
conseguir que fuera absuelto, ya que algunas de sus proposiciones predicadas en
público
fueron consideradas
como luteranas sin atenuante. Fue obligado a abjurar de ellas (153?) y sólo fue absuelto ad cautelam.
Se
le prohibió
predicar durante dos años. Carlos fue fiel a Virués. Logró del papa la absolución plena y, más
adelante, le arrancó para su protegido, aunque fue contra la voluntad del
otorgante, el obispado de
Canarias.
Juan de
Vergara, gran poeta y critico, catedrático de Filosofía en Alcalá, canónigo de
Toledo, había sido secretario del cardenal Cisneros y del arzobispo Fonseca.
Era un ferviente humanista y se había distinguido en la defensa de
Erasmo. Habla traducido los libros sapienciales de la Poliglota
Complutense, algunos de Aristóteles y otros
clásicos. Fue preso por la Inquisición de Toledo, por haber sido acusado de
herejía luterana y poseer obras de Lutero. Negó lo primero, pero devolvió,
efectivamente, obras luteranas que poseía. No le sirvió para nada el
apoyo del arzobispo Fonseca, y los inquisidores, creyendo tener suficientes
pruebas de su
heterodoxia,
le obligaron a abjurar de vehementi, a pagar una multa de 1.500 ducados y le
impusieron una corta reclusión en un monasterio. Sin
embargo, luego fue restablecido a su anterior posición. También entró en conflicto con
la Inquisición
su hermano, Bernardino
de Tovar, también
erasmista, aunque éste fue acusado de iluminismo.
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