Domingo, 13 de mayo de 2018
NO LO PUDIERON AHORCAR- CASO REAL
La vida es mucho más extraña que todo cuanto la imaginación del hombre puede inventar. Sherlock HolMes.
DESENLACES IMPREVISTOS
DRAMAS DE LA VIDA REAL
DESENLACES IMPREVISTOS
DRAMAS DE LA VIDA REAL
(Condensado the «True»)
por Anthony Abbot
por Anthony Abbot
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST
MARZO 1946
ESTABA YO ALMORZANDO un día con el alcaide de la prisión norteamericana de San Quintín, cuando
recayó la conversación en la «epidemia» de billetes falsificados que
repentinamente había invadido la costa del Pacífico. Eran, precisaba
confesarlo, una verdadera obra de arte, y nadie podía ni sospechar
siquiera de dónde procedían.
Solamente dos años después se descubrió que los tales billetes eran hechos por los presos de San Quintín, en las mismas narices de mi amigo el alcaide.
Tal
es lo que suele pasar con el crimen. El acervo de los hechos
delictuosos es como un loco amasijo de lo absurdo y lo increíble. Por eso quienes escriben novelas policíacas, las inventan. Los hechos de la vida real no les sirven, porque son demasiado increíbles.
AÑOS atrás, en 1921, un cierto individuo a quien se conocía en Chicago con el apodo de II Diavolo, capitaneaba
una pandilla de ladrones jóvenes. El botín lo repartía siempre por
partes iguales, pero luego armaba partidas de juego, y dejaba sin un
céntimo a sus secuaces. Sin embargo, éstos continuaban obedeciendo
fielmente sus órdenes, porque le tenían miedo. Hasta llegaron a matar
por él, y eso fue lo que acabó perdiéndolos a todos.
Uno de ellos, un
joven de apellido Viana, confesó todo lo referente a las actividades de
la pandilla, antes de pagar sus crímenes en la horca. Como resultado de
ello, II Diavolo, cuyo verdadero nombre era Cardinella, fue puesto
preso, sometido a juicio y condenado a muerte. Mientras llegaba su hora,
11 Diavolo se declaró en huelga de hambre, y llegó a perder hasta 22
kilos. Nadie sospechó que_ aquello fuese un ardid, hasta que la noche de
la ejecución se recibió en el cuartel de policía una denuncia
telefónica anónima. «Los amigos de Cardinella », dijo una voz de hombre,
«van a apoderarse de su cadáver tan pronto como sea ahorcado, para revivirlo. Saben que lo conseguirán, porque ya hicieron lo mismo con
Viana». Inmediatamente se colocaron guardas especiales, sobre todo en
la oscura callejuela sobre la cual se abría la cámara de las
ejecuciones. Tres minutos antes de la medianoche, hora en que II Diavolo
debía ser ahorcado, el carro fúnebre que iba a recibir el cadáver,
entró en la callejuela.
Pistola en,mano, los guardas se apoderaron del que venía guiándolo, y abrieron la puerta del carro. Dentro
estaba un hombre con chaqueta blanca de médico, y una mujer con
uniforme de enfermera. En el centro había una camilla con un colchón de
caucho lleno de agua caliente. A los lados, almohadillas
térmicas con baterías eléctricas; un tanque de oxígeno; un estante con
agujas hipodérmicas, una cesta llena de calientapiés.
Cierto era. aquello. Il Diavolo había ayunado como lo
hizo para no pesar mucho el día de la ejecución y disminuír así las
probabilidades de que las vértebras cervicales se le rompieran. Todavía hoy, en el bajo mundo de Chicago, se tiene como cosa evidente que Viana fue resucitado para probar que tal ardid es fácil de llevar a cabo, pero que luego, por haber sido delator, le volaron los sesos de un balazo y lo tiraron al lago.
Los que escriben novelas, por supuesto, no incluyen en ellas episodios así. Porque ¿quién iba a creérselos?
No hace mucho, SELECCIONES publicó la novelesca relación de un individuo que fue colgado en la horca y no murió.* Por increíble que parezca, el caso similar de una ejecución que no pudo llevarse a cabo, ocurrió en Inglaterra.
John
Lee, vecino del pueblo de Babbacombe, cercano a Devon, fue acusado del
asesinato de una tal señora Keyes, a la cual se encontró acuchillada en
su propia cama. Las pruebas en contra de Lee eran muchas y, al parecer,
terminantes, pero él en todas sus declaraciones afirmaba siempre: <.
Cuando el juez lo condenó a morir en la horca, Lee dijo con la más perfecta serenidad: «Dios sabe que soy inocente, y nunca permitirá que me ejecuten. Él me ha dicho que no tenga miedo, y yo confío en su divina palabra ».
El
día de la ejecución, una gran multitud se apeñuscó en torno a la cerca
que rodeaba el patíbulo. Inmediatamente antes de proceder a la
ejecución, se colgó
*Véase El enigma del ahorcado, en el número de abril de 1945 de SELECCIONES.
una especie de dominguillo, para probar la cuerda. El juez Marcus Kavanagh, de Chicago, quien publicó en 1932 su investigación de este caso, dice que la cuerda y la trampa habían funcionado correctamente
con el dominguillo. Pero cuan los guardas, después de haber puesto Lee
la capucha, tiraron de la palanca para lanzarlo al vacío, la trampa no se abríó, Uno de los alcaides de la cárcel trepó al tablado para ver de qué se trataba, ocupó el puesto del reo encima de trampa. Tiraron de la palanca, y las puertas de aquélla se abrieron. El alcaide cayó al suelo y se quebró una pierna.
La ejecución fue suspendida por un cuantas horas y Lee volvió a su celda. Ensayaron de nuevo con el dominguillo y todo funcionó perfectamente. Se trajo al reo para un segundo intento. Y otra vez la trampa se negó a funcionar.
El
sheriff asustado, telefoneó todos 1os detalles al secretario del
Interior y le pidió instrucciones. La respuesta fue: «Proceda con la
ejecución».
Para entonces la muchedumbre estaba indignada y furiosa. Todo el mundo pedía que se desistiese de la ejecución. Pero las órdenes del secretario del Interior tenían que ser obedecidas. Cuatro ensayos más — todos satisfactorios — se hicieron con el dominguillo. Luego Lee fue llevado otra vez a la plataforma. El sheriff mismo tiró de la palanca. Y no sólo una, sino dos, tres, cuatro veces... Lee se desmayó y hubo que devolverlo a su celda.
Al día siguiente se recibió un telegrama del secretario del Interior: «Sentencia de muerte de John Lee, conmutada».
¿Y Lee? Años más tarde su sentencia de prisión perpetua fue conmutada también. Salió de la cárcel, contrajo matrimonio, y se hizo evangelista, dedicando a la predicación de la fe en Dios el resto de sus días.
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