sábado, 4 de marzo de 2023

FIDEL CASTRO, LA COCAÍNA Y LA BOMBA ATÓMICA

 FIDEL CASTRO, LA COCAÍNA Y LA BOMBA ATÓMICA 

 POR JOHN BARRON

 Cuando el oficial del servicio secreto cubano Juan Antonio Rodríguez, con largo historial de espionaje, desertó y se pasó a Estados Unidos, presentó pruebas irrefutables del más sórdido secreto del dictador cubano.
POR JOHN BARRON
EN ENERO de 1987, en una recepción diplomática que tuvo lugar en Budapest, Hungría, un estadunídense, un ruso y un polaco departían comiendo salchichas y bebiendo vino. Los tres eran agentes del servicio secreto que se hacían pasar por funcionarios consulares. Al ver a un esbelto y bien parecido cubano que estaba solo, le hicieron seña de que fuera a sentarse a su mesa. Fue una invitación que Juan Antonio Rodríguez había buscado a propósilo.
Dirigiéndose en vacilante inglés al estadunidense, le dijo: "Necesito que me aconseje. El hermano de mi esposa murió en Miami la semana pasada, y dejó algo de dinero". En ese momento titubeó, como si buscara las palabras adecuadas, y luego agregó, dirigiéndose al ruso y al polaco: "Discúlpenme; mi inglés no es muy bueno". A continuación. explicó en español (que bien sabía el estadunidense hablaba con fluidez): "He sido agente del servicio secreto cubano desde hace 27 años. Quiero desertar".
El norteamericano miró hacia sus dos adversarios comunistas. Rodríguez prosiguió:
—No se preocupe; no entienden el español. Pero no puedo hablar mucho. Quiero que me ayude el Gobierno de Estados Unidos, y estoy dispuesto a pagar.
—Yo sólo soy un diplomático —respondió el norteamericano, que no deseaba comprometerse—. Pero pasaré la voz. También convendría que pudiera pasar muestras del dinero con el que usted pagaría.
Rodríguez replicó:
—Casi todos los agentes de ustedes en Cuba están bajo nuestro control, y lo han estado desde hace 20 años. El Gobierno cubano está inundando su país con narcóticos. Fidel está desarrollando una bomba nuclear y gases neurotóxicos.
CUANDO el dictador Fulgencio Batista tomó el poder en Cuba, en 1952, Rodríguez, que entonces tenía 18 años, se hizo revolucionario. La policía de Batista lo detuvo en siete ocasiones y lo golpeó; le rompieron un brazo y varias costillas.
En 1956 Rodríguez se unió al Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro y luchó en la guerrilla urbana; dinamitó carreteras, saboteó líneas eléctricas, asaltó estaciones de policía y robó bancos. Tras el triunfo de Castro, el primero de enero de 1959, regresó a su empleo en la compañía telefónica nacional.
Al poco tiempo, algunos revolucionarios compañeros suyos le expresaron, alarmados: Castro estaba permitiendo a los comunistas que controlaran al nuevo Gobierno. Para que hubiera democracia en Cuba, debían deponer a Castro. Con ese fin, estaban consiguiendo armas y organizando la contrarrevolución.
Estos argumentos desconcertaron al joven. Rodríguez no era comunista, pero creía firmemente en Castro. ¿No había declarado Fidel que "no daremos ni un paso hacia la izquierda ni hacia la derecha; caminaremos sólo hacia adelante"?
Una noche, Rodríguez confió sus dudas a un revolucionario de mayor edad que él, a cuyas órdenes había militado. Horas después, lo convocaron a una audiencia ante el jefe del servicio secreto cubano, el cual lo convenció de que, por el bien de la Revolución, le comunicara cuanto supiera de los planes de los conspiradores.
Junto con su amigo de la infancia y compañero revolucionario Rolando Castañeda, Rodríguez se convirtió en un agente doble, aparentando ser uno de los líderes del contrarrevolucionario Movimiento 30 de Noviembre y trabajando al mismo tiempo de espía para la inteligencia cubana, que entonces se llamaba la G-2. Robó bancos, colocó bombas, repartió armas y concertó viajes clandestinos a Miami. Al mismo tiempo, se reunía en teatros, iglesias y cementerios con el oficial de la G-2 que lo supervisaba.
Cuando una expedición de exiliados cubanos desembarcó en Bahía de Cochinos, en abril de 1961, no ocurrió el levantamiento popular del que dependía el éxito de la invasión. Casi todos los hombres que iban a dirigirlo estaban en la cárcel, en gran parte por la actividad de Juan Antonio Rodríguez. La invasión fracasó ignominiosamente, y así se afincó la dictadura de Castro. Y también la posición de Rodríguez en la inteligencia cubana.
,Pronto enviaron a Rodríguez a vivir en el nuevo cuartel general de la G-2, la Villa Marista, un castillo barroco, de mármol y piedra, que había sido el mejor colegio de enseñanza primaria y secundaria de Cuba. Rodríguez no era ajeno a la Villa Marista; había pasado allí los más felices años de su vida, bajo la tutela de bondadosos monjes. Ahora, rodeada de una alta barda de concreto, la Villa Marista se había convertido en un mundo cerrado de oficinas, salas de interrogatorios, celdas, dormitorios y comedores; incluso tenía un campo de beisbol.
En aquellos primeros años, Fídel era para Rodríguez una figura heroica: inteligente, jovial, un verdadero hombre del pueblo. Sólo lamentaba su admirador que Castro se hubiera proclamado comunista. Pero Fidel estaba dando al pueblo empleos, justicia y esperanza; estaba aboliendo la prostitución y terminando la explotación de los pobres por los ricos. Además: ¿no significaba la democracia que todos participaran en el Gobierno, incluso los comunistas?
Rodríguez ayudó a frustrar en tres ocasiones conspiraciones destinadas a quitar la vida a su héroe, y tenía en alta estima las felicitaciones de Fidel y de Raúl Castro y el respeto, que le profesaban sus superiores y sus iguales. No le gustaba enviar gente a la cárcel o al pelotón de fusilamiento, pero se justificaba al estar convencido de que defendía a la Revolución.
Una nación de espías. Sólo en 1965 Rodríguez empezó a tener dudas. Había vivido durante casi cuatro años en la Villa Marista, donde estaban satisfechas todas sus necesidades. Se quedaba con unos cuantos pesos de su sueldo mensual, y daba el resto a su ex esposa, de la que estaba separado, para el sostenimiento de sus dos pequeños hijos. Entonces, José Atirantes Fernández, ayudante personal de Castro en asuntos de seguridad del Estado, hizo que Rodríguez pusiera los pies en la tierra al nombrarlo jefe de un proyecto relacionado con el negocio de víveres.
Rodríguez no tardó en enterarse de que la política de Castro había originado graves carencias. Los frijoles y las alubias, alimentos básicos tradicionales de los cubanos, habían desaparecido. El clima cubano había dado siempre gran abundancia de fruta, pero ya no la había, porque Castro había ordenado que se destruyeran las huertas, con el objeto de poder cultivar allí café para la exportación. Pero ningún decreto es capaz de repudiar las leyes de la naturaleza. Las plantas de café no se desarrollaron en esas huertas por la misma razón de que nunca lo habían hecho: simplemente, los suelos no eran apropiados para este cultivo. Por todas partes la ideología prevalecía sobre la competencia, la destreza y el sentido común.
El ex revolucionario empezó, en secreto, a tener ideas heréticas. Por ejemplo: El sistema socialista no funciona, y Fidel está loco. Mi lucha ha sido en vano.
En 1963 Rodríguez se había casado con Elisa, una hermosa mujer que trabajaba de secretaria en la oficina de Abrantes. La G-2, rebautizada como Directorio General de Contrainteligéncia (DGCI), les dio un buen apartamento. Fue un matrimonio feliz, que con el tiempo se enriqueció con dos hijas. Como habían trabajado juntos en lo mismo, Elisa y Juan Antonio se entendían perfectamente. Entre ellos se referían a Castro, en broma, como "El Loco". Al tiempo dejaron de decir esto en broma, e incluso hablaban de huir de Cuba.
Rodríguez veía cómo su país se convertía en una nación de espías. Bajo la férula de la DGCI, casi dos millones de informantes espiaban los movimientos de sus vecinos en cada manzana de cada ciudad, pueblo y aldea. A fines de los años sesentas, más de 70,000 reos atestaban las prisiones.
Intriga extranjera. En 1975 Abrantes asignó a Rodríguez a la embajada de Cuba ante el Gobíerno de Bonn, en calidad de "representante comercial". En realidad, su misión consistía en abrir cuentas bancarias para hacer operaciones clandestinas y comprar bienes estratégicos, eludiendo el bloqueo impuesto por Estados Unidos. Cuando lo llamaron para que regresara a La Habana, en 1980, su patria le pareció estar en acelerada decadencia. A los visitantes extranjeros, siempre bajo la vigilante mirada de la DGCI, se les mostraban escuelas y hospitales nuevos, y se iban impresionados. Pero no podían saber que muchos maestros eran ya semianalfabetos, ni que hasta los medicamentos más sencillos brillaban por su ausencia. Cientos de miles de los más instruidos y dinámicos cubanos habían huido para establecerse en Estados Unidos. El orgullo, el celo y la esperanza revolucionarios que daban un sentido a la vida habían desaparecido.
Aunque Rodríguez ya no creía en su misión, lo único que podía hacer era actuar lo mejor que pudiera. Si no, sospecharían de él y no lo asignarian a otro puesto en el extranjero, lo cual le daría su única oportunidad de escapar.
Entonces, la misión más importante de Rodríguez consistía en engañar a la CIA, sobre todo mediante operaciones de doble agente. Rodríguez solía elegir a un profesor, a un científico o a un funcionario del Gobierno cubano, y lo enviaba a Lisboa, París, Londres o Roma; a dondequiera que pudiera tener negocios legítimos. El agente visitaba un restaurante o bar donde se sabía que uno de los empleados daba informes a la CIA. En conversación informal, se quejaba de la situación en Cuba e insinuaba que Castro había traicionado a la Revolución. A veces, en el lapso de unos cuantos días, un oficial de la CIA lo llamaba.
En cuanto se acercaba a él la CIA, el agente doble accedía a todo lo que le solicitaba la agencia estadunidense. La DGCI se volvió tan ducha en ese juego, que en un momento dado tenía nada menos que a 30 agentes que trabajaban abiertamente para la CIA. A través de ellos, los cubanos dieron información falsa a Estados Unidos sobre la política de Castro, las relaciones cubano-soviéticas y las intenciones de Cuba en África.
Después de que Ronald Reagan fue elegido presidente en 1980, los cubanos temieron que actuara contra Castro. Por tanto, tres agentes dobles informaron que sufría de cáncer terminal, lo cual trasmitió el mensaje de que la acción contra Castro era innecesaria, ya que el cáncer pronto acabaría con él.
El ansia de divisas de Castro. Rodríguez mantuvo su amistad con Rolando Castañeda. Roly había recorrido un largo camino desde su época de militante en el Movimiento 30 de Noviembre; ya era uno de los principales traficantes de drogas de Castro, y uno de los hombres más ricos de Cuba.
Rodríguez, que cenaba dos o tres veces por semana en la mansión de estuco blanco de Castañeda, pronto conoció a fondo la participación de Cuba en el narcotráfico, que había empezado en los años setentas, y a cuyo frente estaba Osmany Cienfuegos, lugarteniente y consejero de Castro. A través del dictador panameño Omar Torrijos, y de su sucesor, Manuel Noriega, Cienfuegos concertó arreglos para que los cárteles de drogas colombianos y bolivianos contrabandearan armas soviéticas para los guerrilleros latinoamericanos. A cambio, Cuba protegía las remesas de drogas que pasaban por su territorio con destino a Estados Unidos.
Castro asignó en 1980 la responsabilidad de las transacciones con drogas al Departamento z de las Tropas Especiales a las órdenes del Ministerio del Interior. El jefe de ese departamento era otro viejo amigo de Rodríguez: Antonio de la Guardia, que nombró su lugarteniente a Castañeda.
Al principio, el Departamento z actuó como intermediario, asegurando la buena acogida a los aviones y barcos que llegaban a Cuba cargados de cocaína. Los cubanos cobraban un porcentaje de las utilidades de cada una de estas remesas.
Luego, durante una comida, a principios de 1983, Castañeda comunicó a Rodríguez que Cuba necesitaba desesperadamente divisas fuertes, y que la expansión del comercio de narcóticos prometía ser el medio más lucrativo de obtenerlas. En tal virtud, en vez de sólo ganar una comisión, el Departamento z se proponía comprar drogas a los proveedores latinoamericanos y venderlas directamente a los distribuidores norteamericanos. Castañeda le dijo: "Necesitaremos más gente; gente de confianza; la mejor. Naturalmente, Tony (de la Guardia) y yo pensamos en ti".
Tal proyecto escandalizó a Rodríguez. Odiaba el narcotráfico, y no deseaba que lo inmovilizaran en un puesto en La Habana que le cerrara toda oportunidad de escapar. En eso, mientras cavilaba cómo zafarse de esa misión, Abrantes lo nombró subdirector de la policía nacional.
Rodríguez siguió cenando de tiempo en tiempo con Castañeda, que para entonces viajaba con mucha frecuencia para comprar cocaína y heroína en Panamá, México, Bolivia y Colombia, y para hacer convenios con los distribuidores en Estados Unidos. Castañeda vivía a todo lujo; sacaba ostentosamente gruesas fajas de billetes de 20 pesos y guardaba grandes cantidades de bienes de consumo norteamericanos, europeos y japoneses. En una ocasión confió a Rodríguez: "La contabilidad aquí no es muy estricta, y las sumas son enormes". Tiempo después, Rodríguez advirtió señales inequívocas de que Castañeda y la esposa de este ya estaban consumiendo estupefacientes.
Le rogó a su amigo que se apartara de las drogas y del Departamento Z. Predijo:
—Más tarde o más temprano, los gringos se enterarán. ¿Crees que van a permitirnos que sigamos matando a sus jóvenes? El loco tendrá que sacrificarte.
Castañeda replicó, muy confiado en su posición:
—No, no. Fidel nos apoya. Quiere que se haga esto.
Castañeda se jactó de que las utilidades que producían los narcóticos eran enormes. En un solo desembolso, de la Guardia había entregado a Castro 30 millones de dólares en efectivo. Y concluyó: "Mientras produzcamos dólares, estaremos a salvo. Fidel está ávido de divisas para la bomba".
Rodríguez se enteró del proyecto de fabricar la bomba atómica a mdiados de los años setentas, cuando la DGCI empezó a reclutar estudiantes para llevar a cabo investigaciones secretísimas. El hijo de Castro, José Raúl Castro Díaz-Balart, que estudiaba ingeniería nuclear en la Unión Soviética, dirigía esta empresa, y seleccionaba personalmente a candidatos para enviarlos a las universidades y a los laboratorios de la URSS, Hungría, Checoslovaquia, Alemania Oriental y Francia.
Las investigaciones mismas se llevaban a cabo en dos centrales nucleares: una de ellas entre Jibacoa y Arroyo Bermejo, en la costa norte contigua a La Habana, y la otra, en la provincia de Las Villas. En 1982 el joven Castro dijo a Rodríguez, con toda sencillez, que los cubanos estaban "a punto" de adquirir los conocimientos necesarios para fabricar un arma nuclear. El hijo del dictador también dirigía las investigaciones sobre gases neurotóxicos y armas bacteriológicas que podrían lanzarse a Estados Unidos mediante misiles de corto alcance que proporcionarían los soviéticos.
Ruta hacia la libertad. Un viejo amigo de Rodríguez, el teniente coronel Camilo García, lo llamó inesperadamente a principios de 1986. Le comunicó que sería el jefe de las operaciones de espionaje en Hungría, y deseaba que Rodríguez fuera con él en calidad de subjefe.
Al aterrizar en Budapest en compañía de su esposa y de su hija menor, Rodríguez no daba crédito a su buena suerte. Su hijo mayor y su primera hija estudiaban en universidades de Alemania Oriental, el menor pronto se inscribiría en la Universidad de Leningrado. Hacía mucho Rodríguez había jurado no dejar atrás a ningún integrante de su familia. Ahora, por primera vez, hahía la oportunidad de que todos ellos escaparan juntos.
Desde que llegó a Budapest, Rodríguez consagró casi todos sus pensamientos a obtener la libertad de su f:amilia. Repasó sus conocimientos sobre el personal clave de la DGCI, sus características y paraderos. Revisó también operaciones de espionaje que abarcaban un periodo de más de un cuarto de siglo. Y estudió al personal de la embajada estadunidense para decidir a quién acudir.
En diciembre de 1986 envió mensajes a sus hijos y a su hija mayor: "Vengan a Budapest lo más pronto posible". En Navidad, tres de ellos estaban con él. Pero el menor, Iván, telefoneó desde Leningrado que no le permitirían salir del país hasta después de los exámenes finales, en enero. Rodríguez, su esposa y sus tres hijos celebraron un consejo de familia y llegaron a la decisión unánime: a menos que Iván pudiera reunirse con ellos, no intentarían escapar.
Iván aterrizó en Budapest la tarde del 28 de enero de 1987. La familia completa se apretujó en un auto Lada soviético y partió de inmediato, en medio de una fuerte nevada, hacia Austria.
Al llegar a la frontera, los inspectores tardaron una eternidad en revisar sus pasaportes, y Rodríguez temió que, por ir sobrecargado, no dejaran pasar al auto. Por último, tras aceptar el regalo de unos puros cubanos, un oficial les hizo seña de seguir.
Tres días después de esfumarse Rodríguez, seis oficiales de la inteligencia cubana llegaron a Viena en busca del fugitivo. Pero entonces Rodríguez y su familia estaban cómodamente ocultos en Virginia, Estados Unidos, protegidos por guardías armados las 24 horas del día.
El secreto más siniestro de Cuba.
Las declaraciones de Rodríguez prosiguieron hasta 1989, y durante esas sesiones el desertor relató lo concerniente a casi tres decenios de la historia de la policía secreta cubana; identificó a cientos de agentes cubanos y reconstruyó incontables operaciones.
Estados Unidos ya tenía algunas pruebas de la participación de los cubanos en el narcotráfico; pero la mayoría de estas evidencias las habían proporcionado criminales detenidos, cuya veracidad podría ponerse en tela de juicio. La relación detallada y autorizada de Rodríguez disipó toda duda al respecto. Las resultantes acusaciones de los estadunidenses sobre el narcotráfico cubano convencieron a Castro de que Rodríguez había sacado a la luz el secreto más siniestro de Cuba.
Cada vez más acosado en su propio país y aislado por las reformas que cundían en el mundo comunista, Castro ideó un cínico plan para quedar exonerado de las acusaciones de narcotráfico, al tiempo que cerraba el puño de hierro sobre la sociedad cubana. Dos hombres podían, potencialmente, amenazar su poder: uno de ellos era Abrantes, que controlaba a la DGCI y a la policía; el otro era el general Arnaldo Ochoa Sánchez, quien había mandado las fuerzas cubanas en Nicaragua y en Angola, y que era uno de los más populares y carismáticos jefes militares cubanos.
En el verano de 1989, Castro ordenó arrestar a Ochoa, Abrantes, de la Guardia, Roly Castañeda y cuando menos a otros 12 oficiales de primera fila, acusados de narcotráfico y corrupción. En juicios trasmitidos por televisión, muy semejantes a los que se organizaron en Moscú en los años treintas, Ochoa y de la Guardia confesaron hechos de cobardía y deslealtad, entre ellos, embolsarse dinero por la venta de drogas. Como los generales soviéticos que confesaron haber cometido horrendos crímenes en los años treintas, probablemente aceptaron envilecerse a sí mismos para salvar a sus familias de la persecución. Ochoa, de la Guardia y otros dos fueron pasados por las armas en julio de 1989. A Abrantes, Castañeda y los demás inculpados se les dictaron sentencias de encarcelamiento.
Todo el tiempo que duró este proceso, Rodríguez analizó las audiencias para el servicio secreto norteamericano. Al preguntársele si Castro tenía realmente la intención de poner fin a la participación de Cuba en el narcotráfico, replicó: "¡Por supuesto que no!" Y otra vez tuvo razón. Continúan las remesas de cocaína y heroína procedentes de Cuba, y a veces las pequeñas aeronaves o los barcos que las entregan van protegidos por MiG cubanos.
Hoy, Rodríguez, su esposa y sus hijos viven en Estados Unidos, con nuevas identidades. Mientras Castro viva, Juan Antonio Rodríguez será un hombre marcado. Con todo, Rodríguez comenta: "Estados Unidos nos ha ayudado mucho más de lo que jamás habíamos soñado. Y nos ha dado el más precioso de todos los bienes: la libertad".

ABRIL DE 1990-SELECCIONES DEL READER´S DIGEST

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