jueves, 9 de marzo de 2023

"MI VIAJE A PIE POR EL JAPÓN"

viernes, 19 de febrero de 2016

Viaje a pie Por el Japón
 (Condensado de “Why Japan Was Strong)
 Por John Patric
El Japón es más pequeño que California y tiene menos recursos naturales. Periódicamente lo asuelan terremotos, tifones, riadas, incendios y erupciones volcánicas.  La seis séptimas partes de su suelo son de naturaleza montañosa, impropias para la agricultura y para toda vivienda humana. La riqueza material que poseen  los 75 millones de japoneses apenas equivale a la que disfrutan 10 millones de norteamericanos del tipo medio.
A pesar de eso, el Japón ha conquistado un imperio.
Cuando el Japón estaba todavía preparándose  para el ataque a  Pearl Harbor, hice un recorrido por él, a la manera de un trotamundos. Mis observaciones personales y directas me han dejado convencido de que  el Japón perderá irremediablemente todo el fruto de sus conquistas. Más también he adquirido la certeza de  que los estados unidos tendrán que hacer ingentes sacrificios en vidas y material para obligarlo a morder el polvo.
El incidente Manchuriano de 1931 me decidió a estudiar a los japoneses y a conocer su país. Lo de la Manchuria no fue un incidente. Ni tampoco un accidente. Fue la primera chispa del incendio que se propagó después hasta convertirse en conflagración universal.
La segunda guerra mundial comenzó a eso de las 10 de la noche del 18 de septiembre de 1931. Empezó en la ciudad de Mukden, por una pequeña explosión en la vía del ferrocarril Sud Manchuriano, de propiedad japonesa. Fue tan insignificante la avería, que ni siquiera retrasó la llegada del expreso de Changchun a Mudeken.
A las doce, con absoluta puntualidad, media hora después de la explosión, entró el tren en agujas.
Pero el ejército japonés  calificó el accidente de sabotaje y dió muerte a varios centenares de soldados chinos acuartelados cerca de allí. Al mismo tiempo, fuerzas regulares japonesas, secundadas por unos cuantos miles de reservistas, que surgieron como por ensalmo de entre la población civil japonesa, se apoderaron de los cuarteles, aeródromos y pertrechos militares chinos a lo largo del ferrocarril.
 A la siguiente mañana, el Japón señoreaba ya una extensión de territorio chino casi tan grande como Italia, en una de las regiones más rica del Asía. Fue aquélla, notablemente, la conquista más rápida y menos costosa que registra la historia.
“¿Cómo será el pueblo que la ha hecho?” me preguntaba yo, asombrado.
Ardía en curiosidad por saberlo, pero no tenía ni para  el billete al Japón. Era yo viajante de baratijas y apenas sacaba los 40 dólares necesarios para sostenerme. Me consolé poniéndome a leer obras sobre el Japón. Cuanto más abundaba  en los libros de viajes, más me persuadía de qué, si bien la travesía en primera clase me iba a resultar bastante cara, una vez en el Japón, la vida me saldría increíblemente barata, siempre y cuando que yo me allanase a vivir al estilo japonés, comiendo pescado y arroz, soportando el hacinamiento de los coches de tercera y durmiendo en el suelo en las posadas del país.
Si empezase a niponizarme desde ahora,  pensé, viviendo en los Estados Unidos como vive un japonés pobre en su país, ¿no podría ahorrar algo e irme acostumbrándome, de paso, a las penalidades de la existencia japonesa?
Un día resolví privarme de todas las comodidades. Pasé tres meses durmiendo en mi auto, afeitándome en los lavabos de las estaciones de gasolina, dándome baños de inmersión en lagos o ríos; o de esponja, en caminos apartados, con el agua caliente del radiador. Así ahorre 135 dólares de hoteles.
Una lata grande de salmón costaba por aquel entonces diez centavos; el pan integral, ocho. Venían a ser el equivalente del régimen alimenticio normal japonés de pescado y arroz. Calentaba yo el salmón en el tubo del escape del coche, comía hasta hartarme mientras se conservaba caliente, y hacía emparedados con lo que me sobraba. A veces agregaba una lata de frijoles, de cinco centavos, comida esta que me parecía lo más semejante al puré de  soya japonés. No gastaba yo a la semana más de un dólar y setenta  y cinco centavos en comer.
Continué leyendo, entre tanto, cuanto caía en mis manos sobre oriente, compre un manualito de conversación que me fue, después, de grandísima utilidad. Parece cosa de hechicería todo lo que se puede hacer con 100 palabras japonesas…y un poco de mímica.
Compré un billete de clase turista a Yokohama, en el vapor japonés Heian Maru, por 195 dólares. Pagué cinco más de impuesto, y otros 10 por el pasaporte. Me quedaron 165, suma que todavía resultó doble de lo necesaria para pasarme varios meses viajando por el Japón.
Era el Heían Maru un buque flamante, de primera clase. A pesar de toda su modernidad, el que en él se reservaba a la tripulación era mucho menor  del que ésta ocupaba en los barcos de carga más viejos de la Marina norteamericana. El japonés corriente está acostumbrado desde la infancia a vivir en un espacio muy reducido. Por eso, un transporte japonés puede llevar dos o tres veces más tropa que un barco norteamericano de igual tonelaje, sin alcanzar todavía el máximo de cabida. Por eso también se pierden tantas vidas en el hundimiento de un transporte japonés.
Trabé conocimiento a bordo con un tal Tayama, mecánico que regresaba a su país después de muchos años de estancia en los Estados Unidos. Él fue  quién me enseño a comer con palillos.
__Se dejan los platos más limpios comiendo con palillos—decía Tayama—hasta la sopa se toma sin perder una sola gota.
Le rogué que me lo demostrase con el ejemplo. La sopa, servida en tazones de madera dura barnizada de laca roja, consistía en un caldo claro donde nadaban pedazos de pescado y legumbres. Tayama fue recogiendo minuciosamente cada trocito sólido. Después,  apuró el caldo hasta la última gota.
__¿Lo ve usted?_-me dijo.
__Sí, ya lo estoy viendo__ repuse__, Pero ¿ y cuando la sopa es puré?
__No comemos  sopas de ésas; se queda mucho pegado en el tazón.
_-Lo que queda son unas sobras insignificantes.
__Eso cree usted. Los japoneses no guisamos para el fregadero. Con las sobras que se dejen en el tazón un año, se alimenta a un niño dos semanas.
Servían la carne cortada en pedacitos, con cada uno de los cuales tiene un japonés para llenarse la boca.
__En su tierra__me observó Tayama__dejan ustedes en el plato los huesos, y los cartílagos, y la grasa. En el Japón, sirven solamente lo que uno ha de comerse. Los huesos los dejan en la cocina, para hacer sopa, y aprovecharlos después en la industria. Los cartílagos, los muelen o los pican, para servirlos en la mesa. La grasa se aprovecha también. En los Estados Unidos todod eso es para el perro de la casa., o para tirarlo a la basura.
En Yohohama, vi a los estibadores, sin otro indumento que una especie de taparrabo, descargando barcos. Se pasaban horas y horas levantando aquellas abrumadoras cargas. No empleaban carros ni carretillas. En el Japón es más barata la mano de obra que el trabajo a máquina.
Ahora imagino a aquellos estibadores en el ejército japonés, realizando los trabajos más fatigosos en la selva, acarreando cañones, cajas de parque y todo género de objetos pesados, sostenidos por raciones increíblemente pequeñas. Nada tiene de extraño que las primeras victorias fuesen de los japoneses. Su debilidad sólo se hace sentir frente a máquinas de guerra mejores que las suyas, y que estén en mayor número.
Un transeúnte a quien rogué que me indicase una posada del país, una yadoya, hizo un gesto de incredulidad y me señalo con el dedo el gran Hoteru que estaba un poco más allá
__No__le dije, acpmpañando mis palabras con movimientos negativos de cabeza__, ¿Hoteru?  ¡Ayi¿ Yadoya, Nima, Ichi Yen. (¿Hotel? No. Quiero un cuarto donde dormir en el suelo por un yen).
Miróme con asombro el japonés, pero me condujo a una yadoya. La habitación costaba yen y medio. ( Un yen, que equivale a 28 centavos norteamericanos, tiene más o menos la misma capacidad de compra que un dólar en los Estados Unidos.
La posada era típicamente japonesa. En lo que se refiere a construcción mobiliario y servicios. Las puertas de las habitaciones eran de papel estirado en marcos de madera que se deslizaban por guías también de madera. Los tabiques eran corredizos, lo mismo que las puertas. De una habitación grande podían hacerse varia pequeñas. A través de  estos ligerísimos tabiques se perciben los ruidos más leves. En las estancias flota un susurro constante de sonidos en que alternan el tintineo de las tazas del té, las ternezas amorosas, disputas en voz baja.
Los muebles, si tal nombre podía dárseles, eran diminutos. No había sillas. Había una mesita de madera que levantaba a lo sumo 45 centímetros, altura suficiente cuando uno se sienta en el suelo con las piernas cruzadas. Había un tocador minúsculo rematado por un espejito de casa de muñecas. En este país abarrotado no se fabrica nada que sea mayor de lo estrictamente necesario. Es un país de miniaturas.
Por supuesto, mi cuarto no tenía cama. Extendíase sobre el suelo esterado una colchoneta rellena de algodón con cubierta de seda.
Para economizar metal, las cocinas, los fregaderos y las bañaderas se hacen por lo general de madera. Es muy rara la calefacción central, a pesar de que el invierno es frío. Las habitaciones se calientan con unas cuantas brasas que arden en un rescoldo de ceniza en una especie de brasero de madera que puede transportarse, cuando hace falta, de una a otra habitación. No se necesitan tuberías ni chimeneas.
Nunca encontré agua corriente en las habitaciones de las posadas japonesas. De ahí que se emplee el mínimo de tubería, únicamente la necesaria para llenar una gran artesa de madera que suele haber en la cocina, donde hombres y mujeres hacen  fila, aguardando su turno para las abluciones matinales.
La mayoría de los retretes, tanto en posadas como en casas particulares, carecen de tubería, pues la inmundicia se recoge y envía al campo como abono.
“He oído más de una vez a los norteamericanos criticar a los japoneses”, me decía en cierta ocasión Tayama. “Los que van al Japón de turistas, dicen que no debíamos comer las hortalizas crudas. ¡Valiente tontería¡ El hortelano japonés sabe de sobra que el agua de cloaca no es abono para rábanos o zanahorias. Esa agua es más fuerte que el estiércol.  ¿Se creen ustedes  que al japonés le agrada andar recogiendo excremento humano para que le sirva de abono? ¡No, señor¡ Lo que pasa es que en el Japón hay que echarle a la tierra todo lo  que pueda hacerla fértil”.
La bañadera es una artesa de madera que está provista de unos recipientes de carbón para calentar el agua. Otras veces se calienta el agua en la cocina y se lleva luego al tanque. Una artesa llena basta para todos, pues todos usan la misma agua. Cada cual saca un cubo pequeño y se asea cuidadosamente, una vez limpio, se mete en la artesa para remojarse en el agua caliente.
Las puertas de casas y posadas no tienen cerraduras, cerrojos, pestillos, bisagras ni ningún otro herraje, Al bañarse, cada huésped procede como si estuviese solo, sin que le cohíba la presencia de los demás. En una de los apostillas que hacen tan delicioso su Diccionario de Conversación en Japonés, dice Arthur Rose_Innes, en el artículo PRIVADO: “Palabra de difícil traducción, porque en el Japón se hace casi todo en público”.
El contenido total de una casa  o posada japonesa es de extrema sencillez y de inflamabilidad casi absoluta. He presenciado incendios de casas, he buscado luego entre escombros restos de hierro o de otros metales y nunca he podido hallar más de dos puñados.
Una de las razones porque los japoneses  hacen sus casas tan frágiles es porque esa endeblez constituye una especie de póliza de seguro contra mayores pérdidas. Bombardéese una ciudad japonesa, arrásense todas sus casas por el fuego. Lo único que sus moradores necesitarán para recobrar las comodidades a que están habituados son unos cuantos utensilios de madera y barro, una estera de paja donde dormir, unas brasa junto a que sentarse, y un poco de comida.
Pero el régimen de vida japonés ha hecho el sistema económico del país muy vulnerable en época de guerra. Su industria metalúrgica  está muy consagrada por entero a la producción de material de guerra y ha abandonado la de materiales de construcción, Cuando los bombarderos norteamericanos arrasen la excesivamente reconcentrada zona industrial, los japoneses no podrán reconstruí sus fabricas con la facilidad que reedifican sus casas. Cincuenta bombas arrojadas en las zonas de industrias militares, densamente pobladas, de Osaka,      Kobe, Nagoya,Yokohama o Sasebo, reducirían la producción de guerra japonesa en una proporción diez veces mayor que si cayeran con igual precisión en Essen o Liverpool.
Cierta mañana salí a dar una vuelta por las afueras de la ciudad de Nikko. Tomé por un camino rural que bordeaba la margen de un riachuelo y que iba a perderse en las colinas. Como de costumbre, caminaba yo al azar sin propósito ninguno determinado. Lo único que deseaba era ver cómo vivían y trabajaban aquellas gentes.
Aquella mañana vi por primera vez cosas que después tuve ocasión de observar repetidamente en todo el Japón. Ante mí tenía, por ejemplo, una casa de labrador con techo de paja. Por sus costados subían las guías de un melonar. El fruto maduraba en el mismo techo. Extendíase junto a la casa un trozo de tierra labrantía comparable con su tamaño al traspatio de una casa en cualquier pueblo de Kansas. Era toda la tierra de que el granjero disponía. Estaba dividida en terrazas cavadas a brazo, no aradas por animales.
En mitad del campo se elevaba un poste de unos tres metros rematado por una caseta hecha de ramas de árbol y techo de paja. Surgía de la caseta una a manera de tela de araña de cuerdas, amarradas por el otro extremo a estacas clavadas en el borde del minúsculo campo. De cada una de las cuerdas pendía un festón de sucias banderolas de papel viejo.
Sentado en la caseta había un chiquillo de ojos vigilantes; un niño de cinco años, demasiado pequeño para todo trabajo serio, aún en el Japón. El niño no estaba ocioso. Cuando un pájaro  se acercaba revoloteando, tiraba de la cuerda más próxima al alado visitante. Las banderolas de papel espantaban al hambriento pajarillo antes que pudiera arrebatar a la familia un solo grano.
En las jornadas de junio, muchos niños japoneses trabajan  de sol a sol en hacer saquitos de papel viejo y cubrir con ellos todas y cada una de las manzanas que apuntan ya  en el huerto familiar, para defenderlas así de los insectos. Seguramente, ningún muchacho que haya pasado por semejante prueba arrojará en su vida una manzana a medio comer, ni dejará en el plato un solo grano de arroz.
Los norteamericanos están frente a un enemigo cuya fuerza estriba en su frugalidad, en su resistencia…y en su crueldad. Los rasgos de sadismo me sorprendieron más a causa de la cortesía habitual de los japoneses.
Vagando por Tokio un ardoroso día de verano, tropecé con este espectáculo lamentable: un pobre perro, terriblemente escuálido, un verdadero saco de huesos, jadeaba atado a un árbol, Parecía que iba a morir de un momento a otro. Multitud de japoneses pasaban junto al desdichado animal. Ninguno daba la menor muestra de compasión.
Compré un  trozo de carne en una tienda y se la ofrecí al perro. La pobre bestia famélica se lanzó al bocado con tal fiereza que me clavó los dientes en la mano. Durante unos instantes quedé dolorido y amedrentado, mirándome la piel y la carne desgarradas. Los transeúntes me rodearon riendo. Los que presenciaron la escena se la contaban a los recién llegados, que también reían de la mejor gana.
Nadie dio señales de compadecerse de mi estado, ni me ofreció auxilio alguno.  Me envolví como pude la mano en un pañuelo, me encaminé a un gran comercio frecuentado por extranjeros y pregunté la dirección de un médico. Al salir, el primer transeúnte a quién mostré el papel con las señas, se inclinó cortésmente, bisbiseó no sé qué formula de refinada urbanidad, y se desvió dos manzanas de su camino por acompañarme hasta la consulta del facultativo.
¡Convengamos en que estos japoneses son muy raros ¡
En Nikko, vi  un pobre caballo, atado a una estaca, en un lugar por donde cada hora pasaban centenares de personas. El penco  estaba enteramente cubierto de llagas. Un enjambre de voraces moscas y de otros insectos se ensañaban en él, haciéndole patear y agitarse en agónica furia. También aquella vez quise librar al animal de su suplicio. Me eché a buscar infructuosamente al dueño. Después traté de encontrar a alguien, cualquiera, que me ayudase a dar con un veterinario. Todo el mundo se inclinaba, sonreía, bisbiseaba y seguía su camino pensando que yo era un chiflado que me dejaba conmover por tal nadería.
Esta insensibilidad japonesa ante el padecimiento ajeno no se limita a los irracionales. Se extiende también a los seres humanos, cuando son débiles o se les considera inferiores. En una ocasión vi a dos guardas de ferrocarril dar caza a un pilluelo coreano de unos once años que viajaba sin billete debajo de un vagón. Aproximáronse al coche cada uno por un lado y empezaron a pinchar al muchacho con largas varas puntiagudas. El chico era valiente y resistió unos momentos. Pero lo pincharon tan ferozmente, que llegaron a perforarle la piel por varias partes. Salió de su  escondite, sangrando por diez o doce sitios. Tenía manos y pies malheridos, y en los ojos la agonía de un crucificado. Los guardas  adoptaron la actitud triunfal del que ha vencido a poderoso adversario y lo hicieron andar a palos. Después de todo era un coreano.
Según la idea que los japoneses se habían formado de ellos, los Estados  Unidos eran un pueblo rico, y ahíto, y blando de ánimo.  Esto era antes de la guerra, cuando los japoneses  conocían sólo en cierto modo a esos Estados Unidos que habían fotografiado y delineado para su uso particular; y a los cuales había enviado, a estudiarlos de cerca, gente que tomaba cuidadosa nota de todo en complicados ideogramas. De hecho, los japoneses tenían listo, completísimo, el plan que debía llevarlos a la victoria. Confiando en ese plan se lanzaron a la guerra.
Ahora bien, el japonés carece de imaginación. Estas son las horas en que no ha caído aún en la cuenta de que los Estados Unidos de ayer no son los mismos Estados Unidos de hoy. El japonés cree que está luchando­­__y esto explica por qué no ha perdido el ánimo todavía__contra unos Estados Unidos que son cosa del pasado. No alcanza a imaginar siquiera a esta nación norteamericana que eleva su producción industrial a cifras fabulosas; que arde en cólera; que no se avendrá jamás  a negociar la paz con el Japón, porque ha de imponérsela por la fuerza de las armas. No imagina, en fin, a los Estados Unidos que, con voluntad tenaz e indomable, aperciben ya formidables fuerzas marítimas y aéreas que descargarán sobre el Japón el golpe más contundente que ha llevado en sus veintiséis siglos de existencia.
Sí; el Japón era más fuerte ayer. Pero hoy son más fuertes los Estados Unidos.
Selecciones abril 1944
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La estima y el cuidado de animales en las Escrituras.
…”También para tus camellos sacaré agua, hasta que acaben de beber. Y se dio prisa, y vació su cántaro en la pila, y corrió otra vez al pozo para sacar agua, y sacó para todos sus camellos. Y el hombre estaba maravillado de ella,…Y  añadió: También hay en nuestra casa paja y mucho forraje, y lugar para posar…desató los camellos; y les dio paja y forraje…”  Génesis 24. 19_32
“No pondrás bozal al buey cuando trillare” Deuteronomio 25. 4
El justo cuida de la vida de su bestia; más el corazón de los impíos es cruel.”    Proverbios 12. 10
“…Cuando venía un león, o un oso, y tomaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, y lo hería, y lo libraba de su boca,.. 1 Samuel 17. 34_35)
Acerca del Pueblo de Dios  y su buen cuidado.
(Primeramente judíos y luego gentiles.  Según  la directriz  divina de Romanos 2. 9-10)
“Pues yo libraré mis ovejas  de sus bocas, y no les serán más por comida. Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo  mismo iré a buscar mis ovejas, y las reconoceré. Como reconoce  su rebaño el pastor el día que está en medio de sus ovejas esparcidas, así reconoceré mis ovejas, y las libraré de todos los lugares en que fueron esparcidas el día del nublado y de la oscuridad….En buenos pastos las apacentaré, y en los altos montes de Israel estará su aprisco, allí dormirán en  buen redil, y en pastos suculentos serán apacentadas sobre los montes de Israel. Yo apacentaré mis ovejas, yo les daré aprisco, dice el Jehová el Señor. Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada, vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil; más a la engordada (_simboliza soberbia crueldad, e insensibilidad al prójimo_) y a la fuerte destruiré; Las apacentaré con justicia….Y levantaré para  ellos una planta de renombre, (Se refiere a nuestro bien amado, bendito y glorioso Señor Jesucristo) y no serán ya más consumidos de hambre en la tierra, ni ya más serán avergonzados por las naciones.  Ezequiel 34. 10- 29.

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