martes, 4 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Pags. 82-87

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Pags. 82-87

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número para averiguar la hora y la temperatura, y disqué ese número con sumo cuidado. Sólo había usado un teléfono un par de veces en toda mi vida.

¿Hola? –dije cuando oí un clic en la otra punta –¿Puede decirme . . . – Me llevó unos instantes com­prender que en el otro extremo de la línea no había más que un mensaje grabado. Lo escuché tres veces: "Hora, 19:30 – Temperatura: 22 grados C – Que lo pase bien, y cuando necesite un banco de confianza no se olvide de . .

Comencé a recorrer las páginas amarillas, comenzando con la A y leyendo todos los avisos comerciales, hasta que llegué a la letra I, donde aparecían las iglesias. No me había dado cuenta de que el pueblo tenía tantas iglesias. Con el dedo fui recorriendo la página hasta que me detuve donde decía "Iglesia Trinitaria Evangélica Unida de los Herma­nos, Rev. Glena O. McPherson. Pastor. Seguí leyendo el resto de la página, pero mis ojos volvieron a la iglesia con el nombre largo. Por alguna razón ese nombre parecía des­tacarse más que cualquiera de los otros. Volví la hoja y seguí mirando avisos, pero a los pocos minutos volví a la lista de iglesias y busqué nuevamente la que tenía el nombre largo,

Quizá haga un llamado a esa iglesia, pensé. Podría hablarle a ese hombre de apellido McPherson y pregun­tarle algo. Así tendría alguien con quien hablar, en lugar de una grabación. Siempre puedo colgar cuando me con­venga. Hasta puedo darle otro nombre. Podría pregun­tarle algo, tal vez sobre su iglesia. Comencé a discar. El timbre sonó una vez ... dos ...

– Hola, habla el Reverendo McPherson.

Tenía seca la boca. ¿Y ahora qué? Tal vez lo mejor sería colgar sin decir nada,

  ¿En qué puedo servirle? – dijo la voz en el teléfono.

  Este... yo ... estaba pensando ... éste ... pensando en ... en su iglesia ... Estaba pensando cómo sería ...

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quiero decir ... ¿qué hacen allí? – me parecía tonto todo esto. No tendría que haberlo hecho. ¿Qué es lo que me había hecho proceder en esa forma tan tonta?

– Adoramos a Dios en la mejor forma que conocemos. –Hubo una pausa –. Si me dijera exactamente lo que quiere saber, podría ayudarla mejor ...

–No sé qué preguntar . . . – dije atropelladamente –. Soy nueva aquí. Acabo de ver su nombre en la guía de teléfonos y . La cara me ardía. ¿Por qué no colgaba en el acto?

– Puede visitar nuestra iglesia cuando quiera. Será bien recibida. – La voz parecía cálida.

– No, no creo que quiera ir. No conozco a nadie ... No importa. Lamento haberlo molestado.

  Espere ... no cuelgue. Podría darle unos folletos que explican en qué consiste nuestra iglesia. Podría leerlos y luego resolver si quiere venir a nuestra iglesia o no. Se los podría mandar por correo.

Parecía una buena idea. Recibiría correspondencia, y podría colgar el teléfono.

Bueno. Mi nombre es Viento Sollozante            – A continuación le di mi dirección.

Ah, usted vive a sólo cuatro cuadras de nuestra iglesia. Está en la misma calle.

El corazón se me fue a los pies. Esa era la razón de que el nombre de la iglesia se me hubiese grabado en la mente esa noche; por eso me había sonado tan familiar. Pasaba frente a esa pequeña iglesia de ladrillo al ir y al volver de mi trabajo. ¡Qué terrible! ¡Había llamado a alguien en el mismo vecindario!

– Tengo que visitar una casa cerca de la suya. Si no está ocupada, llevaré los libros de paso. Los puede tener esta noche – me dijo.

– Bueno –contesté débilmente. Tendría que haberle dicho que no iba a estar, pero no lo pensé a tiempo. Colgué el teléfono y volví a ponerlo debajo de la silla. 84   Viento Sollozante

¡Ahí podría quedar! ¡El único llamado telefónico que había hecho desde que había llegado, y ya me había metido en un gran lío! ¿Qué iba a hacer ahora? Me dirigí apresura­damente al ropero y saqué el abrigo. Me iría, de modo que estuviera ausente cuando llegara el hombre. Luego me detuve. Probablemente volvería otra vez, y tendría que enfrentar la situación de todos modos. Era mejor liquidar la cuestión sin demora. Volvía colgar el abrigo en el ropero.

No pasó mucho tiempo. Oí pasos afuera y alguien que golpeaba la puerta de la cabaña de al lado. Contuve la respiración. No había nadie en ninguna de las cabañas contiguas, de modo que estaba segura que debía ser el reverendo McPherson buscándome. Golpeó mi puerta, y yo di un salto.

La puerta parecía pesar una tonelada cuando la fui abriendo lentamente, Un hombre pequeño, de lentes, vestido de gris estaba parado frente a la puerta.

–Yo soy el reverendo McPherson.

Hice un movimiento con la cabeza.

– Pase.

Otro error. No tendría que haberlo invitado a pasar. Me senté en el borde del sofá, y él tomó una silla del otro lado.

– No te voy a robar mucho tiempo. Estoy seguro que tendrás cosas que hacer en una noche tan linda como ésta.

Sonrió.

– No, no iba a hacer nada. Otro error, pensé; tendría que haberle dicho que estaba por salir, para que no se quedara mucho. Me está saliendo todo mal.

Te traje todo lo que pude encontrar para ayudarte.

Puso un manojo de folletos sobre la mesa –. Trataré de contestar cualquier pregunta que me quieras hacer... es decir, si tienes alguna que hacer.

Me retorcí los dedos y me quedé mirándolo. Parecía sentirse incómodo, pero tuve la sensación de que no era

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por él mismo que se sentía así. Era por mí. De algún modo se daba cuenta de lo que yo estaba pasando.

– ¿Qué edad tienes?

  Dieciocho.

–No lo representas. ¿No estás casada, verdad?

No.

– Muy bien. Bueno, sólo quise decir que dieciocho no es mucho. – Trató de observar la habitación sin eviden­ciarlo –. ¿Vives con algún pariente o con alguna amiga aquí?

– No.

– No eres de por aquí, ¿no es cierto? – Ya sabía la respuesta.

– No. Me mudé aquí hace algunos meses. – Yo sabía que no le estaba diciendo suficiente, de modo que agre­gué: –Trabajo en la Tienda Hawkins.

– Ah, mi esposa va allí a veces. ¿Te gusta el trabajo? –Sí, está bien, supongo.

Jugó con el sombrero un rato, y el silencio se hizo pesado.

– ¿Quién es el Dios de ustedes? – le pregunté con una voz extraña, aguda que parecía distante y no parecía ser la mía propia. No podía creer que le hubiese hecho seme­jante pregunta. ¡Seguro que no se la hice yo! Sonrió.

– Es una pregunta bastante difícil. Podría darte una cantidad de respuestas fáciles o decirte lo que dicen los grandes teólogos, pero creo que no es eso lo que quieres oír. Para mí, Dios es el Creador de todas las cosas. Hizo al hombre, pero el hombre cayó en el pecado. Dios ama tanto al hombre que hizo un sacrificio de sangre con su único Hijo, para que el hombre pudiese ser purificado de su pecado y tuviese vida eterna. Creo mucho más todavía, pero aquí está todo en unas pocas palabras –estoy seguro que habrás oído eso muchas veces.

Moví la cabeza negativamente.

– No, eso no lo he oído antes.

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¿Has leído la Biblia alguna vez?

No tengo una Biblia. Nunca la he leído. La Biblia es para la gente que va a la iglesia.

— La Biblia es para todos. Te daré una. No tengo nin­guna aquí, pero traeré una o te la mandaré por correo. ¿A qué iglesia has concurrido anteriormente?

– A ninguna. – Tragué saliva –. Nunca he estado en una iglesia.

No pudo ocultar la mirada de sorpresa en el rostro. – Ya veo. –Estuvo callado unos momentos y luego me pre­guntó con ternura: – No quiero ponerte incómoda, ni parecer curioso, pero, ¿no te gustaría decirme lo que crees? Entonces podríamos comenzar desde allí.

Respiré hondo y le indiqué algunos de los dibujos que tenía en la pared detrás de él.

Se volvió y miró los bosquejos de diversos dioses indios, y los signos que relatan sus leyendas.

Soy.. .– No quería decir "mestiza" –. Soy semiindia. Mi abuela me enseñó acerca de las religiones antiguas. Yo creo en los dioses antiguos. Creo en el viento.

Apreté los dientes y esperé que se riera, pero no lo hizo. Sentí que se me iba parte de la tensión.

– Soy muy ignorante en cuanto a todo eso – dijo –; yo creía que los indios creían en un Gran Espíritu.

Le conté algunas cosas sobre la religión antigua.

– Muchas veces he pensado en algunas de las costum­bres indígenas. Algunas nos parecen muy extrañas – dijo. Y luego agregó: – Supongo que algunas de las costumbres nuestras les parecen extrañas a ustedes.

– Sí. Hasta hay un cuento sobre eso. Un blanco fue a un funeral kickapu,

y vio que los indios ponían comestibles en la sepultura. Preguntó cuándo comería la comida el indio muerto. Uno de los kickapus pensó un momento. Luego le preguntó al blanco: "Ustedes ponen flores en las tumbas a los muertos, ¿no es así?" "Sí", contestó el blanco. "Pues bien", dijo el indio, "cuando el blanco huele las flores es cuando el indio come la comida."

Se río, pero no de mí, sino del cuento.

No dijo mucho más, ni se quedó mucho más. Dijo que tenía que visitar a otras personas, pero me invitó a concu­rrir a su iglesia, y luego se fue.

Me dije que había tenido suerte de salir de esa situación con tanta facilidad. Me gustó que no me hiciera sentir incómoda, ni tratase de convertirme. Probablemente se trataba de un buen hombre. De una cosa estaba segura, sin embargo había aprendido la lección. ¡No volvería a usar ese teléfono! ¡Ese pequeño aparato era capaz de meterla a una en grandes líos!

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