lunes, 17 de octubre de 2022

II LIBRO - MI CORAZÓN INQUIETO -( Parte 11)

MI CORAZÓN INQUIETO -(  Parte 11) 

120    MI CORAZÓN INQUIETO
—Tú eres una india que vive en los Estados Unidos. Te conseguiré un número de la seguridad social —dijo riéndose. —Si viene el gobierno buscándote, te esconderé en el altillo.
¡Seguro, eso es lo que dices ahora! —dije, frunciendo el ceño.
Poco tiempo después se presentó en la casa con un sobre, en el cual había dos tarjetas de la seguridad social. Sacó una de ellas y la puso en la caja donde guardaba sus papeles más importantes y me entregó la otra.
Cuando salió Don del cuarto la miré. Yo ya no era Viento Sollozando, era el número 522-54-2700. Ahora el gobierno me tenía en su máquina de números. Ya podrían encontrarme y seguramente que Don había mentido al decir que me escondería en el altillo. Tomé la tarjeta y la rompí en mil pedazos y la tiré en el cesto de los papeles. ¡Ya está! ¡Ya era otra vez Viento Sollozante.
Don entró de nuevo en la habitación. —Por cierto tendrás que obtener un permiso de conducir en Alaska. Déjame ver el que tienes en la actualidad.
Saqué mi carnet de conducir y se lo enseñé. —Pero éste dice que pertenece a Rose Begay Tsosie —me dijo.
—Sí, ya lo sé —dije moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Dónde está tu carnet de conducir?
—Ese es mío, lo compré en una tienda de empeño.
—¡Pero si no se puede obtener un carnet de conducir en una tienda de empeño! —dijo riendo.
—Ya lo creo que si. En la reserva se puede obtener cincuenta centavos por el carnet de conducir en la tienda de empeños y eso es suficiente para comprar un trago en la taberna. Entonces si no puedes recuperar el carnet de la tienda de empeños, el dueño lo vende por un par de dólares.
¡No puedes hacer eso! —exclamó Don.
—Claro que se puede. A la policía todos los indios les parecen iguales, todos tienen el pelo negro, los
MI CORAZÓN INQUIETO    . 121
ojos negros y la piel oscura. Todo lo que hay que hacer es comprar uno de una persona de edad y peso similar.
—¡No puedes hacer eso! --repitió Don— ¡eso es ¡legal! ¿Quieres decir que la mitad de los indios en América conducen usando un carnet que han comprado por dos dólares en una tienda de empeño?
Yo me encogí de hombros.
Don se marchó murmurando algo y yo puse de nuevo en mi bolso el carnet con el nombre de Rose Begay Tsosie. No he visto jamás a una persona que le preocupasen tanto la ley y los reglamentos.
Después de varias discusiones acaloradas, Don me llevó a la comisaría, donde obtuve un carnet de conducir legal.
—No veo qué diferencia hace. Puedo conducir igual si uso el uno como si uso el otro que compré en la tienda de empeños —le dije quejándome.
Don meneó la cabeza y suspiró. —¡Un hombre precisa tener los nervios de hierro para estar casado con una india!

CAPITULO TRECE
Algo me despertó a media noche. Cuando Don no estaba yo tenía el sueño muy ligero y oía el más mínimo ruido y sabía que algo andaba mal. Me quedé tumbada, escuchando en la oscuridad durante unos segundos, pero al no oír nada llegué a la conclusión de que debía de haber estado soñando y decidí dormirme otra vez. Me tapé los hombros con las mantas y me di la vuelta en la cama y me encontré cara a cara con un extraño.
Pegué un grito y mandé las mantas volando en todas direcciones, salté de la cama y corrí al otro lado de la habitación en menos de un segundo. Entonces tiré todo lo que pude encontrar.
El extraño, de barba pelirroja, se sentó en la cama y se frotó los ojos.
—¿Qué rayos te sucede?
Era la voz de Don, pero procedía del rostro de otra persona.
Avancé dos pasos.,
—Tuve la oportunidad de venirme dos días antes, pero era tan tarde que decidí no despertate, pero no quería asustarte —me dijo, pidiéndome perdón.
—¿Qué le ha pasado a tu cara? —le pregunté, no pudiendo creer que este hombre peludo fuese mi esposo.
Oh, los muchachos decidimos dejarnos crecer la barba —dijo riendo. —¿Te gusta?
—¡Tienes pelo por toda la cara, me has dado un susto de muerte! —dije, dejando el sujeta papeles que tenía en la mano. —¡No hay derecho a que te cambies la cara cuando no te estoy mirando.       MI
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 Coloqué las mantas sobre la cama de nuevo y en­contré mi almohada al otro lado del cuarto, donde la había tirado en mi confusión y me volví a sosegar Y me dispuse a dormir. Los hombres indios no tienen pelo en la cara y cuando una mujer se casa con un indio sabe que su rostro será siempre igual, no se dejará la barba ni se quedará calvo.

 —¡ Cuando me quiera dar cuenta te habrás que­dado calvo! —dije en voz baja.

 —¿Qué has dicho? —me preguntó Don muy so­ñoliento.

 —Nada —le contesté y le toqué la barba con el dedo. —Buenas noches, cara peluda.

 A la mañana siguiente me miré detenidamente al espejo mientras me estaba vistiendo y me dio la im­presión de que tenía el aspecto de haber acabado de salir de la reserva.

Decidí que ya que había emprendido una nueva vida debería de tener un aspecto diferente. Debía de vestirme de la misma manera que lo hacían las demás mujeres para no avergonzar a mi esposo.

 Me fui de compras y me compré un vestido de ca­lle, pero después de haber llevado vestidos hasta los pies durante toda mi vida me sentía medio desnuda con las piernas sin cubrir. Además se me ponían frías. Las medias que me había vendido la empleada servían para todo menos para mantenerme las piernas calientes. Se me arrugaban y se me subían y caían, moviéndose más que yo.

 MEDIAS

 ¿Eres alguna extraña bestia de la selva

 Que ha sido puesta en libertad?

 Te retuerces y arrastras a mi alrededor, Y te deslizas sin el menor sonido,

 Medias, les suplico, por favor,

 No se arruguen ni se agranden en las rodillas!

 A continuación fui a la peluquería. Respiré pro­fundamente y entré en la peluquería y tan pronto 

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 como las mujeres vieron mi pelo largo comenzaron a afilar sus tijeras. Me puse las manos sobre el pelo y les expliqué una y otra vez que no quería que me lo cortaran, ni que me lo recortaran, ni que me le diesen forma ni me lo tocasen con las tijeras. Guar­daron de mala gana sus tijeras y comenzaron a arre­glármelo. Después de tres horas de champú, de rulos, de derretirme las orejas debajo del secador, salí de la peluquería. Tenía el pelo tan alto sobre mi cabeza que sentía como si llevase sobre ella una calabaza. Además de mi nuevo peinado mi rostro tenía un aspecto diferente porque me habían estado maqui­llando, poniéndome maquillaje en la cara, sombra de ojos, rimel, lápiz de ojos y pintura de labios. Yo estaba convencida de que en esos momentos mi aspecto era como el de las demás mujeres y sabía que Don iba a estar encantado conmigo con la "nue­va yo".

 Pero no se quedó encantado. Entró en la casa, me miró y me preguntó: —¿Han tardado mucho en ha­certe eso?

 —Todo el día. ¿Te gusta mi aspecto?

 No tuvo que pensarse la respuesta dos veces: —No, me gustabas más como eras.

 —Quería estar guapa y tener el mismo aspecto que las demás para que no te avergonzaras de mí.

 Yo no me avergüenzo nunca de ti y uno de los motivos por el que me casé contigo es porque no eras como las demás. Eras diferente y me gustabas por serlo. No intentes ser lo que no eres, sé tú misma.

 Me sentía como una idiota. Había dedicado un mon­tón de tiempo y me había gastado mucho dinero y a la postre parecía una tonta. Comenzaron a rodarme las lágrimas por las mejillas, dejando sobre ellas las marcas negras del rimel.

 Don me tocó el pelo, que estaba tieso por causa de la laca.

 —¿Por qué no vas a ver si encuentras por ahí debajo a mi mujer y si la encuentras dile que la voy a llevar a cenar?

 Me fui a la ducha y me di un baño. Media hora         126    MI CORAZÓN INQUIETO
más tarde volví a la sala de estar,
con mi vestido largo, sin maquillaje y con el pelo trenzado.
Don
le dio un tironcito a una de mis trenzas y me dijo: ¡Esta es mi esposa!
Yo extendí mi mano y le toqué la cara. Su barba había desaparecido, se la había afeitado.
—Vamos a cenar —me dijo y sonrió.
A fin de celebrar mi antiguo yo, Don me llevó a un restaurante donde servían pescado.
Cuando le eché un vistazo al menú se me revolvió el estómago. No creía poder comer ninguna cosa que no caminase sobre la tierra o fuese sobre cuatro patas o volase con un par de alas. Algo que se deslizase por el agua era algo que no me parecía apropiado para comerlo.
Don pidió filetes de salmón y esperó que yo pidiese. Pedí un sandwich de atún, que no sonaba tan mal como algunas de las otras cosas que ofrecían. Cuando llegó a la mesa, cogí la mitad en mis manos, le pedí a Dios que no me entrasen ganas de devolver y sentí que se me cerraba la garganta. Me metí rápidamente el sandwich en el bolsillo del abrigo y esperé la oportunidad para librarme de la otra mitad. Tan pronto como estuve segura de que Don no estaba mirando, me metí la otra mitad del sandwich de atún en el otro bolsillo.
—Ves, querida, el comer pescado no te hace daño, es solamente una idea.
De camino a casa llevábamos encendida la calefacción y el aire caliente esparció por todo el coche el olor del atún.
Don no hacía más que husmear el aire. —¡Juraría que se huele a pescado!
—Debe de ser tu imaginación —le dije— deseando que se diese prisa para que llegásemos a casa.
Cuando llegamos a casa me fui apresuradamente a la cocina y comencé a sacar el atún y a tirarlo a la basura, intentando limpiar los bolsillos antes de que entrase Don.
Pocos minutos después entró y me encontró sentada en el sofá, viendo la televisión.
—Lo siento —me dijo.
—¿Qué es lo que sientes? —le pregunté.
—Siento haberte obligado a comer pescado. No hay ningún motivo en el mundo por el que tengas que comerlo —me dijo.
lo olvidaremos —le contesté respirando aliviada.
—Llevaré tu abrigo a la tintorería mañana —se ofreció.
Yo me hundí aún más en el sofá y no aparté la vista de la televisión.
—Y hablando de comida, ¿crees que podríamos comer alguna vez una verdura que no fuese maíz?
—El maíz es lo mejor, los indios lo han venido comiendo desde el principio.
—A mí me gusta el maíz, pero lo hemos tenido en todas las comidas desde que nos casamos. Tal vez pudiésemos probar algo diferente alguna vez.
Yo accedí y durante el mes siguiente serví guisantes en todas las comidas y a continuación volvimos a comer maíz.
—Querida, estos pantalones me están demasiado largos. ¿Crees que los podrías acortar un par de centímetros? Tengo un poco de prisa porque me los quiero poner hoy —me dijo Don.
Tomé los pantalones y me fui rápidamente a la otra habitación. Sabía que me llevaría muchísimo tiempo acortarlos a mano, pero todavía no sabía utilizar bien la máquina de coser que me había comprado Don, así que decidí buscar el término medio. Doblé la vuelta de los pantalones y tomé la presilladora del escritorio de Don y rápidamente presilló el doblez.
Le entregué los pantalones de nuevo, los miró y se los puso sin decir una palabra y se fue.
Más tarde esa noche me desperté y me encontré con que Don no estaba en la cama. Me levanté y seguí la pista de la luz del cuarto de baño. Estaba sentado al borde de la bañera cosiendo los dobleces del pantalón. Yo me fui a la cama de puntillas y me juré a mí misma que nunca más volvería a utilizar la presilladora.

   CAPITULO CATORCE

Don me preguntó: —¿Qué tal era la Navidad para ti cuando eras niña?

 —No la celebrábamos porque no creíamos en Dios —le contesté.

 —Hay muchas personas que no creen en Dios, pero que celebran la Navidad —me dijo Don. —¿Quieres decir que no hacían absolutamente nada cuando lle­gaba la Navidad?

 —No, bueno, recuerdo que en una ocasión una amiga de uno de mis tíos me hizo un regalo. Era un frasco de crema para las manos. Yo nunca había tenido nada semejante y me parecía un regalo para personas mayores y por eso estaba orgullosa de él; tanto es así que decidí no utilizarla para que me durase para siempre.

 —¿Y te duró para siempre? —me preguntó.

 —No porque esa noche lo escondí debajo de mi cama y se heló. A la mañana siguiente, cuando me desperté y busqué mi maravilloso tesoro, no quedaba más que el cristal roto y la crema de manos que se había helado. Ni siquiera pude utilizar una sola gota —le dije suspirando. —¿Cómo fueron tus Navidades cuando tú eras niño?

 —Horribles. Mis padres eran demasiado agarrados como para comprarnos a mí o a mi hermana nin­gún regalo. Un año colgué un calcetín para que Santa Claus lo llenase. Lo que más deseaba en el mundo era una pelota de baseball y cuando vi algo grande y redondo en el dedo gordo del calcetín el día de Na­vidad por la mañana pensé que había conseguido mi pelota de baseball, pero era una naranja y hasta el día de hoy odio las naranjas.

 

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