martes, 12 de diciembre de 2023

JULIAN -EMILIO MARTÍNEZ FERNÁNDEZ -España

Martínez Fernández, Emilio. Madrid, 1849 – 6.IV.1919. Novelista, periodista y divulgador protestante.

Procedente de ambientes populares madrileños, muy joven todavía, y en el marco de la libertad religiosa introducida por la Revolución septembrina y la Constitución de 1869, se convirtió a la fe reformada al oír al evangelista León B. Armstrong, destacado en Madrid por la londinense Sociedad de Tratados Religiosos, de quien fue eficiente auxiliar en la distribución de literatura protestante..

En el siguiente año pasó a ser redactor de El Cristiano, periódico protestante fundado y dirigido en Madrid por Armstrong. Fue en él donde comenzó a publicar relatos cortos y más tarde novelas por entregas, unos y otras de edificación cristiana, la más famosa de las cuales, Pepa y la Virgen, y su segunda parte, Julián y la Biblia, alcanzaron enorme difusión en España e Iberoamérica, aparte de ser traducidas a otros idiomas, hasta el punto de ser consideradas, después de la Biblia de Reina-Valera, los libros de máxima difusión protestante en lengua española entre 1874 y 1931. Tal éxito obedecía sin duda a la sencillez de la trama expositiva, a su fuerte carga autobiográfica, a la capacidad del autor para transmitir los más profundos sentimientos en lenguaje llano y castizo, y a haber sabido expresar mejor que nadie la experiencia de la conversión religiosa en ambientes marginales y desasistidos, muy bien plasmados en ambos protagonistas: Pepa y su hijo Julián, gente de los barrios bajos madrileños.-Fuente . Real Academia de Historia-España

JULIAN Y LA BIBLIA

EMILIO MARTÍNEZ FERNÁNDEZ

ESPAÑA

--Basta, basta—exclamó D. Francisco,--no siga hablando. Señora Juana, lo que Julián dijo no fue más que una sarta no interrumpida de errores, condenados por la Iglesia, por el Papa, por los Concilios y por todos aquellos que han sido reconocidos como santos. ¿A que no habló bien de los curas?

—Ni bien ni mal, señor.

-              que no habló bien de la Iglesia romana?

--Señor cura, nada dijo de ella.

-            No importa, ese silencio es un pecado. ¿Habló algo de María Santísima?

-           No señor.

-           Ve usted? Como que los protestantes no creen en ella. Todos esos propagadores de nuevo cuño no son más que gentes que tratan de engañar a las demás, pues por cada unó que presenten en esas sociedades les dan un tanto.

--¿Y qué interés...,.?

--¡Oh!--interrumpió Don Francisco.--Usted no puede comprender el interés que tienen, ni el fin que l:evan! ¡Si no fuera por los sacerdotes, ya podía España echarse en remojo! Por la tranquilidad de su alma, le digo que no vuelva a escuchar esas malas doctrinas.

—Bien, don Francisco—contestó la mujer;—haré lo que usted me mande.

—Pero es menester, en cambio, ayudar a la iglesia. Sí señor,-sí señor; la ayudaré.

—Bueno; pues usted puede hacer que en esta casa no se prediquen más herejías. Y yo recompensaré a usted. 128            JULIAN Y LA BIBLIA

—¿Cómo?

He podido observar que la habitación de usted cae encima del cuarto en que predica ese tonto. Ahora lo que podemos hacer es meter mucho ruido en su casa dando patadas, correr de uno a otro lelo, sonar almire­ces y chillar, etc., de este modo, como el ruido los distraerá, no podrán entenderse y acabará por no acudir nadie. Yo daré a usted un par de pesetas para el gasto de cada noche en que haya reunión.

—Será usted servido, señor don Francisco, no por el interés del dinero, sino por agradar a Dios, y esta mis­ma noche empezaremos la tarea; le aseguro que esta no­che no van a poder entenderse. Pero es el caso que mi cuarto es pequeño y no coge sino una parte de la sala donde ellos se reunen; lo bueno sería decírselo a la que vive al lado de mi cuarto para que haga lo mismo.

Bien; arréglelo todo y haga lo que le parezca, con tal de que interrumpan ustedes las reuniones.

Bueno; será usted servido.

Don Francisco alargó tres pesetas a la mujer, quien hi­pócritamente se resistía a tomarlas, pero al fin aceptó y se fué.

A pocos momentos de quedarse solo don Francisco, volvió a ensartar el monólogo interrumpido por la llega­da de la señora Juana.

—De este modo—se decía—no podrán durar mucho las reuniones; pero el caso es que todos dan buen testi­monio de lo que dicen esas gentes. No, poco les durará: ahora ya es otra cosa: si el medio de darles ruido no sur­te efecto, me voy al casero, le ofrezco un duro más de lo que Julián le da y le despiden del cuarto.

repentinamente miró al reloj de pared, y exclamó:

¡Las diez menos veinte, y a las diez es mi misa! . , .. Vaya, me voy.

Acto seguido se puso su manteo, y después de recitar algunas oraciones en latín ante un crucifijo de marfil, salió.

JULIAN Y LA BIBLIA 129

—¿Habrán ya abierto la tienda que perteneció a Ju­lián?--pensaba al bajar por la escalera;—como así sea voy a entrar y decir al nuevo inquilino que rocíe bien con agua bendita todos los rincones, para auyentar al diablo.

En esto llegó a la calle, y efectivamente, la tienda del vidriero estaba abierta, aunque en sus escaparates nada había y sus cristales estaban sucios. Evidentemente el nuevo inquilino se estaba mudando.

Don Francisco fué a poner por obra su pensamiento: llegó a la vidriera, movió la falleva, abrió, y un grito se exhaló de su garganta. En medio de la tienda había un hombre dando disposiciones para la colocación de los objetos, y este hombre, era . . . era . . . Julián.

La sorpresa no dejó a don Francisco hablar ni una pa­labra. Soltó el agarrador de la puerta, y, pálido y con­vulso, se metió otra vez en el portal para preguntar al portero cómo se hallaba Julián en la tienda que días antes había dejado.

—Porque la ha vuelto a tomar—le contestó el portero. Tal revolución produjo esta noticia en el cura, que, vacilante como si estuviera ebrio, subió hasta su casa, llamó, entró en su despacho y aquel día no dijo misa.

XIX

Evangélicos y romanos

Al aceptar Julián el dinero que tan generosamente le envió Su vecino el señor Juan, aceptó también las condi­ciones de las obras con que le brindó. Con tal motivo, .se vi6 en la necesidad de salir de Madrid; mas como no quería que se suspendiesen las reuniones, encargó de a ella a un joven evangelista, el cual siguió predicando por el tiempo que Julián estuvo ausente; JULIAN Y LA BIBLIA

El joven a quien Julián dió el encargo de continuar la obra por él emprendida, lo hizo a pesar de cuantos obs­táculos pusieron para impedírselo don Francisco y los suyos.

Entretanto, las costumbres de 'una gran parte de los vecinos se iban reformando notablemente, gracias a la poderosa influencia del Evangelio.

--Buenos días, señora Dolores--decían a la esposa de nuestro amigo.

—Buenos días--contestaba ésta;--¿qué tal vamos?

 —Muy bien. Diga usted, ¿habrá esta noche culto?

—Sí, señora, como todas.

—Me alegro, porque no quiero que mi marido pierda uno. No sabe usted, pero desde que escuchó el Evange­lio, ¡qué cambiado está! ¿Cómo querrá usted creer que el domingo ya no se fué a jugar a la rayuela fuera de la puerta?  Ni se emborrachó. Salió por la mañana a las diez y medía; yo, todo se me volvía pedir a Dios: «Señor, que no se emborrache hoy mi Pepe». A las doce y me­dia volvió, comimos, y me dice: «Paca, avíate y avía al chico, que vamos a salir a dar un paseíto». Créame us­ted, Dolores, se me figura estar soñando. Cuando me-metí en la alcoba para vestirme, sin yo poderlo remediar daba saltos de alegría.... figúrese usted, hace doce años que estamos casados y once que no salgo con él. Pues me vestí, arreglé al chico, y cuando llegamos a la puerta de la calle, sabiendo su costumbre de salir fuera del por­tillo para jugar, me dirigí a ese sitio; mas, deteniéndome, me dijo: «No, vámonos por otra parte, pues a semejante sitio le tengo odio; ¡cuántos golpes te he dado por ir a él!» Le interrogué acerca del caso, y me dijo que desde una noche en que el esposo de usted leyó y habló sobre un texto que dice: «No erréis, porque ni los borrachos entrarán en el reino de Dios» (1), esas palabras se le grabaron de tal modo en su corazón, produciéndole tal

(1) la. Corintios 6: 10. JULIAN Y LA BIBLIA         131

impresión, que desde entonces hasta ahora no ha' vuelto a emborracharse.

—Mucho me alegro por el cambio de su marido—dijo Dolores,—por el cual debe dar gracias a Dios, no a mi marido, pues sólo Dios es el que puede cambiar los cora­zones, y El es quien ha cambiado el corazón de su esposo.

—Dígame usted, señora Dolores: siendo tan bueno lo que su esposo de usted habla, ¿cómo es que los curas le hacen la guerrá?

—Pues la razón es clara: mientras ellos, pongo por caso, dicen que hay un purgatorio, mí marido y todos los que creen en la Biblia, que es la Palabra de Dios, niegan la existencia de tal lugar, porque en la Palabra nada se dice. Mientras los curas, diciendo que son los sucesores de los apóstoles, aseguran que practican lo que aquéllos hicieron, los cristianos evangélicos les preguntamos, con la Biblia en la mano, en qué lugar dijo misa alguno de los apóstoles, o que nos enseñen las indulgencias conce­d¡das por San Pedro o San Pablo.

—Tiene usted mil razones; vaya, buenos días.

Entretanto, los vecinos partidarios del catolicismo, o mejor, aquellos que, siendo indiferentes a toda denomi­nación religiosa, eran ciegas máquinas de D. Francisco, hacían los mayores esfuerzos, ya que no podían impedir las reuniones, al menos para estorbar la tranquilidad que debe reinar en ellas.

Para que nuestros lectores puedan formarse una idea de lo que suelen hacer los enemigos del Evangelio, refe­riremos lo que pasó en casa del señor Hipólito un domin­iro por la noche, mientras se celebraba culto.

Como llevamos dicho, era domingo.

 

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