sábado, 25 de marzo de 2023

LA GANSA DE DOBLE PERSONALIDAD

 Lunes, 30 de noviembre de 2015

Tierna historia de

LA GANSA DE DOBLE PERSONALIDAD 

Por Charles Drummond 1959

La gansa
de doble
personalidad

Por Charles Drummond
1959


JUANA era una gansa canadiense. Su nombre completo, Juana Calamidades, tuvo origen en su nacimiento extraño e infausto ... pues vino a este pícaro mundo en el asiento trasero de un automóvil prematuramente, a consecuencia del choque del vehículo con un árbol del camino.
Me había quedado dormido sobre el volante al regreso de una expedición en que había recogido huevos de ganso arrastrados por las inundaciones. Al súbito remolino de vidrios rotos, nieve y lodo, siguió el silencio; oí entonces un insistente «pío, pío» que salía del asiento trasero. Me acerqué y vi un huevo roto y un polluelo todavía húmedo recién salido del cascarón. Para protegerlo contra el intenso frío, metí la felpuda bolita dentro de mi camisa, en contacto directo con la piel. Poco a poco se fueron acallando los píos y aquel cuerpecillo viscoso y desagradable se fue secando y entrando en calor hasta hacerse imperceptible.
El auto aún podía andar y así regresé renqueando a casa. Coloqué el gansito en una caja de cartón y empecé a alimentarlo con purés y picadillos de verduras.
Juana pelechó y bien pronto la pasamos a un corralillo exterior hecho de malla de alambre. Cuando algo se le ofrecía, piaba roncamente; pero una vez satisfecha, calmados ya el frío o el hambre, sus broncos chillidos se trocaban en ese aflautado chirr de los ansarones canadienses, uno de los sonidos más agradables con que nos ha regalado la Naturaleza. Se aficionó a mi mujer y a mí con toda la lealtad peculiar de su raza. Ya libre de su encierro, nos seguía dondequiera que fuésemos; parecía una bola de felpa amarilla-aceituna haciendo pinitos sobre sus patitas negras como tinta china.
Cuando estuvo ya crecidita comenzamos a llevarla a paseo en la camioneta y le permitíamos pastar eh el césped mientras revisábamos las cercas, o atendíamos al ganado o a los riegos de la finca. Mi esposa la llevaba a bañarse en el arroyo, que pasaba por un cercado que ofrecía protección a 20 o 30 ánsares lisiados de diferentes especies (nuestra finca ha sido siempre algo así como un refugio privado de animales silvestres) ; pero la volantona, acostumbrada a vivir entre la gente, no hacía caso de ellos; creía, sin duda, que no eran sus iguales.
Llegó el día en que Juana había crecido tanto que no cabía ya con nosotros en el asiento de la camioneta. Resolvimos dejarle comida suficiente y salimos sin ella.
—¡Allá viene! —gritó de pronto mi esposa.
La alcancé a ver en el espejo; corría desatinadamente tras la camioneta, abiertas las alas no bien emplumadas aún. En su loca carrera se levantó en vilo y voló un corto trecho. Tan extraña experiencia la desconcertó por un instante, que aprovechamos para perdernos de vista tras unos árboles, pero a poco la vimos venir a campo traviesa, corriendo y volando, y haciendo una algarabía casi histérica. La metimos dentro y estuvimos a punto de llorar de emoción al ver los arrumacos que hacía con el cuello para festejarnos.
La segunda vez que pretendimos escabullirnos, Juana levantó el vuelo, no muy seguro todavía, y adelantándosenos fue a posarse en medio del caminó. No hubo más remedio que parar y recogerla.
Al cabo de pocos días ya volaba al lado de nuestra camioneta acompañándonos a todas partes sin dejar de parlotear amigablemente todo el camino. Unos 25 kilómetros por hora era la velocidad que parecía convenirle más.
En el verano la dejamos que volará libremente, pero al acercarse la estación de la caza nos pareció que la más as segura con sus semejantes en el cercado junto al arroyo. Le recortamos el ala derecha y una tarde la llevamos andando hasta el estanque de los gansos y los patos a la hora de llevarles el alimento. Al ver a sus congéneres se pegaba a nuestras piernas como el niño a quien se lleva por primera vez a la escuela.
La levanté del suelo y la arrojé por encima de la malla de alambre: la pobre se puso a andar de arriba abajo tratando de volver al lado de sus amigos humanos. Por fin se instaló muy contenta con los otros ánsares y pasó el invierno entre ellos. Sin embargo, era la primera en saludarnos cuando íbamos a darles de comer y nunca dejó de graznar con desconsuelo cuando nos veía subir la colina de regreso hacia la que habla sido su casa.
A la siguiente primavera un gigantesco ganso canadiense comenzó a bajar diariamente al marjal, indiscutiblemente atraído por algo que había visto dentro del encierro de malla. Era un magnífico ejemplar que, al principio, se contentaba con pavonearse majestuosamente por el pantano dando graznidos estentóreos. Después lo descubrimos dentro del cercado (que tenía una hectárea de extensión) muy amartelado con una hembra. ¡Juana, nada menos, era su compañera! A pesar de ser ésta demasiado jdven para compartir el honor y las responsabilidades de su nuevo estado, nosotros, sus padres adoptivos, brindamos esa tarde por la eterna buenaventura de aquel matrimonio un tanto prematuro.
Desvergonzadamente nos dimos a espiar la pareja de recién casados, primero con los gemelos, luego aproximándonos cuanto podíamos para verlos bien de cerca. Juana, echada en su nido, bajaba la cabeza cuando nos acercábamos, pero no tanto como lo hacen los gansos salvajes. El ganso se retiraba al rincón más apartado sin dejar de mirarnos, el cuello extendido, con aquellos ojillos que semejaban cuentas de vidrio.
Una tarde sorprendimos a la pareja echada a considerable distancia del nido y presentimos un desastre. Efectivamente, el sitio donde había estado el nido se hallaba cubierto de cascarones rotos y plumas esparcidas: un desbarajuste total. Ningún pajarraco hubiera sido capaz de atropello semejante; el ganso era un aventajado contrincante para cualquier osado plumífero de la tribu. Algún animal rapaz debió saltar la cerca y destrozar el nido. «¡Pobre Juana!» exclamamos ambos a una. Pero ella nos miró calmadamente, erguida sobre una pata, con filosófica resignación.
Juana y «el salvaje» siguieron juntos (los gansos canadienses generalmente se aparean de por vida) y cuando mudó y le crecieron las plumas del ala recortada, su consorte la incitaba a volar por los más remotos rincones de la finca. Nosotros los veíamos frecuentemente y, al divisarnos, Juana graznaba y se acercaba anadeando hasta nosotros. El ganso, en cambio, emitía gritos de
alarma y se alejaba en dirección opuesta. Por no causarles disgustos domésticos, preferíamos seguir nuestro humano camino.
Con Ja llegada de la primavera notamos que Juana se conducía de una manera extraña. Después de comerse el grano que le dábamos en el patio, y mientras el ganso la miraba receloso desde lejos, ella daba vueltas en torno a la casa, paso a paso, mirándola con curiosidad; y una mañana, al salir el sol, mi mujer y yo despertamos al ruido de pasos mesurados sobre el tejado.
—¿Qué puede ser,eso?— dijo ella sorprendida. Saltó de la cama y salió—. ¡Es Juana! — me gritó desde fuera.
Aquella tarde, sentados en la sala, nos sorprendió ver la cabeza y en seguida el pescuezo de Juana que asomaban por el borde del tejado. La mirada de sus ojos oscuros no se dirigía precisamente a nosotros, sino al espacio que había debajo del alero.
Al fin caímos en la cuenta. Su antiguo nido, construido en el corral de los gansos y los patos, había resultado demasiado vulnerable. Buscaba un lugar más protegido y ¿qué podría ser más seguro que el techo de la casa donde vivía su familia? La idea no pareció gustarle mucho al «salvaje,» porque mientras ella se dedicaba a buscar casa, él se mantenía a respetable distancia sin dejar de reprocharla con sus graznidos; la esposa se contentaba con responderle en tono alegre y confiado.
—Si es que quiere anidar en la techumbre ¿por qué no le arreglamos un sitio? —preguntó mi mujer.
Conseguí un cajón, lo rellené de musgo y lo aseguré en el ángulo donde se juntan los aleros, lugar bien protegido contra el viento y el sol. A la mañana siguiente nos despertó el ruido que hacía Juana al posarse sobre el tejado. La gansa iba y venía graznando para sus adentros. De repente cesó el movimiento y el ruido.
—Ya encontró el cajón — nos dijimos al tiempo.
Al cabo de unos instantes Juana bajó volando y fue a encontrarse con su compañero. Parlotearon seriamente, se sobaron los cuellos y volaron ambos hacia el riachuelo.
De ahí en adelante la pareja de gansos se posaba todos los días en la ladera cercana a la casa; el ánsar se quedaba haciendo la guardia en tanto que la gansa volaba al alero, entraba en el cajón y allí se quedaba una hora más o menos. Después de cada visita, subía yo por una escalera y encontraba un huevo. Cuando hubo cuatro, Juana enloqueció. Durante cuatro semanas no le vimos sino la cabeza y parte del cuello que sobresalían por encima del cajón-nido. El ganso anduvo todo ese tiempo por las cabeceras del riachuelo.
La rutina se interrumpía una vez al día: a eso de media mañana la gansa comenzaba a graznar e, inmediatamente, desde un kilómetro de distancia, le contestaba el macho. Observamos que en ese mismo instante él alzaba el vuelo, Juana dejaba el nido y ambos volaban hacia el marjal, adonde llegaban casi simultáneamente. El encuentro era realmente feliz: graznaban, cotorreaban, se acariciaban con el cuello y con el pico como un par de melosos enamorados. En seguida Juana se daba un chapuzón, aleteaba sobre el agua y, conn unos  minutos más de dulce compañía, mientras ella se espulgaba y acicalaba el plumaje con el pico, concluía la reunión de la mañana.
Entre tanto, nosotros íbamos marcando los días en el calendario. Los huevos debían reventar a los 28 o 30 días después de comenzada la incubación. Juana tendría que bajar entonces a sus bebés del tejado, desde una a altura de cuatro metros poco mas o menos, y no queríamos perdernos el espectáculo. Aunque no es raro que los gansos canadienses aniden en los árboles, casi nadie ha presenciado el descenso de sus polluelos.
Al amanecer del vigésimo noveno día oímos que Juana emitía suaves graznidos. Era algo distinto de la rutina cotidiana: aquello debía significar algo especial. Salí corriendo a ver y, efectivamente, sobre la espalda de la gansa había trepado un gansito chiquirritín. Me quedé atisbando mientras mi mujer preparaba el desayuno, que tomamos cada cual pegado a una ventana. Apareció otro polluelo y luego otro. Pronto vi cuatro ansarones traveseando en el nido.
De pronto Juana se irguió y dio un fuerte graznido. Su consorte le respondió desde el prado y muy pronto aterrizó como a 15 metros de la casa. Al ver a su esposa y sus hijos al borde del tejado, prorrumpió en fuertes graznidos, Juana le contestó en el mismo tono y se armó, tremenda algazara.
La gansa voló al suelo y luego ambos se acercaron a la casa sin quitar los ojos de sus polluelos. Éstos, que parecían bolitas de terciopelo, corrían algo desconcertados, pero uno, el más decidido, caminó hasta el borde del alero y saltó. Dio en tierra sin que se produjera choque alguno; pesaba tan poco y era tan mullido su plumón que no debió, sentir el impacto. En seguida se escurrió bajo las alas de la madre sin mayor novedad.
Quedaban tres. Uno se acercó al borde, miró hacia abajo y retrocedió. Repitió la tentativa dos o tres veces, hasta que uno de los compañeritos lo empujó inadvertidamente y se vino abajo sin haberse preparado para el salto. Llegó a tierra de cabeza, más pronto se puso en pie y corrió hacia la madre. El tercero pisó en falso y se cayó. El cuarto y último procedió de una manera espectacular: se colocó bien atrás, hizo una pausa para tomar impulso y corrió para precipitarse al abismo en una auténtica «zambullida de cisne,» con la cabeza en alto y moviendo las alitas extendidas; aterrizó en debida forma y siguió caminando con paso firme hasta reunirse con el resto de la familia.
La cosa estaba hecha. Juana comenzó' a bajar la cuesta rumbo al agua; Papá Ganso cerraba la marcha y entre ellos desfilaba la velluda prole en fila` india. Hacían un cuadro conmovedor.Durante el verano vimos a Juana, al «salvaje» y a sus cuatro retoños con alguna frecuencia en los lagos. Hacia el otoño los vimos volar juntos muchas veces. Después, llegaron los ánades del norte y por varios meses no pudimos distinguir a nuestros amigos entre tantas aves.
Pasó la estación de caza y Juana no volvió a aparecer. En el invierno el «salvaje» llegó solo. Se pasó una semana entera con la cabeza bajo el ala, o bien encaramado en alguna altura dando tristes graznidos. Un día lo encontramos muerto; muerto sin señales de violencia, cerca del primer nido que hicieron en el marjal.
Su muerte no es fácil de explicar; pudo haber sido asunto del corazón. En cuanto a Juana, estamos seguros de que halló su triste fin por causa de su doble personalidad. Se había acostumbrado a mirar a los hombres como amigos y protectores y es posible que imprudentemente se pusiera al alcance de la escopeta de algún cazador.
Desde que conocía Juana, jamás he vuelto a disparar contra un ganso canadiense.
No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte;..

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