"ÁTALA"
DE CHATEAUBRIAND
EN LA VERSIÓN CASTELLANA DE SIMÓN RODRÍGUEZ, PUBLICADA EN PARÍS, 1801.
En fin, yo no soy como M. Rousseau entusiasta de los salvajes; y aunque tenga quizá tanta razón para quejarme de la sociedad, como este filósofo para alabarse, no creo que la pura naturaleza sea la cosa más bella del mundo. Siempre la he hallado muy fea, donde quiera
que he tenido ocasión de verla: y bien lejos de opinar que el hombre que piensa es un animal depravado, juzgo que el pensamiento hace al hombre. Todo se ha perdido por esta palabra naturaleza. Pintemos la naturaleza, pero la naturaleza bella: el arte no se debe ocupar
en imitar monstruos.
Átala, como el Philoctetes, no tiene más que tres personajes. Se hallará quizá que he dado a esta mujer un carácter nuevo; pero las contradicciones del corazón humano aun no se han expuesto bastante y sin duda lo merecerían, como perteneciente a la antigua tradición de una degradación original, y que, por consiguiente abren campo a consideraciones profundas, sobre lo grande y misterioso del hombre y de su historia.
Chactas, el amante de Átala, es un salvaje que se supone nacido con ingenio, y casi del todo civilizado; pues que no solamente sabe las lenguas vivas, sino aun las muertas de la Europa. El debe, pues, explicarse en un estilo mixto, conforme a la línea sobre que gira entre la sociedad y la naturaleza. Esto me ha servido de mucha ventaja, haciéndole hablar como salvaje en la pintura de las costumbres, y como Europeo en el drama y la narración. Sin esto, habría sido necesario abandonar la obra: porque si yo hubiera usado siempre del estilo indiano, Átala habría sido hebreo para el lector.
En cuanto al misionero, creo se debe notar, que los que hasta han introducido un sacerdote en la escena, han formado de él un malvado fanático, o una especie de filósofo. Nada de esto es el padre Aubry, sino un simple cristiano que habla sin avergonzarse de la cruz, de la sangre de su divino maestro, de la carne corrompida, etc., en una palabra, el sacerdote tal cual es en verdad. Bien sé que es difícil pintar un carácter semejante a los ojos de ciertas gentes, sin parecerles ridículo. Si yo no enternezco haré reir: ello dirá.
Después de todo, si se examina lo que he hecho entrar en un cuadro tan pequeño; si se considera, que no hay una circunstancia interesante en las costumbres de los salvajes que no haya tocado, ningún bello efecto de la naturaleza, ningún sitio de la Nueva-Francia que no haya descripto: si se observa que he puesto junto al lienzo del pueblo cazador otro completo de un pueblo agricultor, para mostrar prerrogativas de la vida social sobre las del salvaje: si se hace atención a las dificultades que he debido hallar en sostener el interés dramático entre dos solas personas, durante una larga pintura de costumbres, y numerosas descripciones de paisajes: si se nota en fin, que me he privado de todo socorro en el catástrofe mismo, y que, como los antiguos, me he mantenido solamente por la fuerza del diálogo; estas reflexiones
me merecerán quizá un poco de indulgencia. Aún lo repito una vez, no me lisonjeo del desempeño; mas se deben siempre agradecer los esfuerzos de un escritor, para volver la literatura al gusto antiguo, demasiado olvidado en nuestros días.
Sólo una cosa me falta decir, y es, que no sé por qué casualidad, una carta mía escrita al ciudadano Fontanes, ha llamado la atención del público mucho más de lo que yo esperaba. Creía que algunas líneas de un autor incógnito pasarían sin sentirse, pero me engañé. Los papeles públicos hablaron de ella, y he tenido el honor de que se escribiesen a mis amigos, y a mí, personalmente, algunas páginas de cumplimientos y de injurias, que no pensaba merecer; aunque extrañé más los primeros que las últimas. Reflexionando sobre el capricho del público, que ha hecho atención a una cosa de tan poco valor, he sospechado que esto provendría del título de mi obra principal: Genio del Cristianismo, etc. Se figuraron quizá que se trataba de un negocio de partido, y que yo hablaría muy mal en este libro de la revolución y de los filósofos.
Al presente, que vivimos bajo un gobierno que no proscribe ninguna opinión pacífica, es sin duda permitido el tomar la defensa del cristianismo, como un punto de moral y de literatura. Hubo un tiempo en que los enemigos de esta religión tenían el derecho exclusivo de hablar; pero ahora el campo está abierto: y los que piensen que el cristianismo es poético y moral, pueden defenderlo en alta voz, como
los filósofos sostener lo contrario. Me atrevo a decir, que la cuestión quedaría decidida sin réplica, si una pluma más hábil hubiese tratado la obra principal que he emprendido, y que no tardará en aparecer.
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