jueves, 26 de noviembre de 2015
50 AÑOS EN LA IGLESIA DE ROMA
CHINIQUY
C A P I T U
L O 22
A principios
de septiembre de 1834, el Obispo Synaie me designó el puesto envidiable de uno
de los vicarios de St. Roch, Qüebec, donde el Rev. Sr. Tetu había sido cura
aproximadamente un año. El era uno de los diecisiete hijos del Sr. Francisco
Tetu, uno de los granjeros más respetados y ricos de St. Thomas. Tan amable era
mi nuevo cura que nunca lo vi de mal humor ni una sola vez durante los cuatro
años que estuve con él. Aunque a veces, sin querer, puse a prueba su paciencia,
nunca oí una sola palabra desagradable salir de sus labios.
Durante una
de las horas agradables que pasamos después de la comida, uno de sus vicarios,
el Sr. Louis Parent, dijo al Rev. Sr. Tetu: —He entregado esta mañana más de
cien dólares al obispo como el precio de las misas que mis penitentes piadosos
me han pedido que celebrara, la mayor parte de ellas por las almas en el
purgatorio. Cada semana tengo que hacer lo mismo igual que usted y cada uno de
los cientos de sacerdotes de Canadá tienen que hacer. Ahora quiero saber cómo
los obispos pueden disponer de todas esas misas y qué hacen con las grandes
sumas de dinero que reciben de todas partes del país.
El buen cura
contestó, bromeando como siempre: —Si se celebran todas, el purgatorio debería
vaciarse dos veces al día, porque yo he calculado que las sumas dadas por esas
misas en Canadá no pueden ser menos de cuatro mil dólares cada día. Hay tres
veces más Católicos en los Estados Unidos que aquí, así que, no es una
exageración decir que diariamente en estos dos países se dan por lo menos
$16,000 dólares para echar agua fría a las llamas ardientes de esa prisión de
fuego. Ahora, multiplicando por trescientos sesenta y cinco días del año, llega
a la suma generosa de $5,840,000 dólares cada año. Pero como todos sabemos que
se paga dos veces más por las misas mayores que por las menores, es evidente
que más de diez millones de dólares se gastan para ayudar a las almas del
purgatorio a terminar sus torturas cada doce meses en Norteamérica solamente.
—No hay
suficientes sacerdotes en el mundo para decir todas las misas pagadas por la
gente. Yo no sé más que ustedes en cuanto a lo que los obispos hacen con esos
millones de dólares. Pero si quieres saber mi opinión sobre ese tema delicado,
te diré que entre menos pensamos y hablamos de ello, mejor para nosotros. Yo
rechazo esos pensamientos lo más posible y te aconsejo que hagas lo mismo.
Los otros
vicarios parecían inclinados con el Sr. Parent a aceptar esa conclusión, pero
como yo no había dicho una sola palabra, me pidieron mi opinión y se la di:
—Hay muchas cosas en nuestra santa Iglesia que se ven como manchas negras, pero
espero que sea debido a nuestra ignorancia. Entre tanto que no sabemos qué
hacen los obispos con esas misas innumerables pagados en su mano, yo prefiero
creer que actúan como hombres honestos.— Apenas dije esas cuantas palabras
cuando me mandaron llamar a visitar a un feligrés enfermo y se terminó la
conversación.
Ocho días
después, yo estaba a solas en mi cuarto leyendo el “L’Ami de la Religión et du
Roi” un periódico que recibí de París editado por Picot. Mi curiosidad fue
excitada por el título de la cabecera de la página en letras grandes: “Piedad
Admirable de la Gente Canadiense Francés” La lectura de esa hoja me hizo llorar
lágrimas de vergüenza y sacudió mi fe hasta el fundamento.
Corrí al
cura y los vicarios y les dije: —Hace pocos días, intentamos en vano descubrir
qué sucedía con las grandes sumas de dinero pagadas por nuestra gente a los
obispos para decir las misas. Aquí está la respuesta.
Entonces
leímos juntos el artículo que decía en sustancia: ¡Que los venerables obispos
de Qüebec habían enviado no menos de cien mil francos en diferentes ocasiones a
los sacerdotes de París para que ellos dijeran 400,000 misas al costo de cinco
centavos cada uno! ¡Aquí tenemos la triste evidencia que los obispos habían
tomado para sí mismos 400,000 francos de nuestra pobre gente, bajo el pretexto
de salvar las almas del purgatorio! Ese artículo nos cayó como una bomba.
Nuestras lenguas se paralizaban de vergüenza.
Por fin,
Baillargeon, dirigiéndose al cura dijo —¿Será posible que nuestros obispos sean
estafadores y nosotros los instrumentos para defraudar a nuestra gente? ¿Qué
diría la gente si supiera que no solamente no decimos las misas por las cuales
ella constantemente llena nuestros manos con su dinero difícilmente ganado,
sino que mandamos decir esas misas en París por cinco centavos? ¿Qué pensará de
nosotros nuestra buena gente cuando sepa que nuestros obispos se embolsan 20
centavos de cada misa que nos pide celebrar?
El cura
respondió, —Es afortunado que la gente no sabe, porque seguramente nos echarían
a todos en el río. Vamos a guardar ese comercio vergonzoso lo más secreto
posible. Pues, ¿Qué es el crimen de simonía, si esto no es una instancia?
Yo repliqué:
—¿Cómo pueden esperar guardar secreto ese tráfico del cuerpo y sangre de
Jesucristo, cuando no menos de 40,000 copias del periódico se circulan en
Francia y más de 100 vienen a Canadá y los Estados Unidos. El problema es mayor
de lo que sospechan. ¿No fue a causa de tales crímenes públicos e innegables y
los trucos viles del clero de Francia, que el pueblo francés en general, hace
medio siglo, condenaron a muerte a todos los obispos y sacerdotes de Francia?
—Pero esa
operación astuta de nuestros obispos toma un color todavía más oscuro, porque
esas “misas de cinco centavos” que dicen en París no valen un solo centavo.
¿Quién entre nosotros ignora el hecho de que la mayoría de los sacerdotes de
París son ateos y muchos de ellos viven públicamente con concubinas? ¿Pondría
su dinero en nuestras manos la gente, si fuéramos lo suficiente honestos para
decirles que sus misas serían dichas por cinco centavos en París por tales
sacerdotes? ¿No les engañamos cuando aceptamos su dinero bajo la condición bien
entendida que ofreceríamos el santo sacrificio según sus deseos? Pero si me
permiten hablar un poco más, tengo otro hecho extraño que considerar con
ustedes.
—Sí, habla,
habla, —contestaron los cuatro sacerdotes.
Luego
continué: —¿Recuerdan como fueron seducidos a entrar a la “Sociedad de Tres
Misas”? ¿Quién entre nosotros tenía la idea que la mayor parte del año se
pasaría diciendo misas por los sacerdotes y así ser imposible satisfacer las
demandas piadosas de la gente que nos apoya? Ya pertenecíamos a las sociedades
de la Bendita Virgen María y de San Miguel que levantaron a cinco el número de
misas que teníamos que celebrar por los sacerdotes difuntos. Deslumbrados por
la idea de que tendríamos 2,000 misas dichas por nosotros en nuestra muerte,
mordimos la carnada que nos presentó el obispo. Tuvimos que decir 165 misas por
los 33 sacerdotes que murieron el año pasado lo cual significa que cada uno de
nosotros tuvo que pagar 41 dólares al obispo por las misas que él mandó decir
en París por ocho dólares. Siendo obligados, la mayor parte del año, a celebrar
el santo sacrificio en beneficio de los sacerdotes difuntos, no podemos
celebrar las misas que la gente nos paga diariamente y por tanto, somos
forzados a transferirlas al obispo quien las manda a París después de hacer desaparecer
20 centavos de cada una. Luego entre más sacerdotes se inscriben en su sociedad
de “Tres Misas”, más los 20 centavos puede embolsar de nosotros y de nuestra
gente piadosa. Eso explica su celo admirable por inscribir a cada uno de
nosotros. No es tan importante el valor del de dinero, pero me siento desolado
al ver que nos volvemos los cómplices de su comercio simoniaco. Sin embargo,
¿Por qué lamentar el pasado? Ya no hay remedio. Aprendamos del pasado a ser
sabios en el futuro.
El Sr. Tetu
respondió: —Nos has mostrado nuestro error, ahora, puedes indicarnos algún
remedio?
—El remedio
sería abolir la sociedad de “Tres Misas” y establecer otra de “Una Misa” la
cual se celebrará en la muerte de cada sacerdote. Es cierto que en lugar de
2,000 misas, tendremos solamente 1,200 en nuestra muerte. Pero si 1,200 misas
no nos abren las puertas del cielo, es porque estaremos en el infierno. De esta
manera podemos decir más misas a petición de nuestra gente y se disminuirá el
número de misas de cinco centavos dichas por sacerdotes en París a petición de
nuestro obispo. Si siguen mi consejo, nombraremos inmediatamente al Rev. Sr.
Tetu presidente de la nueva sociedad, el Sr. Parent será el tesorero y yo
consiento en ser el secretario. Una vez organizada nuestra sociedad,
presentaremos nuestra renuncia al presidente de la otra sociedad. Enviaremos
inmediatamente una circular a todos los sacerdotes dándoles la razón del cambio
y pidiéndoles respetuosamente que se unan con nosotros en esta sociedad para
disminuir el número de misas de cinco centavos celebrados por los sacerdotes de
París.
Dentro de
dos horas la nueva sociedad fue plenamente organizada. Las razones para su
formación fueron escritas en un libro y enviamos una carta respetuosa al obispo
renunciando nuestra membresía en la sociedad de “Tres Misas”. Esa carta fue
firmada: C. Chíniquy, secretario. Tres horas más tarde recibí la siguiente nota
del palacio del obispo:
Mi Señor
Obispo de Qüebec quiere verte inmediatamente sobre un asunto importante. No
faltes en venir sin dilación, sinceramente,
CHARLES P. CAZEAULT, Secretario
CHARLES P. CAZEAULT, Secretario
Enseñé la
misiva al cura y los vicarios y les dije: —Una tempestad está estallando en la
montaña. Esto es el primer trueno y el ambiente se ve oscuro y pesado. Oren por
mí para que hable y actúe como un sacerdote honesto y valiente.
En la
antesala del obispo, hallé a mi amigo personal Cazeault. El me dijo: Mi querido
Chíniquy, estás navegando en un mar agitado, serás un dichoso marinero si
escapas del naufragio. El obispo está muy enojado contigo, pero no te
desanimes, el derecho está a tu favor.
Entonces
amablemente me abrió la puerta de la sala del obispo y dijo: —Mi señor, el Sr.
Chíniquy está aquí esperando sus órdenes.
—Pásalo,
—respondió el obispo.
Entré y me
arrodillé a sus pies, pero dando un paso hacia atrás me dijo de la manera más
irritada: —No tengo bendición para ti hasta que me des una explicación
satisfactoria de tu conducta extraña.
Me levanté y
dije: —Mi señor, ¿Qué desea usted de mí?
—Quiero que
me expliques el significado de esta carta firmada por ti como secretario de una
sociedad recién nacida llamada “Sociedad de Una Misa”.
Le respondí:
—Mi señor, la carta está escrita en buen francés. Su Señoría debería de haberlo
entendido bien. No sé como una explicación mía podrá hacerla más clara.
—Quiero
saber tu motivo por salir de la antigua y respetable “Sociedad de Tres Misas”.
¿No se compone de tus obispos y de todos los sacerdotes de Canadá? ¿No te
hallaste entre suficiente buena compañía? ¿Te opones a las oraciones rezadas
por las almas del purgatorio?
Le repliqué:
—Mi señor, responderé trayendo un hecho a la atención de Su Señoría. El gran
número de misas que decimos por las almas de los sacerdotes difuntos hace
imposible el decir misas por la gente que nos paga. Somos forzados a transferir
este dinero a sus manos y luego en lugar de que sean ofrecidos estos santos
sacrificios por los buenos sacerdotes de Canadá, Su Señoría recurre a los
sacerdotes de París donde las consigue a cinco centavos. Vemos dos grandes
males aquí: primero, sacerdotes en los cuales no tenemos ni la menor confianza
dicen nuestras misas; porque entre usted y yo, las misas dichas por los
sacerdotes de Francia y particularmente los de París, no valen ni un centavo.
El segundo mal es todavía peor, uno de los crímenes más grandes que nuestra
santa Iglesia siempre ha condenado es el crimen de simonía.
—¿Quieres
decir, —replicó indignado el obispo, —que yo soy culpable del crimen de
simonía?
—Si, mi
señor, es exactamente lo que quiero decir. No veo como Su Señoría no comprende
que el comercio de misas por el cual usted gana 400,000 francos de una
mercancía espiritual que usted consigue por 100,000, no sea simonía.
—¡Tú me
insultas! ¡Tú eres el hombre más impudente que jamás he visto! ¡Si no retractas
lo que has dicho, te suspenderé y te excomulgaré!
—Mi
suspensión y excomulgación no mejorará la posición de Su Señoría. Porque la
gente sabrá que usted me ha excomulgado, porque protesté contra su comercio de
misas. Ellos sabrán que usted embolsó 20 centavos de cada misa y que las mandó
decir por cinco centavos en París por sacerdotes, la mayoría de los cuales
viven con concubinas. Y usted verá que unánimes me bendecirán por mi protesta y
a usted le condenarán por su comercio simoniaco, —dije estas palabras con una calma
tan perfecta que el obispo vio que yo no tenía el menor temor de sus amenazas.
—Me es
evidente, —dijo, —que tu objetivo es ser un reformador, un Lutero en Canadá.
¡Pero nunca lograrás ser más que un chango!
Vi que el
obispo estaba fuera de sí y que mi calma perfecta añadió a su irritación. Le
respondí: —Si Lutero no hubiera hecho algo peor de lo que yo hago hoy, debería
ser bendito por Dios y los hombres. Pido respetuosamente a Su Señoría que se
calme. El tema de que estoy hablándole es más serio de lo que usted piensa.
Está usted cavando debajo de sus propios pies y los pies de sus sacerdotes el
mismo abismo en el cual la Iglesia de Francia casi pereció hace menos de medio
siglo. Yo soy su mejor amigo cuando sin temor le digo esta verdad antes que sea
demasiado tarde. Dios sabe que es porque le amo y le respeto como a mi propio
padre que deploro profundamente las consecuencias terribles que seguirían. ¡Ay
de Su Señoría! ¡Ay de mí! ¡Ay de nuestra santa Iglesia el día que nuestra gente
sepa que en nuestra santa religión, el cuerpo y sangre de Cristo se conviertan
en mercancías para llenar el tesoro de los obispos y los Papas!
Era evidente
que estas últimas palabras, dichas con el más perfecto dominio propio, no se
perdían del todo. El obispo se calmó y me respondió: —Yo podría castigarte por
esta libertad con que te has atrevido a hablar a tu obispo, pero prefiero
advertirte a ser más respetuoso y obediente en el futuro. Me has pedido quitar
tu nombre de la “Sociedad de Tres Misas”; tú y los cuatro simplones que han
cometido el mismo acto de necedad son los únicos perdedores en el asunto. En
lugar de 2,000 misas dichas por la liberación de sus almas de las llamas del
purgatorio, tendrán solamente 1,200. Pero estoy seguro que hay demasiada
sabiduría y verdadera piedad en mi clero como para seguir tu ejemplo. Serás
dejado solo y cubierto de ridículo, porque ellos te llamarán “el pequeño
reformador”.
Respondí al
obispo: —Es verdad que soy joven, pero las verdades que he dicho a Su Señoría
son tan antiguas como el Evangelio. Tengo tanta confianza en los méritos
infinitos del santo sacrificio de la misa que creo sinceramente que 1,200 misas
dichas por sacerdotes buenos son suficientes para limpiar mi alma y extinguir
las llamas del purgatorio. Pero además, prefiero 1,200 misas dichas por cien
sacerdotes canadienses sinceros que un millón, dichas por los sacerdotes de
cinco centavos de París.
Estas
últimas palabras dichas medio en serio y medio de broma trajo un cambio a la
cara de mi obispo. Pensé que era un buen momento para conseguir su bendición y
despedirme de él. Tomé mi sombrero, me arrodillé a sus pies, obtuve su
bendición y me salí.
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