MANSIONES VERDES
HUDSON TAYLOR
1904
CAPITULO I
Ahora que
estamos serenos, dijo él, y lamentamos el habernos hecho daño el, uno al otro
no lamento lo que ha sucedido, Yo merecía los reproches que usted me
hizo, cien veces fuí a contarle la historia de mis viajes y aventura:
entre los salvajes. Pero una de las razones que me impidió el hacerlo fué
el temor de que mi narración tuviera un efecto infortunado sobre nuestra
amistad. La amistad que. usted y yo tenemos es algo que estimo mucho y no
quisiera por nada perderla. Pero no debo seguir preocupándome más por eso. Sólo
debe preocuparme la manera en que haya de contarle mi historia. Comenzaré por el tiempo en que yo tenía veintitrés años.
Era demasiado joven para estar tan metido en política como estaba, hasta el
punto de tener que huir de mi país para salvar m¡ liberrtad y tal vez mi
vida...
Cada
nación, ha dicho alguien, tiene el Gobierno que se merece, y Venezuela, ciertamente, que tiene el que merece
y le va mejor. Lo llamamos República, no sólo porque no lo es, sino, también
porque todas las cosas han de tener su nombre; y si es posible un buen nombre,
un hermoso nombre, mejor que mejor, sobre todo cuando se quiere pedir dinero
prestado. Si los venezolanos, clarísimamente distribuidos sobre un área
de medio millón de millas cuadradas, campesinos analfabetos, la mayoría,
mestizos e indígenas, fueran hombres cultos e
inteligentes, celosos del bien común, les sería posible tener una verdadera
República. Pero en vez de eso tienen un Gobierno
de caciques, atemperado por la revolución... Y buen Gobierno que es
el suyo, en armonía completa con las condiciones materiales del país y el
temperamento nacional... Pero sucede que los hombres cultos, que son lo que las
altas clases sociales de ustedes, son tan pocos, que casi ninguno de
ellos deja de estar ligado por vínculos de sangre o matrimonio con los miembros
prominentes de los grupos políticos a que pertenecen. Así, comprenderá usted
que nos parezca normal e inevitable la conspiración y la revuelta contra el
partido imperante—otro cacique con sus seguidores
-, pues en todo caso se trata de luchar por defender o conquistar
prerrogativas para toda la familia. Caso de fracasar una conspiración es
castigada, pero no considerada inmoral. Al contrario, hombres de, gran,
inteligencia y virtud son los que entre nosotros asumen el papel directivo de
esas aventuras. Si tal modo de ser de las cosas es intrínsecamente malo o no, o
si es malo en unas circunstancias- y no en otras por ser inevitable, yo no lo
puedo decir- Y toda esta pesada introducción es para que usted comprenda el que yo, muchacho de conducta intachable, que no era soldado de profesión y no tenía
ambiciones de notoriedad política, que era rico en mi patria, popular en mi
ciudad, amigo de los placeres de la vida social, de los libros, de la naturaleza...,
actuase llevado de altos motivos en mi opinión,
conjuntamente con otros amigos y parientes, en una revolución que
tenía por objeto derribar al Gobierno de entonces para sustituirlo por hombres
mejores y más dignos..., por los de mi grupo.
Fracasó nuestra aventura porque las autoridades conocieron nuestros
propósitos y precipitamos las cosas. Nuestros jefes estaban dispersos y algunos
fuera del país; y unos cuantos exaltados que se hallaban en Caracas y que
sin duda, se asustaron, desencadenaron el golpe. El presidente fué
atacado en la calle y herido ; pero los atacantes fueron capturados y algunas
fusilados al día siguiente. Cuando yo supe las. noticias estaba lejos de la
capital, en la finca qtie un amigo poseía en el río Quebrada Honda, eir el estado
de Guarico, a quince o veinte millas de la ciudad de Zaraza. Mí amigo, oficial
del Ejército, era uno de los cabezas de la conspiración; y yo era el hijo único
de un hombre profundamente odiado por el Ministro de la Guerra. Así, se hizo
necesario que tanto mi amigo como yo huyésemos para salvar la vida. En tales
circunstancias no podíamos, esperar perdón, ni siquiera a causa de nuestra
juventud.
Nuestra primera
decisión fué escapar hacia la costa, pero como el riesgo de un viaje a La
Guaira o a otro puerto donde poder embarcar. al Norte del país, era muy grande,
nos encaminamos en dirección contraria al 0rinoco, descendiendo hasta
Angostura. Cuando llegamos a este lugar, relativamente seguro, al menos de
momento—, cambié yo de opinión y decidí abandonar el intento de salir del país. Desde muchacho me había interesado enormemente aquel
vasto y casi inexplorado territorio que poseemos al Sur del Orinoco, con sus ríos innúmeros no registrados en
cartas, con sus bosques impenetrables, con
sus habitantes salvajes, de costumbres antiquísimas y carácter inadulterado por
contacto con europeos. El visitar aquella zona selvática primitiva había sido un
sueño maravilloso para mí, y en cierto modo, me había preparado para
tal aventura, aprendiendo más de un dialecto indio
de los estados septentrionales de Venezuela. Y entonces, hallándome
al Sur de nuestro gran río—con tiempo ilimitado a mi disposición, determiné
satisfacer mi deseo. Mi compañero se marchó hacia la costa y yo me puse a
hacer los preparativos necesarios y a buscar la información indispensable
entre aquellos que habían viajado por el interior y comerciado con los
salvajes. Decidí retroceder, siguiendo el curso del río, y penetrar en el
interior de la parte occidental de Guayana y del territorio del Ama.zonas, que
limita con Colombia y Brasil, con- el propósito de regresar a Angostura seis
meses después. No temía ser arrestado en aquella semi independiente y casi
salvaje región, ya que las autoridades de Guayana se ocupan poco de los
levantamientos políticos de Caracas,. Los primeros cinco o seis meses que pasé
en Guayana. tras dejar mi ciudad de refugio, tuvieron la suficiente riqueza de
emociones para satisfacer mo espíritu moderadamente aventurero. Un emplea
do complaciente de Angostura me había proporcionado un pasaporte en el que
constaba (para los pocos que sabían leer) que el objeto de mi visita al
interior era el de reunir información sobre las tribus que allí viven, sobre
los productos del país y sobre otros extremos, de cuyo conocimiento se deducirían
ventajas para la República; además, se pedía a las autoridades me
ayudaran y protegieran en mi misión y propósitos.
Subí siguiendo el Orinoco y haciendo visitas ocasionales a las colonias
cristianas próximas a la margen derecha, así como a los poblados indios; y
viajando de esta manera, viendo y aprendiendo mucho, en unos tres meses llegué
al río Meta.
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Hacía ya algún tiempo que sólo me calzaba con sandalias para proteger mis pies; mi vestimenta consistía en un solo traje y una camisa de franela, para lavar la cual debía quedarme desnudo de medio cuerpo arriba, mientras se secaba. Por fortuna contaba con un capote de paño azul vistoso y durable, que me había regalado un amigo en Angostura; y la predicción que me hizo al obsequiármelo, de que la prenda duraría más que yo, por poco sale cierta. Me servía de cobertor por la noche, y no he visto nada igual para mantenerlo a uno abrigado cuando viajaba con tiempo frío y húmedo. Tenía un revólver y una cajita de metal con balas dentro de mi ancho cinturón de cuero, además de un grueso cuchillo de cazador, de mango de recio cuerno y una hoja como de nueve pulgadas de largo. En el bolsillo del sobretodo, llevaba un lindo yesquero y una caja con fósforos -que he de mencionar más adelante-, y una o dos menudencias más, que me había propuesto conservar todo el tiempo que pudiera.
Durante los aburridos días de espera junto al Chunapay, los indios me contaron una historia tan tentadora, que fue al fin causa de que abandonara mi proyectado viaje al río Negro. Los indios llevaban collares parecidos a los de todos los salvajes de la Guayana; pero noté que uno de ellos tenía un collar diferente al de los demás, lo cual despertó grandemente mi curiosidad. Estaba formado por trece placas de oro de forma irregular, y del ancho de la uña pulgar, mantenido por un lazo de fibra vegetal. Se me permitió examinarlo de cerca y me convencí de que las piezas eran de oro puro, laminado a golpes por los salvajes. Al preguntarles de dónde lo sacaron, me dijeron que lo habían obtenido de los indios de Parahuari, agregando que Parahuari era una región montañosa que quedaba al oeste del Orinoco. Me aseguraron que todos, hombres y mujeres, se adornaban allí con tales collares. Esta información me inflamó a tal punto el ánimo, que no descansaba ni de día ni de noche soñando sueños de opulencia y cavilando en cómo alcanzar aquella rica comarca desconocida del hombre civilizado. Los indios meneaban gravemente la cabeza cada vez que pretendía que me condujesen allí.
La lluvia
cesó al anochecer, y la aproveché para levantarme y caminar una corta distancia
hasta el estero cercano, a cuyo borde me senté en una piedra y sumergí mis
doloridos pies en el agua fresca. El cielo por el lado poniente estaba otra vez
azul, con ese azul diáfano que se ve tras la lluvia, pero las hojas salpicadas
de gotas relucientes y los húmedos troncos se veían casi negros bajo el verdor
del bosque.
La rara belleza del paisaje me
emocionó y aligeró mi corazón.
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No hay duda de que algunas gotas milagrosas habían caído sobre el turbio lago de mi corazón -provenientes del canto de los pájaros viajeros, del disco encendido que acababa de perderse bajo el horizonte, de la serranía que se arropaba en sombras, del rosa y azul del cielo infinito, de la ancha circunferencia visible-; y me sentí purificado y con una extraña sensación y presentimiento de una secreta inocencia y espiritualidad de la naturaleza -una presencia del remoto objetivo hacia el cual todos nos encaminamos-, de cuando llegue el día en que la lluvia celeste nos limpie de toda mancha y culpa. Esta inesperada paz que ahora venía a descubrir, me pareció de un valor infinitamente más grande que el metal amarillo que no había podido encontrar pese a todas sus posibilidades.
Mi deseo era ahora quedarme por un
tiempo en este sitio, tan remoto, adorable y tranquilo, en que había venido a sentir sensaciones tan desusadas y una tan
confortadora desilusión.
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