sábado, 25 de marzo de 2023

ADIOS, VOYAGEUR!

  Lunes, 30 de noviembre de 2015

Conmovedora historia 

ADIOS, VOYAGEUR!

 Por Gerald Movius1954

ADIOS, VOYAGEUR!
Por Gerald Movius
Condensado de « Nature' Magazine»
1954
EN su vuelo primaveral rumbo al norte, al cruzar el cielo de nuestra granja, las ocas canadienses hacían recordar a Voyageur, mi ganso salvaje, lugares remotos que yo esperaba hubiese olvidado, porque Voyageur no podía volar y me dolía ver que lo intentase inútilmente.
El otoño anterior me lo había encontrado caído en la maleza, patas arriba en la orilla de una hondonada. Estaba malherido, pero un mes de descanso en la leñera y una dieta .de alimento para pollos le devolvieron la salud, aunque arrastraba un ala y caminaba ladeado.
  Al oir el concierto de graznidos en el cielo, se subía hasta lo alto del montón de paja, batía el ala sana y graznaba anheloso de que sus hermanos lo vieran. 
 Por lo general las voces de la bandada apagaban las llamadas de Voyageur. En cierta ocasión, sin embargo, las ocas efectuaron un viraje y destacaron una escuadrilla de reconocimiento para ver las cosas más de cerca. Descendió la escuadrilla; pero vio solamente a Voyageur, en compañía de un muchachito con gorro de lana y chaquetón de tela gruesa, ansioso de que las grandes aves grises hallasen medio de ayudar a su hermano encadenado a la tierra.
Volvieron a remontar el vuelo porque nada podían hacer, y Voyageur se quedó silencioso. Al ver cómo la oscura madeja se perdía en la luz oro y rosa de la aurora, bajó la cabeza y continuó batiendo el ala, pero cada vez con menor fuerza. A partir de aquel día no prestó mayor atención al paso de los gansos salvajes que la que le prestaban nuestras gallinas. Parecía haberse decidido a sacar el mejor partido posible de la situación.
Dicen los libros que los gansos canadienses son altivos y huraños, pero Voyageur era tan sociable como un perrito faldero y tan charlatán como una vieja cotorra. En las horas de faena me seguía los pasos, se restregaba el cuello contra mis pantalones o, en súbitas manifestaciones de afecto, arrimaba el pico a mis manos haciendo como que me picaba. ` -
Voyageur hacía amistades con todo el mundo, especialmente con las crías que alegraban la granja. Los polluelos utilizaban su dorso para tomar el sol o para saltar sobre él en sus carreras de obstáculos. Los polluelo abandonados por sus aturdidas mamás a los rigores de un chaparrón repentino, podían contar con un refugio de urgencia bajo las alas de Voyageur. Cuando Vinagre y Mostaza se ausentaban para cultivar sus importantes relaciones sociales, Voyageur cuidaba de sus gatitos; y lloró la muerte accidental de la cría de Mostaza mucho más que la madre misma. Lo encontré junto al flácido despojo con el largo, cuello extendido como para protegerlo y emitiendo hondos sonidos guturales muy parecidos a sollozos.
El ganso salvaje es monógamo y muy exigente en la selección de compañera, pero nosotros esperábamos que Voyageur se aparease con una de nuestras ocas domésticas. Las crías de un ánsar y una gansa de corral son el mejor bocado que nadie haya comido, como no sea en los grandes banquetes del Olimpo, y en aquellos tiempos los hoteles las compraban a precios fantásticos.
Pensé que si Voyageur quisiera cooperar, mi fortuna estaba hecha. Nuestras gansas vírgenes estaban muy bien dispuestas al enlace. Ante el porte esbelto y elegante de Voyageur, nuestros gansos de Tolosa parecian zafios aldeanos; en cambio él era una sinfonía en negro, gris y blanco y daba la impresión de un mozo aristócrata vestido de tiros largos para la boda.
Tulipa esperaba solamente una leve insinuación para rendírsele. Puntilla le seguía los pasos con aire lánguido. Teresa ahuecaba todas las plumas con sólo que el buen mozo acertase a rozarla al azar..Voyageur no prestaba atención alguna a tales carantoñas.
Cuando ya parecía haberse decidido a abrazar una vida de recogimiento monástico, sorprendió a todo el mundo presentándose un día en el corral doméstico con una novia de su propia elección. Era una gansita de una granja vecina, situada un par de kilómetros carretera arriba. Parecía ruborizada de la situación, pero Voyageur la hacía marchar adelante a suaves golpes de pico, con graznidos que trataban de tranquilizarla.
Voyageur debió de haberla enamorado en la hondonada, que era el lugar de reunión avícola de la vecindad, y su elección había sido buena. La gansa era esbelta y recatada; su abrigo de plumas blancas y grises evocaba el atuendo de una doncella colonial. Los vecinos me trocaron la gansa por cinco nidadas de huevos de gallina. La bauticé con el nombre de Priscilia.
Priscilia eligió para hogar un barril viejo que yo amueblé con un huevo de vidrio a fin de hacer olvidar a la pareja que yo me llevaba sus huevos, tan pronto como ella los ponía, para colocarlos en nidos de cluecas. Dejé a Priscilia los diez últimos huevos que puso. Mientras duró la incubación, ningún extraño podía acercarse a unos cuantos metros del barril sin suscitar la iracundia de Voyageur. Hasta conmigo mismo se mostraba un tanto incivil.
Fue entonces cuando descubrió que se le había curado el ala. Había marchado a la hondonada para darse una rápida zambullida y, una vez allí, creyó oír que Priscilia lo llamaba. Volvió volando y llegó al corral con tanta facilidad como si nunca hubiera tenido el ala inútil.
Aterrizó de golpe, sacudió sorprendido la cabeza, se miró el ala como si no la hubiera visto en su vida y,rompió a lanzar graznidos de entusiasmo. Los espléndidos ojos destellaban de emoción. Danzó sobre las puntas de los dedos con ambas alas en alto, corrió hasta Priscilia, le hizo caricias en el cuello con el pico y por último se apresuró a llegarse hasta donde yo estaba para darme tirones del pantalón.
Desde aquel día voló por toda la vecindad. Aquellos vuelos presagiaban una sola cosa: Voyageur nos dejaría en otoño. Ciertamente, yo podía cortarle las alas; pero lo vi demasiado feliz. Voyageur había necesitado de mí cuando tenía el ala inútil. Ahora que tenía buenas las dos alas, sólo necesitaba libertad. Vi acercarse el final del verano con tristeza.
Voyageur y yo estábamos juntos en el corral cuando oí el concierto del primer vuelo rumbo al sur. Voyageur observó el cielo para tomar el rumbo. Le tembló todo el cuerpo. Dio una carrerilla y emprendió el vuelo a las alturas. «¡Adiós, Voyageur!—dije para mí-¡Adiós!»
Al principio, Priscilia tomó la cosa con serenidad. En los meses que llevaban juntos, Voyageur se había ausentado en vuelos de varias horas. Pero cuando cayó la noche, se mostró intranquila. Dos días después estaba enferma. Ya habíamos visto enfermar gansos por causa de alguna desgracia ocurrida al compañero; pero Priscilia se encontraba sola en su ansiedad porque no había trabado amistad con nuestras gansas tolosanas y ya sus propias crías se habían emancipado. Se dejó abatir y rechazó la comida.
Sin embargo, tanto Priscilia como yo habíamos interpretado mal la na-tural disposición de Voyageur: a los tres días estaba de regreso, libres los ojos de la alucinadora mirada selvática. El instinto del deber que lo vinculaba a su compañera resultó superior a sus impulsos migratorios. Volvió a ser el mismo de siempre, a enredárseme en los pies mientras trabajaba, a mimar a Priscilia, que recobró la salud en seguida.
Era la temporada de diversión para las aves. Los cuidados de la vida familiar habían terminado por aquel año. El sol del veranillo de San Martín calentaba el agua de la hondonada y allí acudían los gansos y los patos jóvenes a pasarlo en grande y recibir en la cabeza alguno que otro picotazo de sus mayores, si se mostraban demasiado levantiscos.
También era la temporada de caza. Se oían disparos por las  mañanas, muy tempranito. De vez en cuando se veía vacilar un ánsar y abatirse hacia tierra en espiral. Debió de ser así como Voyageur hubo de caer cerca de nuestra granja el año anterior.
Me alegraba ver que Voyageur no abandonaba ahora la seguridad de la hondonada, protegida por carteles que prohibían la caza. Por esa razón, casi no pude dar crédito a mis oídos cuando escuché un disparo de escopeta muy cerca de la granja, seguido del graznido de los gansos aterrorizados. Sentí una náusea helada en el estómago y corrí a ver. Al lado opuesto de la hondonada vi que un hombre corría a toda prisa; sus ropas delataban al lechuguino de la ciudad.
Priscilia estaba muerta y Voyageur ileso, aunque lo probable era que el cazador lo hubiera elegido como blanco. Voyageur estaba tirado en la hierba al lado de Priscilia cuyas plumas  estaban empapadas de sangre. El largo cuello del primero, quieto, los ojos velados por el dolor, descansaba sobre el cuerpo de la compañera.
La enterré con todos los honores ante la mirada atenta de Voyageur. Cuando le eché la última paletada de tierra, Voyageur vino hacia mí y me puso el pico en la mano, quejándose como un perro afligido. Allá arriba se oyeron los graznidos de las ocas y Voyageur miró a lo alto. Ya sabía yo que me estaba diciendo adiós.
¡Adiós, Voyageur!—le dije.
Esta vez era para siempre. Ya no había Priscilia que lo detuviera allí. Quedaban solamente el cielo y las voces distantes de sus hermanos y el viento del norte que les pellizcaba las colas para .apresurar su marcha a los campos apacibles del sur.
Entonces se elevó al cielo para unirse a la remota bandada.
¡Adiós, Voyageur!

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