Domingo, 13 de agosto de 2017
EN UNA CARCEL JAPONESA- 1943-POR J.B.POWELL
¡SÉ LO QUE ES UNA CÁRCEL
JAPONESA!
POR J.B.POWELL
FEBRERO DE 1943
LA CRUELDAD
de sus carceleros japoneses de Shangai—digna apenas de los bárbaros e
insensibles verdugos de la Edad Media—, le hizo perder a J. B. Powell ambos
pies casi por completo.
Al ingresar en la cárcel,pesaba 68 kilos;,en
tres meses, debido a la comida que allí le daban, quedó pesando sólo 36. En
junio del año pasado, volvió a los Estados Unidos, con otros repatriados, a
bordo del Gripsholm: Actualmente, se halla convaleciendo en un hospital de
Nueva York. .
En Shangai,
donde se estableció en 1917, J. B. Powell había llegado a ser uno de los
periodistas extranjeros más conocedores de China. La inflexible rectitud de los
dos periódicos que dirigía—The China Weekly y The China Press—,
bien así como los hechos que sacó a luz en ellos, le valieron el odio de los
japoneses. En 1941, escapó por un
pelo de morir destrozado por la granada de mano con que trataron de asesinarlo.
EN LA MANANA
del 20 de diciembre de 1941, se presentaron en mi
cuarto del Hotel Metropole de Shangai seis agentes secretos japoneses.
Ello no me sorprendió, porque ya las oficinas de The China Weekly Review y
de The China Press habían sido clausuradas por los Nipones.,
Después que los gendarmes hubieron practicado un registro en la habitación y
abarrotado una maleta con mis papeles, me pidieron que fuese con ellos a la
jefatura de policía para someterme a un interrogatorio. Hacía frío, y de haber
yo sabido lo que me esperaba, no hubiera salido con unos calcetines tan finos y
un abrigo ligero.
Los gendarmes me llevaron a la Bridge House (la Casa del Puente), una gran casa
de pisos que los japoneses habían convertido secretamente en cárcel.
Me vi encerrado en la celda de la que no saldría sino dos meses después, y baldado
para toda la vida. Había allí como cuarenta personas amontonadas en un espacio
de 5.50 por 3.65 metros. Tenían que sentarse en el suelo en apretadas hileras.
Eran, en su gran mayoría, chinos. Entre mis compañeros de encierro se hallaba,
sin embargo, Rudolph Mayer, hermano del empresario de
películas de Hollywood. Mayer pidió a unos chinos que se apretujaran un poca
más y así pude sentarme en un rincón, con la espalda contra la pared, lo
cual, era mejor que estar sentado en medio del cuarto, hecho punto menos que un
ovillo., Mayer me comunicó que el hueco que me cedieron lo ocupaba la víspera
un coreano que había fallecido de septicemia.
No tardaron en llevarme a uno de los pisos altos donde un oficial me hizo
preguntas y más preguntas acerca de mi vida, especialmente sobre los
veinticinco años que había pasado en China. Aquél fué el primero de los muchos
interrogatorios que se sucedieron dos o tres veces por semana, a menudo en las
altas horas de la noche.
Una y otra vez se empeñaron los japoneses en probar que yo estaba
complicado en las actividades del servicio secreto militar de los Estados
Unidos y del de la Gran Bretaña. Me dijeron que se habían hallado documentos
que demostraban que el agregado naval norteamericano me había pagado 85.000 peSos
chinos, lo cual era absurdo.
Los oficiales investigadores me trataron a menudo con insultante arrogancia,
pero tuve la suerte de que no se me apaleara. En comparación con la monotonía e
inmundicia que me aguardaban en la celda, aquellas escaramuzas con los oficiales
no dejaban de tener su lado agradable,
Había hacinados, en sólo doce celdas, quinientos hombres y mujeres. En mi celda
se veía, a lado y lado, una hilera de gruesos postes de
madera, colocados de seis en seis centímetros. Una hilera tenía 17 postes; la
otra, 25. ¡Si no los conté mil veces, no los conté ninguna!
Día y noche permanecíamos sentados en el duro entarimado. Sentíamos helársenos
los pies, en los que solamente llevábamos los calcetines, pues, siguiendo la
costumbre japonesa, habíamos tenido que quitarnos Y entregar los zapatos, que
estaban afuera, amontonados en el corredor. Para que cupiesen más presos en
cada celda, y también para que los guardas pudieran contarlos con más
facilidad, nos habían mandado que nos sentáramos con las piernas encogidas. A
veces éramos tantos en la celda, que algunos tenían que quedarse de pie.
Cuando uno violaba el reglamento, se nos castigaba a todos haciéndonos
permanecer sentados sobre los pies, con la cabeza agachada. Los japoneses están
acostumbrados a sentarse así desde niños, pero
para los que no lo están resulta una insufrible tortura. Algunos de los de
mi celda, después de pasar unas horas así sentados, se quedaban sin poder andar
por varios días. Como teníamos que sentarnos cara a Tokio, le
dimos a ese castigo el nombre de «postura de rodillas del Nuevo Orden».
Debíamos guardar completo silencio. Como a los chinos les es imposible estarse
callados, era frecuente que los guardas los pillaran hablando. Al que
sorprendían así, le arreaban una paliza. Menudeaban éstas de tal modo, que rara
era la vez que no hubiese un chino recibiendo la suya. Por la noche oíamos los
quejidos que lanzaban en las otras celdas los infelices a quienes les había
tocado el turno. A un preso chino que gozaba del régimen de favor que les
concedían a los de conducta ejemplar, lo sorprendieron metiendo cigarrillos de
contrabando. Tal fué la paliza que llevó, que estuvo una semana sin poder
tenerse en pie. A poco le dio el beriberi, y murió en nuestra celda. A otro
chino, al cual le habían encontrado encima algún dinero, lo golpearon con un
garrote hasta que éste quedó hecho astillas en
la mano del guarda, y la cara de la víctima convertida en papilla. Presencié
la escena, y conté los garrotazos: fueron
ochenta y cinco.
A mí no llegaron a pegarme; pero sí me largaron una vez una bofetada soberana.
Los inviernos en Shangai son fríos, y en aquella cárcel no había calefacción. A
eso de las nueve de la noche, los guardas traían unas cuantas mantas que todos
se disputaban. Dos, y hasta seis presos, apiñándose de un modo inverosímil,
lograban cubrirse con una sola manta. A la mañana siguiente nos las quitaban de
nuevo. Algunas noches frías, no nos daban ni siquiera una manta.
El arroz del desayuno era bueno, caliente y bien sazonado, pero el que nos
daban al mediodía y por la noche estaba frío y apelmazado. Algunas veces
encontrábamos en el arroz uno que otro trocito de arenque, casi siempre una
cabeza. Nuestro mayor tormento era la sed. Aunque se nos daba un té infernal
todos los días, el agua no la probábamos siquiera.
Mas, lo peor de todo lo que teníamos que soportar era la asquerosa inmundicia
en que vivíamos. No podíamos lavarnos, salvo en
las raras ocasiones en que nos sacaban de la celda. Las condiciones en que
teníamos que satisfacer ciertas necesidades corporales se resisten a toda
descripción. Para los veinticinco o cuarenta seres humanos que nos apiñábamos
en la celda, no había más que una burda caja en un rincón, a la vista de todo
el mundo. El hedor era nauseabundo. Otra cosa había a la que nosotros los
«extranjeros» no podíamos acostumbrarnos: la
indigna y repelente promiscuidad que nos ponía en el caso de salvar el pudor de
las mujeres que con nosotros compartían aquel suplicio, formando en torno de la
letrina un cerco con nuestras espaldas vueltas hacia ella.
Algunos de los hombres de nuestra celda padecían de
enfermedades venéreas en sus formas más repulsivas. Los japoneses les hacían las curas sin pizca de recato a la
vista de todo el mundo, lo mismo hombres que mujeres.
A menudo sacaban a las mujeres chinas que había
en nuestra celda para interrogarlas. A veces volvían magulladas y sangrando, y
se echaban en el frío y sucio suelo a sollozar sordamente.
Me sorprendió ver que había muchos presos japoneses entre nosotros. Unos eran
soldados que cumplían arresto por embriaguez; otros, antiguos empleados de
empresas extranjeras a quienes las autoridades niponas trataban de arrancar
ciertos informes. No se les trataba mejor que a los demás. Yo mismo vi a un
gendarme darle de palos a un soldado japonés hasta dejarlo sin sentido.
Uno de mis compañeros de celda era un oficial inglés retirado, que estaba
horriblemente cubierto de granos. Todavía me
parece estar oyéndole repetir toda la noche el padrenuestro.
Había una verdadera epidemia de diviesos. Por lo común, los japoneses no les
hacían maldito caso, aunque de vez en cuando se dejaba caer por allí un
practicante que, armado de un par de tenacillas, se hartaba de apretar
forúnculos. La asistencia facultativa que recibíamos de los japoneses se reducía
a la administración de aspirina y a la aplicación externa del mercurocromo. Fuera lo que fuera la enfermedad que nos aquejara... allá
iban las tabletas de aspirina. Una enfermera japonesa se ocupaba en embadurnar
con mercurocromo las regiones infectadas y las llagas... cuando uno tenía la
buena suerte de detenerla al pasar.
Un dedo se me hinchó descomunalmente a causa de un padrastro que se me había
enconado. Después de suplicar durante dos semanas que me curaran, me llevaron a
la enfermería. Sin aplicarme anestésico alguno,
un médico militar japonés recortó con un par de tijeras la parte infectada y la
pintó con mercurocromo. Andando el tiempo se cicatrizó la herida.
No teníamos otra cosa que hacer como no fuera estar sentados o arrodillados, de
cara a Tokio... y pensar en nuestras penas, o hablar en voz baja cuando
estábamos seguros de que el carcelero no podía oírnos. Alguna que otra vez,
alguien iniciaba un juego de palabras, que nunca duraba mucho. No se nos permitía leer nada.
De vez en cuando, quizás una docena de veces durante todo el tiempo que estuve
preso, si hacía buen tiempo, nos sacaban al patio para que camináramos un poco,
o para que hiciéramos ejercicios de calistenia japonesa. En aquel patio estaban
las perreras en que los japoneses encerraban a sus sabuesos adiestrados. Solíamos detenernos ante
ellas y hacer fiestas a los animales, que nos daban amistosamente la mano.
Parecía que nos querían más que a sus amos.
Dije que no teníamos nada que hacer, pero ello no es rigurosamente cierto, ya que todos nos pasábamos muchas horas del día en la amena ocupación de dar caza a los piojos que pululaban en nuestra ropa. A menudo hacíamos apuestas a ver quién atrapaba más. Rudolph Mayer solía ganarlas, con una anotación de 600 a 100. Como nosotros, los extranjeros, no podíamos comer el arroz frío y apelmazado del mediodía, lo que hacíamos era cambiarlo con los chinos—que son espulgadores diestros—a razón de una taza de arroz por cada camiseta limpia de piojos. Todavía no puedo explicarme cómo no se propagó el tifus en esa cárcel, como el fuego en un pajar.
A poco de estar en la prisión, los pies empezaron a dolerme, sobre todo en los talones. El dolor se volvió tan agudo, que se me hizo imposible ponerme los zapatos cuando nos sacaban a hacer ejercicio, o cuando me llevaban arriba a ser interrogado. Como no había indicio ni síntoma visible alguno, el médico japonés se limitó a reírse de mí cuando me examinó.
El 26 de febrero fuí trasladado junto con otros siete extranjeros, a la nueva cárcel de Kian Guan. Nos cortaron el pelo y nos afeitaron... por vez primera en dos meses.
La prisión de Kian Guan se componía de celdas individuales. La mía era de un metro y medio por tres. No tenía cama, y como no había caiefacción en el edificio, y el cemento fresco estaba aún húmedo, sufría yo lo indecible en el fríjido suelo. En lo alto de una pared había un pequeño tragaluz con barrotes, pero me era imposible llegar a él con los ojos ni saltar lo bastante alto para asomarme.
Como
es de suponer, mi celda tenía unun rincón la consabida caja maloliente. A la
semana de llegado a Kian Guan se me agravó de tal modo el estado de los pies,
que sólo a rastras podía acercarme a la letrina. Al cabo de unas tres semanas,
vinieron a examinarme dos médicos militares japoneses, y me pusieron una
inyección hipodérmica. Los pies se me habían vuelto amoratados.
A fines de marzo me trasladaron en camilla al Hospital General de Shangai. Se me habían podrido los pies, en el sentido literal de
la palabra. La amputación resultó fácil porque ya la enfermedad se había
adelantado a la cuchilla del cirujano, desarticulándome una falange por
aquí, comiéndome un dedo por allá.
Los japoneses no hacían más que fotografiarme, y, al efecto, me obligaban a cubrirme las manos para que no se viera que eran
sólo huesos y pellejo. Yo les pedía que me
fotografiasen los pies, amputados casi hasta el talón, pero se negaron a hacerlo.
En junio, gracias a los buenos oficios de amigos y periodistas en los Estados
Unidos, se me permitió repatriarme, junto con otros norteamericanos canjeados
por japoneses detenidos en los Estados Unidos.
Según mi médico, con diez días más que hubiera
pasado en cárceles niponas, no estaría yo aquí para hacer esta crónica de la
inmundicia, estupidez e inhumanidad con que los japoneses martirizan a los
desgraciados que caen en sus garra
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