"ÁTALA"
DE CHATEAUBRIAND
Restituí éstas a mi generoso protector, y yo me eché a sus pies bañado en lágrimas,dándome nombres odiosos, y acusándome de ingrato. Por último le dije. ¡O padre mío! yo muero, tú mismo ¡o ves, si no vuelvo a tomar mi vida errante de indio. López, espantado, quiso apartarme de mi intento, representándome el peligro a que me exponía de caer de
nuevo en manos de los Muscogulges. Pero viéndome resuelto a todo, llorando él mismo, y estrechándome entre sus brazos, "Ve, me dijo, magnánimo hijo de la naturaleza! Ve a gozar de esa preciosa independencia, que López no quiere usurparte. Si fuera más joven, yo mismo te acompañaría al desierto (donde tengo también dulces memorias) y te repondría en los brazos de tu madre. Cuando estuvieres en tus selvas, acuérdate algunas veces de este viejo español que te dio la hospitalidad, y no olvides nunca, para excitarte al amor de tus semejantes, que la primera prueba que has hecho del corazón humano ha redundado enteramente en su favor". López concluyó con una oración al dios de los cristianos, cuyo culto había yo rehusado abrazar, y nos despedimos con sollozos.No tardé mucho en recibir el castigo de mi ingratitud. Extraviado en los bosques a causa de mi poca experiencia, di con una partida de Moscugulges y de Siminoles que me aprisionaron, según me lo había predicho López. En mi vestido, y en las plumas que traía en la cabeza, me reconocieron luego por Nache, me ataron, aunque ligeramente, en atención a mi juventud, y Simaghan, jefe de la tropa, quiso saber mi nombre. Yo le respondí: "Me llamo Chactas: soy hijo de Utalissi, hijo de Miscú, que han arrancado más de cien cabelleras a los héroes Muscogulges". Simaghan me dijo: "Chactas, hijo de Utalissi, hijo de Miscú, regocíjate, tú serás quemado en el gran pueblo". Bien va esto, repliqué yo, y entoné mi canción de muerte.
Aunque prisionero, no podía en los primeros días, dejar de admirar a mis enemigos. El Muscogulge, o más bien el Siminole su aliado, respira alegría, amor y contento: su andar es ligero, su trato franco y sereno: habla mucho y con volubilidad: su lenguaje es armonioso y fácil: la edad misma no puede quitar a los ancianos
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esta sencillez. Cuales pájaros viejos del desierto, mezclan todavía sus antiguos acentos con los nuevos cantos de su posteridad.
Las mujeres que acompañaban la tropa mostraban, en una amable curiosidad, la piedad que les causaba mi juventud. Hacíanme preguntas sobre mi madre, y sobre los primeros días de mi vida.
Querían saber si mi cuna de musco colgaba de las ramas floridas de los áceres, y si las brisas me mecían al lado del nido de los pajarillos.
Otras mil cuestiones se dirigían a informarse del estado de mi corazón; si había visto una cierva blanca en sueños, y si los árboles del valle secreto me habían aconsejado que amase. Yo respondía con sencillez a las madres, a las hijas, y a las esposas de los hombres diciéndoles: "Vosotras sois las gracias del día, y la noche os ama al par del rocío: el hombre sale de vuestro seno para suspenderse a vuestros pechos y a vuestros labios: vosotras sabéis unas palabras mágicas que adormecen todos los dolores". He aquí lo que me enseñaba aquella que me echó al mundo, y que no me verá jamás. Aun más me decía: "las vírgenes son flores misteriosas, que se encuentran en los lugares solitarios". Estas alabanzas agradaban mucho a las mujeres. Ellas me colmaban de todo género de dones, me traían nata de nueces, azúcar de ácer, sagamite (1), jamones de oso, pieles de castor para adornarme, y musco para acostarme: cantaban, reían conmigo, y después se ponían a verter lágrimas acordándose que me habían de quemar.
Una noche, estando yo sentado a la lumbre que se hacía en el monte, junto con el guerrero destinado a mi custodia, oigo un susurro de ropas que se arrastraban sobre las hierbas, y de repente veo una mujer medio tapada que viene a sentarse a mi lado. Las lágrimas rebozaban en sus párpados, y un pequeño crucifijo de oro brillaba sobre su pecho con el reflejo de la lumbre. Era de una hermosura regular; pero se notaba en su semblante un no sé que de virtuoso y apasionado, a cuyo atractivo no se podía resistir. A esto añadía otras gracias más tiernas. Sus miradas expresaban una suma sensibilidad, unida a una profunda melancolía. Su sonrisa era celestial.
Creí que aquella era la virgen de los últimos amores; aquella virgen que se envía al prisionero de guerra, para distraerlo en algún modo de los horrores de la muerte. En esta persuación la dije, tartamudeando, y con una turbación que ciertamente no era del
(1) Especie de pasta.
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miedo de la hoguera: "Virgen, tú eres digna de los primeros amores, y no has nacido para los últimos. Los latidos de un corazón que en breve se helará, mal pueden responder a los del vuestro. ¿Cómo mezclaré yo la muerte y la vida? ¡Ah! tú me harás sentir demasiado la luz que voy a perder. ¡Sea otro más dichoso que yo, y únanse la yedra y la encina con estrechos abrazos por largo tiempo!".
La doncella me dijo entonces. "Yo no soy la virgen de los últimos amores. ¿Eres cristiano?" Yo respondí que nunca había abandonado los Genios de mi cabaña. A estas palabras, la virgen haciendo un movimiento involuntario, me dijo: "Lástima me da el que no sea más que un miserable idólatra. Mi madre me hizo cristiana, mi nombre es Átala, hija de Simaghan el de los brazaletes de oro, y jefe de los guerreros de esta tropa. Nosotros vamos a Apalachucla, donde tú serás quemado". Dijo, y levantándose se alejó.
Aquí Chactas se vio obligado a interrumpir su narración. Una multitud de memorias oprimieron su alma, y dos fuentes de lágrimas corrieron de sus ojos cerrados, por sus mejillas marchitas; así como dos manantiales escondidos en la profunda noche de la tierra, se manifiestan por las aguas que dejan filtrar
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