EL TESORO DE LOS INCAS
EMILIO SALGARI
ITALIA
—¡Un cadáver! —exclamó.—¿Un cadáver aquí? —preguntó Morgan—. ¿Y sepultado hace poco?
—Hace siglos, pues está reducido al estado de momia.
—¿Es un indio?
—No… ¡Ah!
—¿Qué hay?
—¡Pero si esto es un chino!
—No… ¡Ah!
—¡Cómo! ¿Un chino? —preguntó el maquinista.
—He aquí los zapatos de alta suela de fieltro, un abanico, una larga casaca de seda…
—Pero no veo la trenza o coleta —dijo Burthon.
—¿Y eso qué importa?
—Los chinos tienen el cráneo rapado, señor. Yo he visto muchos en San Francisco de California, y todos tenían trenza.
—Antes de la invasión de los mongoles no usaban trenza los chinos. Los vencedores les obligaron a raerse el cráneo.
—¿Y creéis que hace tantos siglos que fue sepultado este chino?—preguntó Morgan—. Cristóbal Colón descubrió la América en 1492, y la invasión de los mongoles sucedió muchos siglos antes.
Sir John, en vez de responder, cogió uno de aquellos objetos brillantes que rodeaban La momia. Era una moneda de plata toscamente grabada, agujereada en el centro y de pocos gramos de peso. La acercó a la lámpara y la examinó atentamente.
—¿Entendéis el chino? —Preguntó Morgan.
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—Un poco —dijo Sir John—. ¡Ah!
—¿Qué habéis visto?
—Amigos míos, nosotros hemos resuelto una gran duda que desde hace muchos años preocupaba a los sabios de ambos mundos.
—¿Qué duda? —preguntaron a un tiempo Burthon y Morgan.
—¿Sabéis vosotros quiénes fueron los primeros habitadores de América?
—Los pieles rojas —respondió Burthon.
—¿Y de dónde venían los pieles rojas?
—No es fácil saberlo.
—Pues bien, mirad esta momia. Este hombre fue uno de los primeros habitadores de América.
—¿Cómo? —exclamó Morgan—. Los chinos…
—Fueron los primeros que habitaron la América —dijo Sir John.
—¿Pero quién os lo dice?
—Esta moneda lleva el nombre de Ou-Ouahg, y Ou-Ouahg reinó 1110 años antes de la venida de Jesucristo.
—¿Estáis seguro de no engañaros, señor?
—No me engaño. Repito que los chinos fueron los primeros que desembarcaron en América y la habitaron.
—¿Pero habéis calculado, señor, la distancia que hay entre China y América?
—Estudia una carta geográfica, Morgan, y verás que entre China y Japón hay un trozo de mar relativamente corto. Pues bien: está probado que desde el Japón se puede ir a América en canoa, sin gastar en el viaje más de dos días.
—Permítame que lo dude, señor.
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—¿Por qué? ¿No has visto cuántas son las islas que se extienden entre el Japón y la costa americana?
Morgan se sintió vivamente herido por aquella observación, que hallaba exactísima.
—Tenéis razón. Entre el Japón y América se extiende una verdadera red de islas. Pero hace tres mil años los barcos no debían estar tan perfeccionados que pudiesen aventurarse en el mar, ni los chinos podían suponer que hubiese al Oriente un continente.
—Yo no digo que los chinos se dirigiesen hacia el Oriente sabiendo que por aquella parte había tierra. Pero bien pudieron ser arrastrados a pesar suyo.
—¿Hay alguna corriente que desde China o el Japón se dirija hacia América?
—No dudo en afirmarlo, Morgan. Las islas Alenlinas, que se extienden por el mar de Behring, no tienen arbolado ninguno, y, sin embargo, sus habitantes emplean troncos para construir sus canoas. ¿Quién les proporciona esos troncos?
—No lo sé.
—El mar, el cual arrastra hacia aquellas islas troncos de árboles, y especialmente de los llamados laurus camphora. ¿Sabes dónde se cría el laurus camphora?
—Lo ignoro.
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