EL TESORO DE LOS INCAS
EMILIO SALGARI
ITALIA
Pero su sueño no fue tranquilo. Numerosas manadas de audacísimos topos, atraídos quizá por el olor de los restos de comida, asaltaron muchas veces el campamento, sin amedrentarse por el fuego, que no cesaba de arder.
O’Connor tuvo que levantarse con frecuencia y disparar algún pistoletazo, y Burthon hubo de poner boca abajo la marmita, que estaba llena de aquellos feroces roedores.
Al día siguiente, después de catorce horas largas de sueño, llenaron de agua dulce los barriles, se embarcaron de nuevo y remontaron el río, que iba poco a poco estrechándose.
Las orillas habían cambiado enteramente de aspecto. A aquellos eternos murallones habían sucedido graciosos peñascos, negrísimos, lisos y que relucían vivamente a los reflejos de las lámparas. Parecían enormes fragmentos de carbón de piedra, hasta el punto de que el ingeniero hizo muchas veces que el bote se acercase a ellos, para convencerse de que no eran más que rocas, de increíble dureza y de brillo realmente extraordinario.
Cerca de dos horas llevarían navegando, cuando el río torció bruscamente hacia el Sur. Casi inmediatamente llegó a los oídos de los cuatro hombres
un intenso fragor, parecido al de un raudal de agua que se precipita de gran altura.
—Refrena la máquina —dijo Sir John a Morgan.
—Es una cascada —dijo O’Connor.
—Ya la oigo —respondió el ingeniero—. Avancemos con cuidado.
El río seguía estrechándose cada vez más, y sus aguas corrían con mayor rapidez, formando vertiginosos torrentes, que el barco salvaba con facilidad. Sir John habíase puesto a proa y alumbraba el camino, levantando muy alta una lámpara.
El estruendo seguía acercándose, y pronto se halló tan próximo, que el ingeniero y sus amigos levantaron la cabeza creyéndose que lo tenían encima.
94
—Cierra la válvula, Morgan —gritó de allí a poco O’Connor.
A cien pasos de proa, un enorme raudal de agua precipitábase en el río, levantando una especie de niebla que resplandecía a la luz de las lámparas. Una parte de aquel agua uníase a la del río, por donde el Huascar navegaba, y otra parte, la más gruesa, descendía hacia el Sud-
Sudoeste. Una especie de espolón, formado por inmensas rocas, dividía el curso de ambas corrientes.
—¿Qué camino tomamos? —preguntó O’Connor, que gobernaba el timón.
—El del Sud-Sudoeste —respondió Sir John, después de haber consultado atentamente el pergamino—. Adelante, Morgan.
Aun no había terminado de dar la orden, cuando se volvió con el más vivo asombro retratado en el rostro. Habíale acariciado una corriente de aire,
pero tan suave y delicadamente como si hubiese sido producida por el movimiento de un abanico.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Quién es el que mueve un abanico?
—¿Un abanico? —repitió Burthon, no menos sorprendido.
—Sí; alguien ha agitado detrás de mí un abanico.
—Es imposible. Pero… silencio.
Oyóse en el aire un extraño silbido. Los cuatro hombres levantaron los ojos, y vieron unas luces amarillentas surcar las tinieblas.
—¿Serán pájaros? —exclamó Sir John.
—Quizá pájaros nocturnos —añadió Morgan.
—Pero ¿de dónde salen? —preguntó el mestizo, que iba de sorpresa en sorpresa.
—Creo que dentro de poco lo sabremos… Adelante.
Morgan se apresuró a manejar la máquina. El bote, empujado por la hélice, penetró en el nuevo río, que bajaba con alguna rapidez encajonado entre dos altas orillas, de las cuales caían numerosas cascadas. A los
95
quinientos metros, Sir John, queriendo ahorrar combustible, que era ya muy escaso, hizo parar la máquina. El río tendía entonces a ensancharse y tornábase muy tortuoso. De cuando en cuando aparecían negros escollos, sobre los cuales veíanse numerosos pájaros de pupilas grandes, redondas y amarillentas. Algunos de ellos, de gran tamaño y armados de
robusto y encorvado pico, llegaron hasta a volar alrededor del barco, y más de uno trató de romper la red metálica de las lámparas.
Burthon y O’Connor, que deseaban ardientemente saborear un asado de carne fresca, procuraron coger alguno, pero no lo consiguieron.
Una hora después doblaba el Huascar una gran punta formada por altísimas rocas. Casi en seguida percibióse una bocanada de aire fresco y rico en oxígeno.
—¡Hola! —exclamó el mestizo, respirando a pleno pulmón—. ¿De dónde sale este aire vivificante?
—Por aquí debe de haber alguna abertura —dijo Sir John.
—¡Señor, señor! —exclamó O’Connor—. ¿Qué es lo que veo?
—¿Qué es ello? —preguntaron a un tiempo el ingeniero, Burthon y Morgan.
—Mirad, mirad allí. En línea recta a la proa.
Los tres hombres miraron en la dirección indicada por el irlandés y un triple grito se escapó de sus labios:
—¡El sol, el sol!
No hay comentarios:
Publicar un comentario