martes, 14 de marzo de 2023

VUELO A RUSIA DE UN HOMBRE ENAMORADO

Jueves, 21 de septiembre de 2017

   VUELO A RUSIA DE UN HOMBRE ENAMORADO
 Por EDWIN MULLER
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST 
 Junio   1958  
CUANDO Brian Grover se se­paró en Moscú de la joven rusa con quien acababa de casarse, ni a ella ni a él les pasó por la mente que acaso no habrían de volver a verse. En primer lugar, am­bos eran optimistas, de esos que no andan buscando nubes en el porve­nir. Por otra parte, estaba la U.R.S.S. en uno de esos breves períodos de su historia en que el Kremlin rebosaba buena voluntad y se afanaba por persuadir al Occidente de que todos podíamos vivir cordialmente herma­nados en este mundo.
Brian y Elena se dieron el beso de despedida en la estación. Confiaba ella en reunirse otra vez en Londre con Brian tan pronto como este tomase posesión de su nuevo emplee
Hacia dos años que se habían conocido, en una fiesta en Grozny, ciudad  enclavada en los yacimientos petroliferos del sur de Rusia donde él era capataz de un equipo de perforadores. Brian era inglés, de 30 año; alto, cenceño y pelirrojo. Tenía diploma de ingeniero de Cambridge Elena Petrovna, enfermera de u: hospital, era, con sus rizos de oro viejo y la chispeante malicia de sus ojos azules, la chica más linda de la fiesta.
Brian trató a Elena con más fre­cuencia que los otros ingenieros, por­que había aprendido a hablar muy bien el ruso. No tenía aquella amis­tad todavía los ribetes de una incli­nación seria. A Brian le gustaban las muchachas de carácter alegre, y Ele­na era una de ellas.
Elena no había tropezado nunca con un hombre como Brian. Era es­te una especie de trotamundos; ha­bía estado en no sé cuántos lugares, dedicado a abrir pozos de petróleo: en Sarawak, en California, en Trini­dad ... Elena se preguntaba a me­nudo cómo serían las muchachas en todos aquellos sitios. De una cosa, sin embargo, estaba ella más que se­gura: de que ninguna de aquellas chicas sabía cocinar tan bien como ella. En más de una fiesta tuvo oca­sión de probar su habilidad. Y abri­gaba la secreta esperanza de que Brian no dejase de apreciar su cien­cia culinaria.
Al cabo de dos años, cumplido su contrato, tuvo Brian que pensar en liar el petate. Gajes del oficio: via­jar y siempre viajar. ¡Menuda fiesta le dieron los ingenieros y las chicas para endulzarle la despedida! Todo el mundo estaba alegre, sobre todo Elena. Si acaso lloró, supo contener las lágrimas hasta verse sola en su cuarto.
El siguiente empleo de Brian era en Moscú, y de corta duración. Brian empezó a sentir el hormigueo del descontento. Había vivido hasta entonces pensando solo en el día presenté. Empezó a volver la vista al pasado. Y cuanto más miraba hacia atrás, más se convencía y reprocha­ba de haber sido un necio. Por últi­mo, le escribió una larga carta a Elena pidiéndole que viniese a Mos­cú a casarse con él. Elena le contestó por telégrafo.
La luna de miel en Moscú trascu­rrió como todas las que en el mundo han sido, con el solo defecto de su brevedad, pues pronto venció el contrato de Brian. En seguida le ofrecieron otro de índole más estable en Londres.
Y hete aquí a los recién casados haciendo nuevos planes. Tan pronto como él tomase posesión del empleo, haría gestiones para obtener el visa­do del pasaporte de su mujercita y le giraría el dinero para su viaje a Lon­dres. Sabían los dos muy bien que era sumamente difícil conseguir un visado de salida de Rusia para un ciudadano soviético. Bueno, pensaban ellos, la embajada inglesa no iba a dejarlos en la estacada.
Por eso se separaron sin tristeza. No obstante, cuando Elena vio desa­parecer el tren en un recodo de la vía, el miedo le apretó el corazón.
En Londres, Brian solicitó el visa­do para Elena. La respuesta se hacía esperar. Brian acudió al consulado soviético una y otra vez. Por fin, re­cibió la pésima nueva. Le dijeron que la señora Grover era ciudadana soviética y que no se le permitiría salir de su patria. El Ministerio in­glés de Relaciones Exteriores prome­tió hacer cuanto estuviera a su alcance, sin dar la más leve esperanza de éxito. No era este el primer caso.
En sus cartas Elena se esforzaba por ocultar su angustia. Consolaba a Brian exhortándolo a no afligirse: estaba segura de que pronto se reu­nirían. Brian pidió a sus jefes una breve licencia. Tenía que ir a ver a su mujer.
Y volvió a estrellarse contra el in­conmovible muro del consulado so­viético. Le negaron el visado.  Pasaron los meses. Pasaron los años. En el de,1938, cinco después de haberse separado de Elena, Brian tomó una dramática resolución. Se propuso llegar a Moscú, clandestina­mente si fuera preciso, y encontrar a su mujer. Hacía ya mucho tiempo que no recibía carta de ella y no te­nía medio de saber si estaba muerta o viva.
Estudió la manera de llegar allá, y se decidió por sobrevolar la fron­tera rusa en un pequeño aeroplano y aterrizar lo más cerca posible de Moscú. Tomó lecciones de aviación. Después de once horas de vuelo con instructor y tres y media solo, reci­bió su llcencia de piloto.
Se echó a la calle a comprar un aparato. Dio al cabo con un artefac­to muy usado, de un solo motor de 80 caballos y de alas bajas, cuya ve­locidad máxima era de 110 k.p.h. No valía maldita la cosa; pero para más no le alcanzaba el dinero. Ade­más ¿por qué no había de favorecer­lo la suerte con un viento propicio de cola ?
Calculó que la ruta más conve­niente sería la de Suecia y el Báltico.
De Estocolmo a Moscú había 120 kilómetros. Contrató los servicios de un piloto para que lo guiase hasta Estocolmo. Cuando el piloto vio la antigualla en que se había compremetido a volar, quiso echarse atrás y a Brian le costó Dios y ayuda convencerlo de que hiciese honor a s empeñada palabra.
Despegaron el 4 de noviembre e 1938. Cuando volaban sobre el Ma del Norte, el motor comenzó a fa llar. El piloto gritó que iban a tener que acuatizar. Por dicha, cuando e renqueante artilugio casi rozaba y la cresta de las olas, el motor recobre potencia y bríos. Llegaron a Esto colmo al anochecer. 'Brian pagó a piloto y se quedó allí en espera d, un día nublado que le permitiera continuar el vuelo sin ser visto.
El día 13 de noviembre amaneció el cielo entoldado de espesas nubes Brian salió a toda prisa hacia el aeropuerto para darse de narices allí con este letrerito: «Prohibido vola hoy a aeroplanos sin radio a bordo.
Brian consiguió en la torre de mandos permiso para hacer un vuelo alrededor del aeropuerto sin rebasar el techo de 300 metros. Naturalmente, apenas se vio el hombre el el aire, se perdió entre el mar de nubes. A los mil metros de altitud lo recibió un sol brillante y puso proa Moscú guiándose por la brújula.
Voló 320 kilómetros sobre la parte  más ancha del Báltico. Pasaban la horas y no se abría un claro en la compacta alfombra de nubes que se xtendía a sus pies. El motor se portó bien, pero a las 2:30 comenzó a oscurecer. (En aquellas latitudes, son muy cortos los días de noviem­bre.) La gasolina principiaba a es­casear.
Brian emprendió el descenso. El aparato parecía volar trabajosamen­te. Sospechó que las alas estaban cu­biertas de hielo. Por fin, al cabo de unos minutos que le parecieron horas, las nubes comenzaron a adelga­zarse. A los 150 metros vio, para ali­vio de su mortal zozobra, que estaba ya sobre tierra.
Todo cuanto alcanzaba a divisar era' tupido bosque. Siguió volando en dirección de Moscú, según él creía, hasta que por fin entrevió un claro, describió un círculo, descen­dió y tocó tierra. Las alas tenían ya una capa de hielo de dos centímetros de espesor.
Una pandilla de chiquillos acudió a todo correr. Por ellos se enteró Brian de que había aterrizado en una granja colectiva de los Soviets, a 160 kilómetros de Moscú. El vetus­to aparato había recorrido más de mil de los 1200 kilómetros casi sin desviarse de la línea recta.
Los granjeros trataron muy bien a Brian, aunque se les conocía a la le­gua que no creyeron una sola pala­bra de su relato. El administrador lo albergó en su propia casa, pero no perdió minuto en notificar a Moscú.
A la noche siguiente se presentó la policía secreta. Hicieron subir a Brian en un camión y salieron con él para Moscú. Se le heló la sangre en las venas cuando, al llegar a su destino, reconoció los grises paredo­nes de la cárcel de Lyubyanka.
Allí lo zamparon en una celda. No tardó en darse cuenta de que lo vigilaban por el ojo de la cerradura. Al día siguiente lo condujeron a una pieza enorme y sombría donde una docena de hombres sentados en tor­no de larga mesa lo sometieron a un interrogatorio. El jefe, un sujeto con tiesa cara de palo, dotado de la man­díbula más prominente que el interrogado había visto en su vida y andanzas, le aulló casi, con la fea bocaza a 15 centímetros de la nariz: «¿ Quién es el otro espía que vino con usted?»
Brian movió la cabeza negativa­mente, y lo acribillaron con una ina­cabable tiramira de preguntas. No quedó día ni hora de su existencia que no quisieran escudriñar. Brian, en sus respuestas, se limitó a decir la verdad de modo invariable y preciso. El jefe repetía sin tregua la misma cantilena: «'- -Quién es el otro espía? Dónde está?»
La escena se repitió al día siguien­te, y al otro, y al otro. No le infligie­ron tortura física, pero la soledad del encierro y el incesante interro­gatorio empezaron a quebrantarlo. No se apartó un ápice de la verdad y pidió reiteradamente que lo dejasen ver a su mujer.
El día 31 se celebró el juicio oral de Brian en la cárcel de Lyubyanka ante tres impasibles jueces. Al cabo de una hora de preguntas y lectura de pruebas, los magistrados confe­renciaron brevemente entre sí e hi­cieron una seña. Llevaron a Brian a un cuarto vacío y lo tuvieron allí de plantón con un guardia a cada lado.
Y así se estuvo un larguísimo rato que le pareció una eternidad.
Por fin se abrió la puerta y entró un hombre. Bajo, rechoncho, lleva­ba lentes montados al aire y tenía un aire inconfundible de autoridad. Brian lo reconoció al punto: era La­vrenti Beria, jefe de la policía se­creta.
Beria clavó una larga y escrutado­ra mirada en Brian y mostró des­pués los dientes en una especie de sonrisa de lobo. Dio una palmada a Brian en la espalda. «Bien, hombre, bien —dijo—. ¡Vaya un tío con toda la barba! Dígame: ¿cuándo quiere ver a su mujer y llevársela a Ingla­terra ?»
Horas después, mientras se cum­plían las formalidades para ponerlo en libertad, Brian escuchó la senten­cia del Tribunal. Lo multaron en una suma igual a la que tenía en el bolsillo al aterrizar y le confiscaron el aeroplano. Además, sería expulsa­do de Rusia.
Salió de Lyubyanka a las 10 de la noche. Siguiendo al pie de la letra las instrucciones que le dieron, tomó el último tren para Bolchevo, barrio de las afueras de Moscú; anduvo un largo trecho por la nieve y, al fin, dio con la casa de Elena. Brillaba luz detrás de las persianas. Llamó a la puerta. Al cabo de un rato se des­corrió una mirilla. La asustadiza mujer que atisbó por ella vio delan­te de la puerta a un sujeto larguiru­cho, casi espectral, de ojos desorbita­dos, con una larga barba roja, y oyó que gritaba : «Elena, Elena ¿No me conoces? íAbreme!»
AL LLEGAR a Londres, Brian y Ele­na se encontraron convertidos en ce­lebridades. En la primera página de los periódicos estaban sus nombres en letras gordas como garbanzos. Entonces se fue conociendo poco a poco la clave del enigma.
Los rusos se convencieron de que lo que Brian había dicho era la pura verdad. Verificaron y volvieron a ve­rificar todas y cada una de las cosas que había declarado: en Grozny, en Londres, en Estocolmo. Habían in­terrogado a Elena con igual insisten­cia y minuciosidad por ver si descu­brían alguna contradicción entre sus declaraciones y las de su marido. Trataron de intimidarla diciéndole que Brian había confesado que era un espía.
Por último, los jerarcas del Krem­lin habían visto en el caso de Brian y Elena una excelente ocasión de propaganda. Había pasado ya la era de las purgas sangrientas. ¿Qué me­jor coyuntura que esta para gran­jearse a ínfimo precio la simpatía de los ingleses? ¿Quién no se enterne­ce ante el romántico prestigio de una aventura de amor?
BRIAN y Elena me contaron todo esto sentados en el césped que rodea su casa en una finca de Kenya, en Africa. Allá, en lontananza, se veían los recortados picachos del Monte Elgon, en la frontera de Uganda. Desde aquellas cumbres tendíase el oscuro manto de una selva virgen hasta el claro en que se halla la aisla­da granja.
Los Grover se conservan bien. Vigoroso cincuentón, Brian parece tan fuerte y roblizo como uno de sus pro­pios bueyes, todo hueso y músculo. Coronan todavía la erguida cabeza de Elena aquellos rizos de oro de antaño, aunque alguno que otro sur­co se muestra indiscreto alrededor de sus chispeantes ojos azules. No hay que preguntarles para saber que ambos esposos han trabajado dura y tenazmente en esta soledad africana.
Brian sirvió en la aviación inglesa durante la guerra. Luego, marido y mujer tornaron a su vida andarie­ga. Hicieron un viaje a Uganda en busca de empleo, vieron esta finca y determinaron echar raíces al fin. Tienen dos hijos que ya trabajan con ellos en este pedazo de tierra que es el amor de los cuatro. Viven aislados. Casi nunca salen de su soledad. Si acaso, una escapadita a Nairobi muy de vez en cuando. Sin embargo, como dice Pedro, el más joven de los chicos, es tan variada e interesante la vida en la finca que no se necesita salir de ella para sen­tirse uno ocupado y distraído.
Por lo que toca a los Grover, si­guen siendo la misma pareja llena de optimismo y risueña esperanza. Son, sobre todo, ejemplarmente feli­ces. En cuanto a la emoción de la aventura, con todo por lo que han pasado, es cosa de que no quieren recordarse.

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