jueves, 6 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Pags. 102-11

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO-  Pags. 102-11

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yo. No era más que un modo cortés de hacer referencia a los mestizos.

A medida que avanzábamos por la carretera, Pedernal fue aumentando la velocidad hasta que me di cuenta de que debía de ir a unos 130 kilómetros por hora. Reía y hablaba. Parecía estar más contento de lo que lo había visto por mucho tiempo. En seguida yo también comencé a notar que me iba sintiendo mejor. Bajé el vidrio de la cabina para que entrara el aire fresco de la primavera y me diera en la cara. Ya no me sentía cansada; el viento me estaba proporcionando nuevas fuerzas.

La luna estaba llena y del color de la plata navaja. Casi parecía de día.. Podíamos ver cada uno de los postes de las cercas al lado del camino, y cada árbol o animal que pasábamos.

Me sentía muy bien. Estaba contenta de que Pedernal me hubiese invitado a acompañarlo. Suspiré profunda­mente y me dejé caer contra el respaldo del asiento. Así había que vivir  libre y en la compañía de alguien igual que uno. No necesitaba ninguna religión nueva ni ninguna forma nueva de vida. Este era mi lugar, con mi propia gente rumbo a una sesión de canto.

Cuanto más velozmente conducía Pedernal, mayor era la cantidad de kilómetros que me distanciaban de mi departamento solitario y del reverendo McPherson y su iglesia. Si Pedernal mantenía suficientemente la velocidad, estaba segura de que podría dejar atrás todas las preocu­paciones, incluyendo al nuevo Dios de que me había hablado.

Pedernal no dejaba de hablar, pero yo sólo escuchaba parte de lo que me decía. Estaba atrapada por la luz de la luna y la velocidad de la camioneta y mis propios pensa­mientos. Mis pensamientos retrocedieron a ese paseo es­pecial que había hecho con Cascos Atronadores. Sentí una sensación de soledad y pérdida, al saber que alguna parte de mi vida se había acabado para siempre. Viento Sollozante          103

Pedernal redujo la velocidad y giró hacia un angosto camino de tierra. Me senté derecha y comencé a mirar.

- Ya sólo quedan unos cuantos kilómetros - me dijo, y se volvió silencioso porque tenía que concentrarse en el camino angosto y tortuoso. Dio en algunos baches, y las ruedas sacudieron al vehículo. Bajó la velocidad un poco más.

Tuve la sensación de que el entusiasmo de la tarde se estaba desvaneciendo. Procuré retenerlo. Miré a Pedernal y vi que ya no estaba sonriendo.

Comencé a desear que hubiésemos equivocado el ca­mino. Me hubiera gustado seguir viajando horas y horas. Me daba cuenta de que ya era demasiado tarde para volver a captar esa sensación de las primeras horas, de modo que dejé de intentarlo, y me dediqué a observar el camino, que se había convertido en una senda más que un camino.

Pedernal frenó de golpe. La sacudida me proyectó hacia adelante, pero alcancé a poner las manos en el tablero y agarrarme antes de que mi cabeza diera contra el parabri­sas.

- ¿Qué pasa? - No podía darme cuenta de la razón que lo había hecho frenar.

- Allá adelante, esas piedras - dijo, haciendo una curva pronunciada hacia la izquierda.

A la luz de los faros se veía una pila de tres piedras, una encima de la otra, al lado del camino. Nadie las hubiera notado. Y aunque las hubiera notado, no habría sabido que las rocas constituían una señal para abandonar el camino y atravesar el campo, si no conocía el lenguaje silencioso de las sendas indias.

Anduvimos casi un kilómetro a los tumbos por entre artemisas y rocas, cuando vimos más de una docena de camionetas y automóviles detenidos en un corral hecho de robles bajos y amarantos gigantes. Los primeros en llegar habían hecho un corral tosco y en forma de herradura, de un metro o más de altura y con cabida para unos quince vehículos. En otras épocas, hubiera servido para poner los caballos durante las celebraciones indígenas. Esta vez el objeto del corral era esconder la presencia de los vehículos de la vista de los extraños. No se aceptaba a nadie que no hubiese sido invitado.

Antes del amanecer, después de las ceremonias, todos se irían silenciosa y rápidamente, de a pocos, perdiéndose en la oscuridad. Se apagaría el fuego con todo cuidado y se enterrarían las cenizas. Se desarmaría el corral y se desparramarían los arbustos y los amarantos. Al llegar el amanecer no quedarían vestigios del hecho de que había habido gente allí esa noche. A diferencia del blanco, que dejaba latas vacías y colillas de cigarrillos, y envoltorios de caramelos, los indios no dejaban nada, a veces ni siquiera las marcas de los pies.

Pedemal paró el motor. Bajamos y cerramos las puertas sin hacer ruido. Luego él tomó la delantera, y yo lo seguí por entre las malezas y luego por una empinada colina, hasta que llegamos al borde del desfiladero.

Entre nosotros y el desfiladero había cuatro bailarines en fila al lado de la fogata. Más allá de los bailarines únicamente estaban las tinieblas, que se extendían desde el Desfiladero de los Muertos hasta el cielo sin estrellas. Viento Sollozante                105

Seguí el ejemplo de Pedernal y me senté a su lado en el círculo de pieles rojas que estaban sentados en el suelo. La mayoría de los presentes estaban envueltos en frazadas. Miré en busca de algún rostro conocido, pero todos eran desconocidos para mí. Pude comprobar por el tipo de ornamentos y los diseños de las mantas, que estaban representadas tres tribus diferentes. Estaba tan absorta mirando a los demás, que me sobresaltó el agudo grito de angustia con el que los bailarines perforaron el silencio. Inmediatamente dirigí mi atención a los cuatro bailarines que se movían alrededor del fuego. Cada paso estaba calculado exactamente, tal como lo habían sido siempre desde hace mil años en este mismo lugar, cuando venían nuestros antepasados. Sus gritos agudos imitaban al dios coyote tan perfectamente, que a la distancia se oía cómo respondían los coyotes reales.

Repentinamente comencé a temblar de frío y sentí co­mezón en la parte posterior del cuello. Me acerqué todo lo que pude a mi tío. Me alargó su chaqueta. Me la puse sobre los hombros lo más apretado posible.

Los bailarines se movían más rápido. Me parecía que mi propio corazón mantenía el ritmo del tambor. Siempre me habían emocionado los tambores indios, pero esa noche me parecían amenazadores y malos como si me estuvieran robando algo. La mayoría de los otros había comenzado a participar del canto. Con el cuerpo se balanceaban al ritmo del tambor. Era como si estuviéramos por entrar en trance.

¡Luego lo vi al lado de los bailarines! Un humo blanco y tenue, casi transparente. Era pequeño al comienzo, pero fue creciendo paulatinamente hasta que se hizo del ta­maño de un hombre. Giraba como un remolino de arena. No tenía ni forma ni sustancia. Yo estaba atemorizada, pero no podía sacarle los ojos de encima. Tenía la impre­sión de que se trataba de algo malo y peligroso, Quería hablar o moverme, pero me sentía impotente. A medida que el baile fue decreciendo, el remolino blanco también fue haciéndose cada vez más pequeño hasta que desapa­reció. Cuando se fue, me dirigía Pedernal.

— ¿Qué era eso? — le pregunté

— ¿Cómo? —Se inclinó para escucharme mejor, pero sus ojos seguían mirando el fuego.

No lo había visto, porque de otro modo no hubiera tenido que preguntarme qué era lo que le estaba pregun­tando yo.

—No importa. No es nada —le dije y volvía mirar las llamas del fuego. Sería que lo había imaginado. No debe haber habido nada en realidad, o Pedernal lo hubiera visto también. ¿Pero por qué me sentía tan extraña por dentro? Por suerte tenía puesta la chaqueta de Pedernal y él no podía darse cuenta de que yo estaba sacudiéndome. Tenía ganas de que cesaran los bailes. Quería volver a casa. Había algo allí que no estaba bien — allí en el Desfiladero de los Muertos.

Me quedé sentada en silencio presenciando dos horas más de bailes. Quería retirarme, pero tenía miedo de quejarme, porque Pedernal probablemente no me vol­vería a invitara salir con él a ninguna parte. Traté de pensar en otras cosas, porque no quería volver a ver esa cosa blanca que remolineaba. Yo procuraba convencerme de que sólo se trataba de que estaba cansada, o que tal vez aquello hubiese sido una sombra; pero no lograba con­vencerme de que en realidad no había visto nada, de modo que evitaba mirara los bailarines o al fuego, o el borde del desfiladero, y mantenía la vista fija en los dedos de los mocasines y en el suelo.

Innumerables veces descubrí que en mis pensamientos estaba el reverendo McPherson y lo que se experimentaba al estar dentro de una iglesia. En la iglesia no había cosas blancas y remolineantes. Cuando lo viera otra vez, le preguntaría sobre esto; el sabría decirme de qué se trataba. Luego recordé que le había dicho que no volvería. Había

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sido un grave error haberle hablado y haber acudido a su iglesia. Tal vez esa noche en el desfiladero era una adver­tencia de que no debía volver a apartarme de la Antigua Senda. Sí, debía ser eso. Este era mi lugar. Este era mi pueblo; estos eran mis dioses, los que se mencionaban en los cantos. Pero me daba cuenta de que yo no formaba parte de lo que me rodeaba allí.

Pedernal estaba inmóvil, completamente absorbido por los movimientos de los bailarines y por los cantos. Por cierto que él estaba donde debía estar. El formaba parte de todo eso, pero no parecía sentirse feliz. Eché una mirada al círculo de personas. Ninguno sonreía; todos esos rostros oscuros parecían labrados en piedra. Supongo que será que un indio no tiene motivo para sonreír.

El último baile llegó a su fin. No hubo nada que indicara que habíamos llegado al final de la velada. Los bailarines salieron caminando y se perdieron en la oscuridad; el tambor dejó de tocar, la gente se puso de pie y en silencio desaparecieron en las sombras.

Yo también me levanté y me sacudí el polvo.

— Vamos, Pedemal — le dije y lo tiré del brazo — Se acabó. Vámonos de aquí.

Se puso de pie y se estiró. — No, creo que me voy a quedar por aquí — dijo y señaló unos árboles con la ca­beza.

Me di vuelta para ver de qué estaba hablando. El cora­zón se me fue a los pies. Oculto entre los árboles había un tipi, o sea, una tienda indígena. Esa tienda sólo podía significar una cosa. Iba a haber una ceremonia peyote esa noche.

No la había visto al llegar. Deben haberla armado rápi­damente durante los bailes. Pedernal probablemente no había sabido que iba a haber una ceremonia peyote, o no me hubiera pedido que viniera con el. Ahora que sabía que iba a haber una, quería quedarse.

Por favor, Pedemal —le rogué agarrándome de su brazo con más fuerza.

Me voy a quedar para la ceremonia peyote dijo con una voz que eliminaba toda posibilidad de discutir la cuestión. Se libró de mis manos. Nos quedamos frente a frente inmoviles y sin  hablar.

Bajé la vista al suelo y hundí los talones en esa tierra blanda.

Metió la mano en el bolsillo de su Levis y sacó las llaves de la camioneta

– Mira. Toma las llaves y ve a esperarme en la camio­neta. No voy a tardar mucho.

– Tomé las llaves y emprendí el regreso a la camioneta. Me ardía la garganta y tenía los ojos doloridos. Me di vuelta con la esperanza de que se hubiera arrepentido y que lo vería siguiéndome, pero ya estaba cerca de la entrada al tipi.

                Llegué a la camioneta y me metí adentro. Se lo tendría bien merecido si me iba y lo dejaba a pie.

Conecté la llave y me senté en el asiento del conductor. Me quedé sentada queriendo irme pero sin poder resol­verme a partir y dejarlo. El sabía, cuando me entregó las llaves, que yo me quedaría sentada esperándolo hasta que volviera.

Metí la cabeza entre las manos y lloré. Lloré de rabia contra Pedernal y el mundo entero. Lloré porque lo que iba a ser una noche especial, había terminado por amar­garme y me sentía sola de nuevo. Fuera donde fuese o hiciera lo que hiciese, siempre terminaba quedándome sola.

Me acosté en el asiento de la camioneta y lloré hasta que oí que el tambor comenzaba a redoblar en la tienda. Me senté y me sequé las lágrimas con la manga y me dediqué a mirar. Salía humo por encima – lo cual indicaba que había comenzado la ceremonia. Aun cuando nunca me habían permitido concurrir a una ceremonia peyote, sabía perfectamente lo que se desarrollaba adentro, igual que si

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hubiera estado sentada adentro al lado de Pedernal.

El peyote es un cactus que crece en el sudoeste. Se dice que cuando se lo come, agudiza los sentidos. Amortigua la conciencia y transporta a la persona a un mundo parcial­mente irreal, donde puede ver visiones y hablar con los espíritus. Para el indio, el peyote representa a la madre tierra. Según la leyenda, hace mucho tiempo una mujer estaba sola y moribunda. Oyó una voz que le decía que debía comer una planta que crecía en las cercanías. Cuando la hubo comido, recobró las fuerzas necesarias para regresar a su tribu. Ella les enseñó cómo debían celebrar las ceremonias peyote.

La mayoría de los indios se refería a esta ceremonia en forma indirecta, a fin de que los que no eran indios no supieran de qué estaban hablando.

Vi cuando cerraron la entrada al tipi. Todo tenía que ser exacto para la ceremonia. La entrada daba hacia el este. Cuatro hombres dirigían la ceremonia: El caminero era el líder, luego venía el jefe tamborero, el jefe del cedro, y el jefe del fuego. Para comenzar, el caminero se para en el centro del tipi, vuelto hacia el oeste, y se acuesta en el suelo. Esto lo hace para despojarse de su orgullo y humi­llarse en el seno de la madre tierra. Estira los brazos hacia afuera en toda su extensión y se vale de las puntas de los dedos para dibujar un semicírculo en la tierra para formar una media luna. Luego traza una raya en la parte superior de la luna, llamada camino peyote, o camino de la vida. El caminero se sienta frente a la entrada y el jefe tamborero se sienta a su derecha.

El tambor es un tambor especial para los ritos peyotes. Se lo hace llenando de agua hasta la mitad un tambor metálico y estirando una piel de ciervo mojada sobre la abertura. A la izquierda del caminero se sienta el jefe del cedro. Su función consiste en espolvorear cedro sobre el fuego sagrado durante la ceremonia, que dura toda la noche. El jefe del fuego se sienta en la entrada del tipi y

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cuida el fuego, a la vez que impide la entrada de extraños.

El fuego sagrado se hace colocando pedazos de leña en forma de V, con la parte superior de la V hacia el este y la parte inferior hacia el oeste. El resto de la leña también se coloca en forma especial. Habría salvia por todo el tipi. Pedemal y los demás indios estarían sentados sobre pilas de salvia.

Una vez que están todos sentados, el jefe del fuego espolvorea cedro sobre el fuego, y se le entrega una pluma de águila que le da autoridad sobre todos los que entran y salen del tipi.

Todos se quitan la ropa, excepto los cuatro hombres que están a cargo. Se frotan con salvia los brazos, el pecho y el cuerpo para purificarse. La salvia ha sido siempre una planta medicinal. También tiene poderes espirituales que sirven para ahuyentar los espíritus malos.

Cuando se traen los botones de peyote y se los va pasando, todos los hombres toman cuatro cada uno. Luego el caminero saca al "padre peyote" de su caja ritual hecha de cuentas, lo sostiene sobre el humo del fuego sagrado, y luego lo ubica frente al lugar donde está el. El botón de peyote que se destina al padre es grande y de forma perfecta. A veces se hace un altar de piel de ante o de una tela con cuentas y se coloca este botón de peyote sobre el.

Alrededor del padre peyote se colocan otros objetos ceremoniales: un silbato hecho con hueso de águila, una rama de salvia, un sonajero hecho con una calabaza que tiene un mango especial de cuentas (los trabajos con cuentas destinados a la ceremonia peyote son diferentes de los demás), una flecha, y las plumas peyote personales del caminero. Usa plumas de águila si las puede conseguir. Si no puede, usa plumas de pavo recortadas.

Luego el caminero levanta la rama de salvia y una pluma de águila en su mano izquierda, y el sonajero de calabaza en la mano derecha, y comienza a entonar un canto peyote. El jefe tamborero empieza a tocar el tambor. Cada uno de los cantos se entona cuatro veces. El cuatro es un número sagrado para los indios; representa los cuatro puntos cardinales y las cuatro estaciones. Luego el caminero pasa la calabaza, las plumas y la salvia por el círculo, y algunos de los hombres cantan por turno. Si no quieren cantar, se lo pasan al que sigue.

No sé si Pedemal cantaba alguna vez. Yo tenía mis dudas. Creo que no quería participar en nada, en la misma forma en que quería escapar de todo.

A medianoche se agregaba más cedro al fuego, el canto de agua de la medianoche se canta cuatro veces, y se trae un cubo de agua al tipi. Luego Pedemal y los demás comen los botones de peyote y toman el agua. Siguen así hasta el amanecer.

Yo podía adivinar casi exactamente lo que estaría ha

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