lunes, 6 de marzo de 2023

ARBENZ Y YO- Oro judío

 Domingo, 10 de enero de 2016

ARBENZ Y YO- Oro judío- Carlos Manuel Pellecer

ARBENZ Y YO- 
Carlos Manuel Pellecer

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Tendría que redondear la personalidad de Salomón Pinto en París que, si bien pintoresca, fue igualmente misteriosa. Asociado con otro agregado militar, se dedicó a viajar a la Alemania ocupada y destruida, donde los militares de América Latina, bajo la protección de las autoridades militares de los Estados Unidos, gozaban de privilegios de meros ocupantes, es decir, como Mario Puzo describe en su magistral novela "La Arena Sucia", "Sólo deseamos dar una vueltecita por la ciudad. Ver si conseguimos alguna ganga... que pueda hacernos ganar algunos centavos". Y la ganga que el agregado militar hallara en las calles de Berlín y otras ciudades, fue el oro barato, con que alemanes y judíos conservaban sus ahorros. Urgidos por la necesidad y las reglas del mercado negro, por muy pocos dólares o cigarrillos, adquirían objetos de estimable valor. También oro, al que Pinto llamaba "El oro de los muertos". Nadie ignoraba que los europeos hacen sus ahorros en monedas o en lingotes de oro, particularmente los judíos. En tiempo de los nazis por arrebatarles su oro se cometieron increíbles crímenes. Un embajador mexicano en Estocolmo, me refirió una vez, cómo él, el dominicano Porfirio Rubirosa y el guatemalteco Gregorio Díaz, con la oferta de que el judío les daría el 10% del valor de su tesoro, llevándolo, viajaban a Suiza a depositarlo a uno de los bancos indicados, en Zürich, Ginebra o Lucerna. Después conforme la represión nazi se agudizó, ellos subieron sus tarifas hasta el 50% o más. Y en los tiempos, cuando Alemania fue quedándose sin relaciones con determinados países de América Latina, pues recibían el oro de las tunos ansiosas de un judío perseguido, y ya ni se molestaban en viajar. Simple y llanamente, se quedaron con el oro. Sabían que la persona de buena fe que les entregara su fortuna, pronto acabaría en los hornos crematorios de cualquiera de los muchos campos de exterminio establecidos por Hitler en Alemania y fuera de ella. "El más ambicioso —me decía— fue Porfirio (Rubirosa). Cuando Trujillo que fuera su suegro, rompió con Alemania, lo encerraron domiciliariamente en un chalet a la orilla del mar. Ahí pasó los años de la guerra, y cuando los americanos lo liberaron, fue directamente a Suiza a comprobar que se había convertido en millonario". "No puedo quejarme. Goyo y yo también nos hicimos ricos", agregaba el embajador Aguilar, cuyos grados los ganara en la revolución, pero la riqueza la obtuvo de los desventurados judíos, numerosos de los cuales tienen judicialmente emplazados a los bancos, donde creen fue depositado su oro.
Los alemanes que de su parte, durante la guerra, robaron oro a los judíos, por la necesidad de sobrevivir, vendían este mismo oro a bajísimos precios a quienes como los militares, podían comprarlo. Y Pinto tenía razón al llamarlo "El oro de los muertos". Este oro que él compraba, había sido lavado con lágrimas, sangre y cenizas de los muertos en el Holocausto.
Enrique Muñoz Meany hubo de llamar suavemente la atención al agregado militar. Sus actividades apestosas, trascendían el corrillo diplomático. "¿Y por qué, licenciado, no voy a hacer yo, lo que mis colegas hacen?", replicó furioso. "Por el buen nombre de Guatemala, capitán", reconvino Enrique. "¡Usted no va a darme lecciones de patriotismo, después de lo que yo hice el 20 de octubre, licenciadito pinche!", gritó Salomón y pretendió golpear al indefenso Muñoz Meany. Pero, yo que había acudido a los gritos de la discusión, hube de encararme con Pinto. Éste, conociendo mis habilidades boxísticas, no pasó de unas cuantas injurias y se largó ofendido.
No volvió a aparecer por la embajada en mucho tiempo. Volvimos a verlo solamente, cuando llegó a exigir que le apoyara en el allanamiento que había realizado de un apartamento de la avenida Marceau, en cuya ocupación legal le había precedido nada menos que el Mariscal Alphonse Juin, entonces gobernador militar de Argelia. Salomón, todo poderoso, puso resistencia a salir por las buenas y como echara mano a la pistola, los guardianes del Mariscal lo desarmaron y de viva fuerza lo pusieron en la calle.
El Encargado de Negocios que, era yo, no pude hacer nada, salvo cuando iban a declararlo non gratum, que Enrique Muñoz Meany, Ministro de Relaciones Exteriores, me telefoneó a nombre propio y del coronel Arbenz, para evitar que tal fuera a ocurrir. Recomendome ver a sus amigos del Quai d'Orsay(Ministerio de Relaciones Exteriores), quienes ya lo habían prevenido, y que con promesa del Presidente Arévalo, a Pinto lo trasladarían a Italia, retirándolo inmediatamente de París. Gracias a aquellos amigos, mis gestiones fueron exitosas.
Salomón, echando rayos y centellas contra Muñoz Meany y a mí mismo, acusándonos de haberlo "intrigado", hubo de viajar a Roma. Ni Enrique ni yo habíamos hecho otra cosa que beneficiar al grotesco agregado militar.
Y para colmo de mala suerte, suya o mía, en el mes de julio de 1949, después de la muerte del coronel Francisco Javier Arana y la insurrección de la Guardia de Honor, no recuerdo por cual razón tuve necesidad de ver al coronel Arbenz en su Despacho de Ministro de la Defensa. Cuando estaba para retirarme, Jacobo sonriendo maliciosamente, dijo:
Oye Pelle, aquí está Salomón Pinto... Anda hablando cosas terribles contra Enrique y contra ti... No vayas a pegarle si lo ves.
— Algo por el estilo me advirtió hace un momento, el Tesorero General de la nación con quien acabo de estar —le confié.
    Salí del Despacho. Algo urgente debía hacer aquella mañana, e iba descendiendo la escalera principal del Palacio, y... ¡Zas! que a mi encuentro aparece ¡subiendo Salomón Pinto! A la altura del primer rellano, me lancé sobre él sin el menor comedimiento. Le golpée la cara y sangró de la nariz. Le hubiera dado más, pero intervino la guardia del Palacio y lo libró de mis puños. Mi amigo el coronel Corzo, me salmonió porque no cargara arma alguna.
    Pasaron los años. Se. hizo plantador de algodón y luego de café. Tenía mucho dinero. Además estudiaba leyes. Una o dos veces debió encontrarse conmigo en la calle, pero cambió de ruta, o cuando menos de acera.
   Ascendió Arbenz a la- presidencia de la República. Salomón apareció por ahí, recordándole "los vicios servicios prestados a la Revolución". Jacobo le tenía afecto. Lo nombró embajador en Suiza.
 A la caída del régimen arbencista, Jacobo en 1954 hubo de salir desterrado de México, en seguida viajó a Francia y a Suiza.
Sin ninguna necesidad, sólo por saludar al amigo y tener alguna noticia de Guatemala, Jacobo, en Berna, buscó a Pinto. Indefectiblemente éste se le escondía. Nunca pudo encontrarlo. En cambio la esposa Tatiana Sulga Onelchenko de Pinto —rusa blanca exiliada en Suiza, donde Pinto la conoció— frecuentemente buscaba a María Vilanova de Arbenz para saber si podía ayudarla en algo. Más de una vez comentó haber dicho a su marido: "Salomón, ellos fueron buenos contigo, debes visitarlos y servirlos. Tú recibiste sus favores". Mas nunca hubo manera de convencerlo. El otro había sido su protector, pero ahora político caído, ya no le servía.
Menos quiso verlo, cuando un tío de Jacobo, el Arbenz hermano de su padre que aún vivía, quiso exigir a Jacobo se declarara ciudadano suizo, pues lo era por sangre, pero Jacobo siempre rechazó tal ciudadanía, entonces el viejo comenzó a atacar públicamente a su sobrino, e hizo injustas declaraciones contra Guatemala, a las que Pinto evadió responder.
No le valió demasiado. Castillo Armas, quien el 20 de octubre de 1944, de alta en el Castillo de San José, fue el último de lo jefes en rendirse, según el propio Jacobo que estuvo en eso—, Castillo Armas sabía bien de la defección de Pinto Juárez, y no ignoraba quién fuera el autor de la masacre de inocentes soldados y oficiales, bajo el fuego de obuses y charpnelles.
"Dios tarda, pero no olvida", reza el viejo adagio popular que numerosas veces vino a mi mente cuando la prensa informó del asesinato de la señora Tatiana Omelchenko de Pinto, consumado por desconocidos sin que le robaran nada y dejando exenta de todo daño físico a la hija del mismo nombre.
No mucho después, también Salomón Pinto Juárez fue asesinado por desconocidos igualmente. En este caso los vengadores entraron al palacete de habitación y, sin vacilar, descargaron sus armas sobre Pinto, cuando éste se disponía a desayunar.
El misterio sigue reinando sobre ambas muertes. ¿Cuántos y cuáles habrán sido los móviles de los asesinatos tan sin inmediata explicación? ¿El "Oro de los muertos", como los hombres del mercado negro llamaban al oro que había sido robado o extorsionado a los judíos, habrá dado en cobrarse venganza de quienes directa o indirectamente los despojaron de sus fortunas durante y a raíz de la Segunda Guerra Mundial?
Hay ciertos espacios oscuros en la vida de Pinto, como el origen de su riqueza que habrían de ser escrutados internacionalmente, a fin de hallar huellas que conduzcan a la verdad o a las razones de esas muertes misteriosas.
Mas, ahora interesa sobre todo, que volvamos a situarnos en los días de 1951, cuando Arbenz asumió la presidencia de la República, de manos del demócrata y patriota, singular en cuanto a talento y valentía, doctor Juan José Arévalo Bermejo, quien a cabalidad cumplió su período constitucional en la Presidencia de la República y transmitió este poder al mayoritariamente elegido, coronel Jacobo Arbenz Guzmán.

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