Jueves, 21 de septiembre de 2017
VUELO A
RUSIA DE UN HOMBRE ENAMORADO
Por EDWIN MULLER
SELECCIONES
DEL READER'S DIGEST
Junio 1958
CUANDO Brian Grover
se separó en Moscú de la joven rusa con quien acababa de casarse, ni a ella ni a él les pasó por la mente que acaso no habrían
de volver a verse. En primer lugar,
ambos eran optimistas, de esos que no andan
buscando nubes en el porvenir. Por otra parte, estaba la U.R.S.S. en
uno de esos breves períodos de su historia en que el Kremlin rebosaba buena
voluntad y se afanaba por persuadir al Occidente de que todos podíamos vivir
cordialmente hermanados en este mundo.
Brian y Elena se dieron el beso de despedida en la estación. Confiaba ella en reunirse otra vez en Londre con
Brian tan pronto como este tomase posesión de su nuevo emplee
Hacia dos años que se habían conocido, en una fiesta en Grozny, ciudad
enclavada en los yacimientos petroliferos del sur de Rusia donde él era
capataz de un equipo de perforadores.
Brian era inglés, de 30 año; alto, cenceño y pelirrojo. Tenía diploma
de ingeniero de Cambridge Elena Petrovna, enfermera de u: hospital, era, con
sus rizos de oro viejo y la chispeante malicia de sus ojos azules, la chica más linda de la
fiesta.
Brian
trató a Elena con más frecuencia que los otros ingenieros, porque había aprendido a hablar muy bien el ruso. No tenía aquella amistad todavía los ribetes de una inclinación seria. A Brian le
gustaban las muchachas de carácter alegre, y
Elena era una de ellas.
Elena
no había tropezado nunca con un hombre como Brian. Era este
una especie de trotamundos; había estado en no sé cuántos lugares, dedicado
a abrir pozos de petróleo: en Sarawak,
en California, en Trinidad ... Elena
se preguntaba a menudo cómo serían las muchachas en todos aquellos sitios. De una cosa, sin
embargo, estaba ella más que segura: de que
ninguna de aquellas chicas sabía
cocinar tan bien como ella. En más de una fiesta tuvo ocasión de probar su
habilidad. Y abrigaba la secreta
esperanza de que Brian no dejase de
apreciar su ciencia culinaria.
Al cabo de dos años,
cumplido su contrato, tuvo Brian que pensar
en liar el petate. Gajes del oficio:
viajar y siempre viajar.
¡Menuda fiesta le dieron los
ingenieros y las chicas para
endulzarle la despedida! Todo el mundo estaba alegre, sobre todo Elena. Si acaso lloró, supo contener las lágrimas hasta verse sola en su cuarto.
El siguiente empleo de
Brian era en Moscú,
y de corta duración. Brian empezó a sentir el hormigueo del descontento. Había
vivido hasta entonces pensando solo en el día presenté.
Empezó a volver la vista al pasado. Y
cuanto más miraba hacia atrás, más se
convencía y reprochaba de haber sido un necio. Por último, le escribió una larga carta a Elena pidiéndole que viniese a Moscú a
casarse con él. Elena le contestó por telégrafo.
La
luna de miel en Moscú trascurrió como todas las que en el mundo han sido, con el solo defecto de
su brevedad, pues pronto venció el contrato de Brian. En seguida le ofrecieron
otro de índole más estable en Londres.
Y hete aquí a los
recién casados haciendo nuevos planes. Tan pronto como él tomase posesión del
empleo, haría gestiones para obtener el visado
del pasaporte de su mujercita y le giraría
el dinero para su viaje a Londres. Sabían los dos muy bien que era sumamente difícil conseguir
un visado de salida de Rusia para un ciudadano
soviético. Bueno, pensaban ellos, la
embajada inglesa no iba a dejarlos en la estacada.
Por
eso se separaron sin tristeza. No obstante, cuando Elena vio desaparecer
el tren en un recodo de la vía, el miedo le apretó el corazón.
En Londres, Brian solicitó el visado para Elena. La respuesta se hacía
esperar. Brian acudió al consulado soviético
una y otra vez. Por fin, recibió la
pésima nueva. Le dijeron que la señora Grover era ciudadana soviética y que no se le permitiría salir de su
patria. El Ministerio inglés de
Relaciones Exteriores prometió hacer cuanto estuviera a su alcance, sin dar la más leve esperanza de éxito. No era este el primer caso.
En
sus cartas Elena se esforzaba por ocultar su angustia. Consolaba a Brian
exhortándolo a no afligirse: estaba segura de que pronto se reunirían. Brian pidió a sus jefes una breve licencia. Tenía que ir a ver a su
mujer.
Y volvió a estrellarse contra el inconmovible muro del consulado soviético. Le negaron el visado. Pasaron los meses. Pasaron los años. En el de,1938, cinco después de
haberse separado de Elena, Brian tomó una dramática resolución. Se propuso
llegar a Moscú, clandestinamente si fuera
preciso, y encontrar a su mujer. Hacía
ya mucho tiempo que no recibía carta
de ella y no tenía medio de saber si
estaba muerta o viva.
Estudió
la manera de llegar allá, y se decidió por sobrevolar la frontera rusa
en un pequeño aeroplano y aterrizar lo más cerca posible de Moscú. Tomó lecciones de aviación. Después
de once horas de vuelo con instructor y tres
y media solo, recibió su llcencia de piloto.
Se
echó a la calle a comprar un aparato. Dio al cabo con un artefacto muy usado, de un
solo motor de 80
caballos y de alas bajas, cuya velocidad
máxima era de 110 k.p.h. No valía
maldita la cosa; pero para más no le alcanzaba el dinero. Además ¿por qué no había de favorecerlo la suerte con un viento propicio de cola
?
Calculó que la ruta más conveniente sería la de Suecia y el Báltico.
De Estocolmo a Moscú había 120 kilómetros. Contrató los servicios de un
piloto para que lo guiase hasta Estocolmo. Cuando el piloto vio la antigualla en
que se había compremetido a volar, quiso
echarse atrás y a Brian le costó Dios y ayuda convencerlo de que hiciese
honor a s empeñada palabra.
Despegaron el 4 de noviembre e 1938. Cuando volaban sobre el Ma del Norte, el motor comenzó a fa llar. El piloto gritó que iban a tener que
acuatizar. Por dicha, cuando e renqueante
artilugio casi rozaba y la cresta de las olas, el motor recobre potencia y bríos. Llegaron a Esto colmo al anochecer. 'Brian pagó a piloto y se quedó allí en espera d, un día
nublado que le permitiera continuar el vuelo sin ser visto.
El
día 13 de noviembre amaneció el cielo entoldado de espesas nubes Brian salió a toda prisa hacia el
aeropuerto para darse de narices allí con este letrerito: «Prohibido vola hoy a
aeroplanos sin radio a bordo.
Brian
consiguió en la torre de mandos permiso para hacer un vuelo alrededor del aeropuerto sin rebasar el
techo de 300 metros. Naturalmente, apenas se
vio el hombre el el aire, se perdió
entre el mar de nubes. A los mil metros de altitud lo recibió un sol brillante y puso proa Moscú
guiándose por la brújula.
Voló 320 kilómetros sobre la parte más ancha del Báltico. Pasaban la horas y no
se abría un claro en la compacta alfombra de nubes que se xtendía a sus pies. El motor se portó bien, pero a las 2:30
comenzó a oscurecer. (En aquellas
latitudes, son muy cortos los días
de noviembre.) La gasolina
principiaba a escasear.
Brian emprendió el
descenso. El aparato parecía volar
trabajosamente. Sospechó que las alas estaban cubiertas de hielo. Por fin, al cabo de unos minutos
que le parecieron horas, las nubes comenzaron a adelgazarse. A los 150 metros vio, para alivio de su mortal zozobra, que estaba ya
sobre tierra.
Todo
cuanto alcanzaba a divisar era' tupido bosque. Siguió volando en dirección de Moscú,
según él creía, hasta que por fin entrevió un claro, describió un
círculo, descendió y tocó tierra. Las alas tenían ya una capa de hielo de
dos centímetros de
espesor.
Una
pandilla de chiquillos acudió a todo correr. Por ellos se enteró Brian de que había
aterrizado en una granja colectiva de los Soviets, a 160 kilómetros de
Moscú. El vetusto aparato había recorrido más de mil de los 1200 kilómetros casi sin
desviarse de la línea recta.
Los granjeros
trataron muy bien a Brian, aunque se les
conocía a la legua que no creyeron
una sola palabra de su relato. El administrador lo albergó en su propia casa, pero no perdió
minuto en notificar a Moscú.
A la noche siguiente
se presentó la policía secreta. Hicieron subir a Brian en un camión y salieron con
él para Moscú. Se le heló la sangre en las venas
cuando, al llegar a su destino, reconoció los grises paredones de la cárcel de Lyubyanka.
Allí
lo zamparon en una celda. No tardó en darse cuenta de que lo vigilaban
por el ojo de la cerradura. Al día siguiente lo condujeron a
una pieza enorme y sombría donde una docena
de hombres sentados en torno de larga mesa lo sometieron a un
interrogatorio. El jefe, un sujeto con tiesa cara de palo, dotado de la mandíbula más prominente que el interrogado
había visto en su vida y andanzas, le aulló
casi, con la fea bocaza a 15
centímetros de la nariz: «¿ Quién es
el otro espía que vino con usted?»
Brian
movió la cabeza negativamente, y lo acribillaron con una inacabable
tiramira de preguntas. No quedó día ni hora de su existencia que no quisieran escudriñar. Brian, en sus
respuestas, se limitó a decir la verdad de
modo invariable y preciso. El jefe repetía sin tregua la misma
cantilena: «'- -Quién es el otro espía? Dónde está?»
La
escena se repitió al día siguiente, y al otro, y al otro. No le infligieron tortura física,
pero la soledad del encierro y el incesante interrogatorio empezaron a
quebrantarlo. No se apartó un ápice de la verdad y pidió reiteradamente que
lo dejasen ver a su mujer.
El día 31 se celebró el
juicio oral de Brian en la cárcel de Lyubyanka ante tres impasibles
jueces. Al cabo de una hora de preguntas y lectura de pruebas, los magistrados conferenciaron brevemente entre sí e hicieron una seña. Llevaron a Brian a un
cuarto vacío y lo tuvieron allí de plantón con un guardia a cada lado.
Y así se estuvo un larguísimo rato que le pareció una eternidad.
Por
fin se abrió la puerta y entró un hombre. Bajo, rechoncho, llevaba lentes montados al
aire y tenía un aire
inconfundible de autoridad. Brian lo reconoció al punto: era Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta.
Beria
clavó una larga y escrutadora mirada en Brian y mostró después los dientes en una
especie de sonrisa de
lobo. Dio una palmada a Brian en la espalda.
«Bien, hombre, bien —dijo—. ¡Vaya un
tío con toda la barba! Dígame: ¿cuándo
quiere ver a su mujer y llevársela a Inglaterra ?»
Horas después, mientras
se cumplían las formalidades para ponerlo en libertad, Brian escuchó
la sentencia del Tribunal. Lo multaron en una suma igual a la que
tenía en el bolsillo al aterrizar y le confiscaron el aeroplano. Además,
sería expulsado de
Rusia.
Salió de Lyubyanka a las 10 de la noche.
Siguiendo al pie de la letra las
instrucciones que le dieron, tomó el
último tren para Bolchevo, barrio de las afueras de Moscú; anduvo un largo trecho por la nieve y, al fin, dio con la casa de Elena. Brillaba luz detrás de las persianas. Llamó a la
puerta. Al cabo de un rato se descorrió una
mirilla. La asustadiza mujer que
atisbó por ella vio delante de la
puerta a un sujeto larguirucho, casi espectral, de ojos desorbitados, con una larga barba roja, y oyó que
gritaba : «Elena, Elena ¿No me conoces? íAbreme!»
AL LLEGAR a Londres,
Brian y Elena se encontraron convertidos en celebridades. En la primera página de los periódicos estaban sus nombres en
letras gordas como garbanzos. Entonces se fue conociendo poco a poco la clave
del enigma.
Los rusos se
convencieron de que lo que
Brian había dicho era la pura verdad. Verificaron y volvieron a verificar todas y cada una de las cosas que
había declarado: en Grozny, en Londres, en Estocolmo. Habían interrogado a Elena con igual insistencia y minuciosidad por ver si descubrían
alguna contradicción entre sus declaraciones
y las de su marido. Trataron de
intimidarla diciéndole que Brian
había confesado que era un espía.
Por último, los
jerarcas del Kremlin
habían visto en el caso de Brian y Elena una excelente ocasión de propaganda. Había pasado ya la era de las purgas sangrientas. ¿Qué mejor coyuntura que esta para granjearse a ínfimo precio la simpatía de los ingleses? ¿Quién no se enternece ante el romántico prestigio de una
aventura de amor?
BRIAN y Elena me contaron todo esto sentados en el césped que
rodea su casa en una finca
de Kenya, en Africa.
Allá, en lontananza, se veían los recortados picachos del Monte Elgon, en la frontera de Uganda.
Desde aquellas cumbres tendíase el oscuro manto de una selva virgen hasta el claro en que se halla la aislada
granja.
Los Grover se conservan bien. Vigoroso cincuentón, Brian parece tan fuerte y roblizo
como uno de sus propios bueyes, todo hueso y músculo. Coronan todavía la erguida cabeza de Elena aquellos rizos de oro de antaño, aunque alguno que otro surco se muestra indiscreto alrededor de sus chispeantes ojos azules. No hay
que preguntarles para saber que ambos esposos han trabajado dura y tenazmente
en esta soledad africana.
Brian sirvió en la aviación inglesa durante la guerra.
Luego, marido y mujer tornaron a su
vida andariega.
Hicieron un viaje a Uganda en busca de empleo, vieron esta
finca y determinaron echar
raíces al fin. Tienen dos hijos que
ya trabajan con ellos en este pedazo de
tierra que es el amor de los cuatro. Viven aislados. Casi nunca salen de su soledad. Si acaso, una escapadita a Nairobi
muy de vez en cuando. Sin embargo, como dice
Pedro, el más joven de los chicos, es tan variada e interesante la vida en la finca que no se necesita salir de ella para sentirse
uno ocupado y distraído.
Por lo que toca a los
Grover, siguen
siendo la misma pareja llena de optimismo y risueña esperanza. Son, sobre todo, ejemplarmente
felices. En cuanto a la emoción de la aventura,
con todo por lo que han pasado, es cosa de que no quieren recordarse.
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