viernes, 3 de marzo de 2023

ESCLAVOS BLANCOS DEL JAPON

 

Sábado, 21 de abril de 2018

Para que no lo olvidemos—VI
ESCLAVOS BLANCOS DEL JAPON
Ejemplo documentado del cruel salvajismo japonés: el trato dado a los prisioneros de un campamento de trabajo de las cercanías de Manila.
(Condensado de
«Kansas City Star»)
Por Clark Lee
 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST    Septiembre 1945
Escritor y corresponsal de guerra; uno de los últimos norteamericanos que salieron de Bataán, y uno de los primeros que regresaron con el general MacArthur.

PERMÍTANME USTEDES presentarles al Angel Blanco, alias Moto-San; al Lobo, cuyo, verdadero nombre es Kazuki-San; a Pedro Pistola, a Saki Sam, a Flor de Cerezo.
Aseguro a ustedes que ninguno de ellos habrá de serles persona grata.
Son todos caballeros japoneses, fruto de una refinada civilización que data de hace 2000 años. Son, además, uno de los peores grupos de asesinos que se haya conocido en el mundo. Todos ellos desempeñaron cargos—unos de jefes y otros de meros guardas—en Nichols Field, campamento de trabajos forzados próximo a Manila, donde por espacio de dos años y medio estuvieron 600 norteamericanos sometidos a inhumano cautiverio.
Los trabajos de reconstrucción de Nichols Field fueron emprendidos por los japoneses en junio de 1942, con prisioneros capturados en Cavite, Manila y algunos otros fuertes de la bahía, a los que más adelante se agregaron los sobrevivientes de la marcha de la muerte de Bataán. El primer jefe del campamento era Moto, teniente de la armada imperial, joven, de buen cuerpo, y de negros cabellos cortados casi al rape. Los nortéamericanos lo llamaban el Ángel Blanco porque siempre vestía uniformes de inmaculada blancura,.
Cierto día un soldado norteamericano, a quien llamaremos Martín, se desplomó exhausto en mitad del camino cuando era conducido al trabajo junto con otros compañeros.
—¡Levántate y anda a trabajar —le gritó Moto—, o haré que te fusilen!
Martín, que estaba enfermo de disentería, no pudo sostenerse en pie, y el Angel Blanco rugió una orden a sus soldados. Trajeron éstos—empujándolos con las culatas de los fusiles—a cuatro norteamericanos que se encontraban próximos, y a los que hizo levantar del suelo a Martín y llevarlo al barracón-escuela de Pasan. Una vez allí, el Angel Blanco reunió a los prisioneros y les anunció que Martín iba a ser fusilado, como ejemplo para los que rehusaran pagar el tributo de su trabajo al Imperio japonés. Poniéndole la pistola en la cabeza, llevó al desvénturado Martín a espaldas del barracón, haciéndose acompañar por un capitán norteamericano para que sirviera de testigo.
Los prisioneros oyeron un disparo... Hubo una breve pausa, y luego otro disparo. El capitán relató después lo ocurrido. Martín, que no murió al primer disparo del Ángel Blanco, volvió la cabeza hacia su compatriota para decirle antes de desplomarse:
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—Mi capitán, cuente a los compañeros que Martín murió con la sonrisa en los
labios.   
El Ángel Blanco le descerrajó otro tiro esta vez en la cabeza.
Para perpetrar su segundo asesinato, Moto hizo uso del sable. Un infante de marina, que había estado soportando palizas diarias durante varios meses, aprovechó una oportunidad para fugarse. Cinco horas después era capturado por los japoneses. Lo hicieron arrodillar frente a los barracones. Sus ojos, donde aún brillaban la resolución y el valor, se encontraron con los del Angel Blanco, que desenvainando el sable se adelantó hacia él.
No fue aquello una ejecución rápida o diestra. Fue una carnicería lenta y brutal. Luego el Ángel Blanco se puso un uniforme limpio y colocó una cruz de flores en la tumba de la víctima. Un fotógrafo tomó varias instantáneas del Ángel, cuadrado militarmente junto a la cruz de flores, destinadas a demostrar al mundo lo bien que se portaban los japoneses con los norteamericanos que «fallecían de muerte natural» en los campamentos de prisioneros.
Algún tiempo después se dividió a éstos en grupos de diez, advirtiéndoles que si uno del grupo se fugaba, los nueve restantes serían fusilados. Cuatro soldados intentaron escapar, pero los capturaron y fueron apaleados hasta dejarlos medio muertos. Hubo otro que consiguió escapar. Sus nueve compañeros de grupo, entre los que se encontraba un hermano del fugado, sufrieron la pena capital. Entonces los norteamericanos se pusieron de acuerdo para no intentar nuevas fugas.
Una de las costumbres favoritas de Moto era obligar a los prisioneros a marchar descalzos y a paso ligero por el cascajo, durante cuarenta y cinco minutos seguidos, hasta que les sangrasen los pies. Otras veces volvía completamente borracho de una parranda en los barrios bajos de Manila, formaba a los prisioneros, fuese la hora que fuese, y les ordenaba hacer calistenia por media hora o más, mientras él, repantigado en una silla, presenciaba el divertido espectáculo, bebiendo a tragos frecuentes de una botella que tenía en la mano.
Moto dejó su puesto a fines de 1943 para incorporarse al servicio activo. Se supo que había muerto en acción. Aquello fue una triste noticia para los prisioneros... Habían acariciado la ilusión de poder darle muerte con sus propias manos.
El día de los prisioneros empezaba a las 6 y 15, al grito de «¡Bongo!» que daba un centinela japonés. Lo primero era levantarse uno del duro suelo, donde cada hombre disponía de un espacio de 9o centímetros de anchura para dormir. Luego todos ellos, incluso los enfermos, hacían 15 minutos de calistenia, y después tenían que contar en japonés. Las faltas de pronunciación se castigaban con golpes. El rancho consistía en «ojos y entrañas de pescado», y sopa hecha con el pescado entero; o una taza de avena aguada y dos dedos de arroz hervido.
Después del desayuno pasaban lista de enfermos. Cincuenta era el número máximo de hombres a quienes se sacaba el mismo día. A las 7 y 3o comenzaba la torturante marcha hacia Nichols Field. Los menos enfermos tenían -que llevar a rastras o cargados a los que apenas podían andar. Aquella triste procesión de harapientos esqueletos desfilaba por la calle principal de Pasay. Por término medio, cada uno de esos hombres había perdido 30 kilogramos de peso. Al principio, los filipinos se alineaban a uno y otro lado de la vía y trataban de dar a los norte-1945    ESCLAVOS BLANCOS DEL JAPÓN    7í
americanos alimentos, calzado y cigarrillos. Pero los japoneses mataron a varios de aquellos filipinos, y no hubo quien se atreviera a seguir practicando la piadosa,costumbre.
A veces la escolta japonesa, sin mediar provocación alguna, atacaba súbitamente a los prisioneros en marcha, descargando sobre ellos una lluvia de culatazos. Algunos de los soldados llevaban cachiporras, con las cuales rompían brutalmente brazos y piernas. Los que caían víctimas del cobarde ataque, tenían que ser recogidos y auxiliados por sus camaradas.
Uno de los guardas, el llamado Pedro Pistola, rompió los brazos a cinco hombres con una varilla de hierro. Saki Sam, infante de la marina japonesa, que siempre estaba borracho, hacía uso de un arma semejante a la de Pedro Pistola para castigar a los que silbaban. Sus jefes acabaron relevándole porque a causa de sus brutalidades, los trabajos del campo de aviación se estaban retrasando.
Sometidos a un régimen de hambre y carentes de medicamentos, los prisioneros caían postrados en número cada vez mayor. Un médico• norteamericano se dirigió entonces al Lobo, que había sucedido al Ángel Blanco en la jefatura del campamento, y le hizo presente «que los cautivos acabarían por morirse, si no los alimentaban mejor».
El Lobo se puso furioso y ordenó a uno de los guardas que apalease al médico. Intervino en su defensa otro médico, que tenía grado de comandante. Golpearon a éste con la culata de una pistola hasta saltarle cuatro dientes y fracturarle la mandíbula. El Lobo se dirigió entonces a los dos médicos que sangraban profusamente. «No me importa», les dijo, «que se mueran todos ustedes. Hay otros cien millones iguales en los Estados Unidos, y todos serán pronto esclavos nuestros».
Muchos prisioneros norteamericanos intentaron escapar al tormento quitándose la vida. Algunos lo lograron. Entre junio de 1943 y septiembre de 1944, cinco hombres, por lo menos, perdieron la razón. Uno hubo que trató de suicidarse dando cabezadas contra la pared.
Por inverosímil que parezca hubo prisioneros que pusieron deliberadamente un brazo o una pierna al paso de un vagón de ferrocarril. Buscaban así que los enviaran al hospital de Bilibid, donde el trato, aunque no la comida, era relativamente mejor.
Lo mismo que su predecesor, el Lobo dio muerte a varios norteamericanos en presencia de otros prisioneros. Un muchacho de Nuevo México, gravemente enfermo de paludismo, perdió una tarde el conocimiento durante uno de los accesos de su enfermedad. El Lobo fue a verlo en la noche, cuando aún estaba inconsciente, y.decidió que la mejor manera de devolverle el sentido era golpearle la cabeza contra el pavimento de hormigón y patearlo brutalmente. Luego lo arrastró hasta la ducha y retuvo con el pie la cabeza del desventurado bajo el agua, hasta que lo ahogó.
No menos de cincuenta prisioneros presenciaron aquel horrible espectáculo. También vieron a uno de sus famélicos camaradas sometido al martirio de Tántalo. Desde por la mañana se le colgó por los pulgares frente a la puerta. Cerca de él, donde pudiera verlos bien, colocaron un emparedado de carne y una botella de cerveza. En las horas de la tarde murió. Los japoneses obligaron a un médico norteamericano a firmar el certificado de defunción, que achacaba la muerte a una enfermedad cardíaca. Así se dio el parte por mediación de Ginebra.
Cuando tenían la certeza de que un hombre iba a morir, lo enviaban al 72    SELECCIONES DEL
hospital de Bilibid, porque para el efecto de los registros internacionales era mejor que los prisioneros murieran allí.
Cuando tuvieron lugar los desembarcos norteamericanos en Leyte, el cambio de actitud de los japoneses fue sencillamente asombroso. Los guardas empezaron a llevarse la mano al ala del sombrero y a decir «haga el favor » y «muchas gracias». Todavía se hicieron más corteses después de los desembarcos en Mindoro y Luzón. Quien sólo hubiese visto los campamentos durante las últimas tres semanas,
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habría creído que su administración era excelente y sus condiciones ideales.
Puede suponerse que Tokio adoptará en breve una actitud semejante. Un grupo de japoneses educados en Harvard, hombres de negocios, muy corteses, muy diplomáticos, y con muchos antiguos y excelentes amigos en los Estados Unidos, se adelantarán sombrero en mano, harán esas profundas reverencias de la insuperable cortesía japonesa, y dirán. «Tengan la bondad de perdonarnos. Todo ha sido una deplorable equivocación ».

Tache la hache
SI SE CREE USTED ortógrafo infalible, no le haga caso a este pequeño pasatiempo... O quizá le interese ensayarlo para que vean sus amigos que usted no es de los que husan las aches sin ton ni son.
En esta lista de palabras sobran varias haches. Tache las sobrantes y compare su trabajo con las, palabras corregidas que aparecen en la página 76. Apúntese un error por cada hache mal tachada y por cada hache incorrecta que deje de tachar.
r. almohada    9. ahormar    17. deshollejado
2. tohalla    io. ahorca    18. deshollar
3- exhalación    11. aherrojar    ig. deshahuciar
4- exhuberante    12. ahojamiento    20. deshuso
S. exhonerar    13. cohete    21. rehusar
6. exhorto    14. cohecho    22. deshovar
7. exhorbitante    15. cohesión    23. rehóstato
.8. exhordio    16. cohonestar    24- Ye2cte
t5
IIINYO,
41 DURANTE una campaña hecha para vender bonos de guerra en nuestro cazatorpedero que prestaba servicio de escolta en el Pacífico, el periódico de a bordo preguntó: « ¿Por qué compra usted bonos de guerra?» Uno de nuestros más listos marinos contestó: «Por verme libre del miedo, libre de la necesidad, libre de la opresión, y libre de la armada ».
Colaboración del teniente Frederic W. Reichardt

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