lunes, 17 de octubre de 2022

MI CORAZÓN INQUIETO - (Parte 10)

 MI CORAZÓN INQUIETO - (Parte 10)

MI CORAZÓN INQUIETO    109
Cuando le oí llamar a la puerta había transcurrido cerca de una hora.
—Abajo no tenían comida, así que tuve que ir a otro sitio, una cuadra más allá, y les ha llevado mucho tiempo cocinarla.
Abrió un envoltorio en el cual había varias hamburguesas grasientas. —Los indios de ahí abajo tenían en el bar un oso que uno de ellos había matado hoy, me dijo, entregándome una hamburguesa.
—Viento Sollozante, no siempre serán las cosas de este modo, no serán cuartos sucios y comida fría para ti, así que no juzgues nuestra vida de casados por esta noche.
De repente sentí lástima por él, porque se estaba esforzando tanto. Hasta ese momento no se me había ocurrido que tal vez estuviese también terriblemente asustado. Había pensado en él como un hombre mayor que yo porque había estado en muchísimos sitios y había hecho muchísimas cosas, pero me daba cuenta de que a pesar de su vida aventurera no era mucho más mayor que yo.
Me contó cómo se había marchado de su casa siendo un adolescente y se había ido en un coche hasta Alaska, donde había trabajado como pescador en una barca que pescaba cangrejos. Después había trabajado en los campos de petróleo, donde la temperatura alcanzaba los sesenta y cinco grados farenheit bajo cero. Me habló acerca de los años que se había pasado trabajando en las extensiones heladas y empecé a darme cuenta de que también él se había sentido solo; tan solo se había sentido que ni siquiera sabía que yo era fea.
El Rdo. McPherson nos había dicho: —El matrimonio es un período de ajuste que dura toda la vida. Nos había dado muchos consejos, pero cuando utilizó la palabra ajuste no hizo más que mostrarnos la punta del iceberg por así decirlo. Como si no fuese suficiente la diferencia entre Don y yo, en el sentido de que él era un hombre y yo una mujer, en que él era blanco y yo india, y que procedíamos de diferen

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tes culturas, él vivía en un mundo moderno y complejo y yo todavía tenía un pie en la Edad de Piedra.
El largo viaje me había dado un espantoso dolor de cabeza.
—¿Por qué no tomas algo para el dolor? —me preguntó Don.
—No tengo nada aquí conmigo —le dije, colocándome un trapo frío sobre los ojos.
—Puedo ir a buscarte algo. ¿Qué es lo que acostumbrabas a utilizar para el dolor de cabeza en la reserva? —me preguntó.
—Me ponía los cascabeles de las serpientes como diadema.
—¿Que hacías qué?
—Esa era la mejor cura, pero si no se podía encontrar una serpiente de cascabel se podía comer uno los pétalos de una rosa silvestre.
—Compraré una botella de aspirinas —me dijo. —¿Tú crees que eso sirve de verdad? —le pregunté sacando la cara de debajo de la toallita.
—Muchas personas utilizan aspirinas para el dolor de cabeza —me contestó.
—Está bien, supongo que eso servirá hasta que podamos encontrar una serpiente de cascabel —le contesté.
Ese fue solamente el principio.
Tan pronto como llegamos a Anchorage alquilamos una pequeña cabaña y compramos provisiones. Le quedaban solamente unos pocos días antes de que tuviese que tomar un avión para ir a realizar su trabajo en una plataforma de petróleo, a una distancia de seiscientos cincuenta kilómetros. Se marcharía, pasando fuera diez días y luego estaría en casa cinco días.
Mis sentimientos estaban en conflicto en lo que se refiere a mi nuevo hogar. El vivir en el centro de Alaska no era precisamente lo que yo había planeado para mi vida, pero era lo que yo había convenido.
Yo oraba diciendo: ¡ Señor, ayúdame!
CAPITULO DOCE
Hice nuestra primera comida que consistió en carne, patatas, cebollas, maíz y pan frito y puse la mesa.
Don me sonrió, tomó un bocado y lo masticó durante largo rato. Comenzó a dar un segundo bocado, pero en lugar de eso se excusó y salió de la habitación, regresando a la cocina al cabo de unos minutos. Todavía había una sonrisa en su rostro, pero estaba tan pálido como una sábana.
—¿Es mi manera de cocinar verdad? No puedes comerte lo que yo cocino —le acusé, medio furiosa y medio avergonzada. —¡ Debería de haber sabido que a un hombre blanco le resultaría imposible comer la comida india!
—No, no es eso. Es solamente que, bueno, no me he tomado nunca toda una comida que ha sido cocinada toda ella en una misma sartén al mismo tiempo. Tiene un gusto ... extraño —me explicó.
—Odias mi manera de cocinar —le dije de mal ' humor.
—No, de veras, está bien, me acostumbraré.
Volvió a sentarse y miró la comida flotando en su plato lleno de una grasa amarillenta. —Quizás estaría mejor con un poco menos de grasa ¿no crees? Es que las patatas no hacen más que resbalárseme fuera del plato.
—La grasa es buena, mantiene a los osos lejos. —Aquí no hay ningún oso —me dijo.
—¡ Lo ves, da resultado! —le repliqué.
—¿No tienes ninguna receta? —me preguntó con timidez.
Yo me animé. —¡Sí! tengo una receta muy buena. —¡Estupendo! —me dijo muy animado. —¿Qué necesitas ?
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—Primeramente se mezcla un litro de alcohol puro y una libra de tabaco rancio y negro de mascar, una botella de jenjibre de Jamaica, un puñado de pimientos colorados, un litro de melaza y un litro de agua y luego se cuece hasta que se le ha sacado toda la fuerza al tabaco y a los pimientos, se escurre y se ha terminado —le dije muy orgullosa.
—¿Pero qué rayos es eso? —me preguntó.
—¡Whisky Kickapu para vender! —le contesté.
 —¿Es ésa la única receta que sabes? —me preguntó.
—Sí —le contesté, con la sensación de que era la receta equivocada.
—Te compraré un libro de cocina —me dijo meneando la cabeza —Esa mezcla seguramente mató a más indios kickapus que todas las guerras de la historia.
—Mis tíos se bebieron muchísimos litros de ella y no les hizo daño —le dije— y contemplé una patata flotar en un río de grasa en mi plato.
—Tus tíos debían de tener un estómago a prueba de bomba —observó, mientras recogía la comida de nuestros platos. Sacó tres sartenes y cocinó los huevos en una, el jamón en otra y las patatas en una tercera. No tardamos en comer una comida deliciosa. Me había casado con un excelente cocinero y todo lo hacía tan bien que yo me preguntaba por qué se había casado conmigo.
Después de la cena abrí con el pie la puerta prin-
cipal, como lo había hecho siempre, y tiré las sobras. —Querida, no puedes hacer eso —me dijo Don. —¿Hacer qué?
—No puedes tirar la basura ahí fuera, ofrece mal aspecto.
—¿Qué debo hacer con ellas? En la reserva siempre las tirábamos afuera.
—Pero ahora es diferente, ponlo en la eliminadora de residuos.
—¿Qué es eso?
Me llevó junto a la pila de los platos y tiró algo de comida por el desagüe.
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—De modo que por eso es tan rara la pila en ese lado.
Con una cuchara metí el resto de la comida por el agujero de la pila y encendí el interruptor. La cuchara fue arrancada de mi mano y desapareció por el desagüe con un terrible sonido metálico, como un chirrido.
Don desconectó el interruptor de un salto y tiró del mango retorcido de la cuchara.
Yo miré la cuchara. —Parece tener más sentido tirar la basura ahí fuera que retorcer todas las cucharas —le dije, saliendo de la cocina.
La primera noche que pasamos en nuestra nueva casa desparramé una generosa cantidad de harina de maíz a la entrada para asegurarme de que siempre tuviésemos suficiente alimento para comer. A mí no me importaba que otros echasen arroz, yo prefería echar harina de maíz a la entrada de la casa.
Yo siempre había sido callada, muy silenciosa, hablando de tarde en tarde y moviéndome por la vida como una sombra, permaneciendo invisible y pasando desapercibida, en el trasfondo. Me habían enseñado conforme a las antiguas costumbres, como recordatorio de aquellos tiempos en los que el silencio significaba supervivencia. El silencio mantenía a los seres humanos ocultos del enemigo; el silencio ayudaba a estar al acecho de un ciervo o atrapar a un conejo, pues el ruido asustaba a la caza y uno pasaba hambre, además de que el ruido podría ser la causa de que a uno le matasen, pero ahora era diferente. Tenía que aprender a hablar, tenía que aprender a hacer ruidos innecesarios, a charlar cuando no había nada que decir, a "hacer conversación".
Cuando Don me explicaba que yo era demasiado callada yo le contestaba: —No tenemos nada en común acerca de qué hablar.
Me quedé tremendamente sorprendida cuando, de buenas a primeras, Don mostró un gran conocimiento acerca de las culturas indias. Cada noche, a la hora de la cena, tenía algo que decir sobre una de las tribus o uno de los grandes jefes.
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—Yo no sabía que supieses tanto acerca de los indios —le dije una noche después de haber estado él hablando sobre Jerónimo.
—Oh, sí, los indios siempre me han interesado. Hizo una pausa y dijo: —¿Sabes una cosa? Estabas equivocada, tú y yo tenemos mucho en común.
En su mirada había algo extraño, pero no lograba averiguar qué.
Una noche, algún tiempo después, se descubrió accidentalmene su secreto. Yo tenía frío y me acordé de que me había dejado mi suéter en el coche y fui a buscarlo. Al ir a buscarlo en el asiento de atrás, vi que sobresalía de debajo del asiento un libro. No podía recordar haber dejado un libro en el coche, pero sabía que tenía que ser mío porque Don no leía nunca libros.
Lo saqué y averigüe que no solamente había uno, sino tres libros metidos debajo del asiento y leí los títulos.
De la A a la Z sobre los indios americanos —de los apaches a los zunis.
Batalla del Little Bigliorn.
El piel roja—Ese noble salvaje.

Empecé a reírme porque Don había pensado que le ayudaría a comprenderme y había leído los libros en secreto. Cuando vi el título El noble salvaje me reí a gusto.
Había subrayado algunas partes de los libros y las había aprendido de memoria casi palabra por palabra. Yo recordaba las conversaciones suyas, a la hora de la cena, y me daba cuenta de que habían salido de estos libros. Yo me preguntaba cuántas horas se habría pasado sentado en el coche, intentando leer estos libros tan aburridos y anticuados, teniendo en cuenta lo lentamente que él leía.
Dejé de reírme porque la verdad es que no tenía la más mínima gracia, pues estaba realizando grandes esfuerzos por comprenderme. Me emocioné pensando en lo mucho que yo le importaba. Volví a colocar los libros debajo del asiento y entré en la casa. Ese sería su secreto.
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Yo tenía pesadillas todas las noches. Eran sueños horribles que me hacían despertarme gritando, con el corazón latiéndome con tal fuerza que me temblaba todo el cuerpo. Yo había creído que después de hacerme cristiana cesarían las pesadillas, que mi mente ya no estaría atormentada y que podría dormir en paz, pero los sueños habían continuado y cada noche temía irme a la cama. Sabía que a media noche mis sueños me obsesionarían y que me despertaría terriblemente asustada.
Había un sueño que tenía con harta frecuencia acerca de Doble Ciego, el brujo, cuya familia le había cortado las piernas al morir éste para que no saliese caminando de su tumba y los matase. Yo soñaba una y otra vez que se arrastraba sobre sus muñones sangrientos, saliendo de su tumba.
En otro de mis sueños yo era una niña que iba a la escuela con una maestra de aspecto duro que me castigaba por todo lo que hacía porque en su opinión estaba mal. Cuando era hora de marcharse a casa, me perseguían un montón de niños, gritándome insultos y tirándome piedras. Cuando me despertaba y me daba cuenta de que ya no era una niña y que nunca más tendría que ir a la escuela le daba gracias a Dios. Ya era una persona mayor y no tenía que ir al colegio otra vez. Nadie me perseguiría hasta casa tirándome piedras ni habría más maestras que me asustasen de tal manera que sintiese angustia en el estómago. No, estaba a salvo de la escuela.
Algunas pesadillas eran tan espantosas que ni siquiera se las podía contar a Don, haciéndome despertar gritando, debilitada por el miedo, demasiado asustada como para volverme a dormir, me levantaba de la cama, me sentaba en una silla y dejaba todas las luces encendidas durante el resto de la noche.
Había llegado el momento de nuestra primera separación, pues Don tenía que tomar un avión hasta el lugar de su trabajo.
—En diez días estaré de regreso —me dijo, abrazándome en el aeropuerto. —Pasarán más rápido de
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lo que tú crees. Si necesitas cualquier cosa llama al número que te he dado y mi amigo te ayudará.
Me dio un beso de despedida, recogió su maleta y subió al avión y en unos pocos minutos el pequeño avión se perdió de vista.
—¡ Se ha ido! ¡ Nunca más regresará! ¡Estoy sola en un país extranjero! Fui llorando todo el camino hasta casa. Pedernal había tenido razón, yo había sido abandonada, tal y como él me había dicho que me sucedería.
Durante días enteros me sentí abatida y me pasé las largas horas leyendo libros. Exactamente diez días después Don entró de golpe en un remolino de nieve. ¡Aquí estoy! —gritó.
Yo corrí hacia él y le eché los brazos al cuello. —¡ Has vuelto! ¡Has vuelto!
No podía creerlo.
—Te dije que volvería en diez días. ¿Para qué me iba a casar contigo y traerte hasta aquí para dejarte? ¿Es que nunca vas a aprender a confiar en mi?
Los cinco días que estuvimos juntos pasaron rápidamente y pronto fue hora de que se fuese otra vez. Cuando se marchaba Don las horas se me hacían interminables, pero cuando estaba en la ciudad se me pasaban volando. Cada vez que pasaba diez días fuera regresaba y cada vez yo me preguntaba cuántas veces más regresaría antes de dejarme para siempre. Me habían abandonado demasiadas veces en mi vida como para que no esperase a que fuese a suceder de nuevo.
Cuando había vivido sola no había habido en la casa más sonidos que los míos, pero ahora había sonido por la casa cuando él le daba cuerda al despertador en el dormitorio o cuando se vaciaba el cambio que llevaba en los bolsillos y lo colocaba sobre el aparador. Había los sonidos de las puertas que se abrían y se cerraban, los platos que tintineaban. Sonidos llenos de vida, pero cuando se iba había silencio, pero no era el silencio profundo y solitario que yo había conocido con anterioridad, porque aho-
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ra sabía que cuando regresase la casa volvería a tener vida en ella.
MUSICA NOCTURNA
La noche está envuelta en silencio
A excepción del sonido del amor junto a mí, Sonido cálido y familiar
Que me dice que no estoy sola.
Las cargas del día por la oscuridad ocultas; Me elevo muy por encima de la tierra sobre una mullida nube,
Llevando tan sólo conmigo el eco de tu presencia.
La noche está envuelta en silencio,
A excepción del sonido del ronquido de mi marido,
Sonido cálido y familiar
Que me dice que no estoy sola.
—Desde que nos hemos casado no me has pedido absolutamente nada —me dijo Don un día. —Necesitas algunas cosas. ¿No te gustaría ir de compras y comprarte alguna ropa nueva o algo?
—La verdad es que . . . —dije dudando. —Me gustaría un vestido nuevo.
—¡Estupendo! ¿Cuánto dinero necesitas? —dijo sacándose la billetera.
—Me lo iba a hacer yo misma —le dije.
—Está bien ¿qué necesitas? Te lo compraré. —Necesito dos pieles de alce y cinco kilos de cuentas —le contesté.
—¿Qué has dicho?
—Quiero hacerme un nuevo vestido de pieles para ceremonias —le expliqué.
Se quedó callado un momento y luego se le iluminó el rostro.
—Hay un mercader de pieles junto a la Boot Legger's Cove. Veremos a ver si él tiene algunas pieles.
Poco tiempo después tenía en mi poder algunas                               118    MI CORAZÓN INQUIETO
pieles de ciervo y cinco kilos de cuentas, así como seis pieles de conejo, que yo había admirado.
La próxima vez que Don regresase del trabajo el vestido estaría casi terminado.
—¿Qué vas a hacer con las pieles de conejo? —me preguntó.
—He hecho dibujos a tinta sobre ellas —le dije y se las enseñé.
—Miró los dibujos, hechos con tinta, de alces, de renos y de ciervos que había realizado sobre las pieles.
—Son un regalo para ti —le dije tímidamente.
—¡Son realmente lindos! Me gustan —dijo estudiándolos durante un rato. ¿Te gustaría hacer unos cuantos para vender?
—Nadie compraría mis pinturas, yo no soy una artista —le dije.
—Compremos diez pieles y yo te conseguiré algunos pinceles y pinturas. Tú haz más dibujos como estos y yo se los venderé a las tiendas de objetos de regalo.
Yo me reí de él, pero pinté las diez pieles y las vendió a una tienda de objetos de regalo al día siguiente por siete dólares cada una y vino a casa con un pedido de cuarenta dibujos más.
—Este es tu dinero —me dijo entregándomelo. —Si quieres puedes ganar bastante dinero con tus pinturas. Usa el dinero para lo que tú quieras, pero no compres comida ni pagues facturas con él. Prometí mantenerte y lo voy a hacer, pero si te gusta pintar y quieres utilizar el dinero para comprar regalos para tus amistades o para darlo a la iglesia, no tengo inconveniente.
Yo asentí, demasiado excitada como para hablar. ¡Había persónas que estaban dispuestas a comprar mis pinturas! Durante el próximo año Don vendió más de quinientos de mis diseños y pinturas, la mayoría de ellas realizadas sobre pieles de conejo. Me acostumbré de tal manera a pintar animales salvajes que podía llegar a pintar treinta cuadros en un día. Don había conseguido que todas las tiendas de objetos
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de regalo dentro de un radio de ciento treinta kilómetros vendiesen mis cuadros.
Un día me dijo: —Creo que deberías tener tu propia cuenta corriente y guardar en ella el dinero que recibes con tus cuadros. Llena este formulario y pon sobre él tu número de seguridad social y fírmalo con tu nombre de casada.
—¿Por qué no puedo ser Viento Sollozante? —le pregunté.
—Se va a creer la gente que no estamos casados —me contestó.
Acepté y escribí: Viento Sollozante Stafford.
Don suspiró y dijo: —Ahora pon tu número de la seguridad social.
—No tengo un número, solamente un nombre —le dije.
—Todo el mundo tiene un número de la seguridad social —insistió.
—Yo no.
—Has tenido muchos empleos, tenías que tener un número —dijo argumentando.
—No, les decía sencillamente que se me había olvidado y como no solía trabajar en el mismo sitio más de unas pocas semanas nadie me daba la lata —le expliqué.
Te conseguiremos un número.
—¡No quiero un número! Yo soy Viento Sollozante, tengo un nombre, no quiero un número. Los números traen mala suerte. Si permites que el gobierno te dé un número te podrán encontrar —insistí.
—¿Qué hay de malo en ello? —me preguntó.
—Los indios no debieran permitir nunca que les encontrase el gobierno— le dije.
—¿Por qué no?
—Puede que se decidan a exterminar a todos los indios.
—¡Eso es ridículo! —dijo Don riéndose.
—Lo intentaron hace cien años y podría suceder otra vez—le dije. ¡Mira lo que les sucedió a los judíos en Alemania!

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