sábado, 15 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- 174-185

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- 174-185

látigo me atravesó la espalda. Sentí como si un intenso frío me atravesara el cuerpo, como si me estuvieran frotando la piel con hielo. Sentí el látigo dos veces más, pero des­pués ya no me hacía efecto. La brutalidad de los golpes me había insensibilizado el cuerpo. Tenía la sensación de estar fuera de mi propio cuerpo, y que Pedernal le estaba pe­gando a alguna otra persona. No sé cuántas veces más me pegó. Por fin se detuvo.

Esperé otro golpe. Cuando no se produjo, me volví y lo miré.

Pedernal estaba parado con los brazos colgados como muertos. Parecía como si el látigo estuviera por caérsele de la mano semiabierta. Movió la cabeza varias veces y dio unos pasos hacia atrás.

— No vuelvas más a ese lugar — dijo con voz ronca, pero su amenaza ya no tenía vigor alguno. Parado allí parecía una cáscara vacía. Este hombre no era el tío que yo había conocido. Este hombre parecía flaco y cansado. Tenía los ojos de un animal perseguido que estaba demasiado can­sado para seguir corriendo y se limitaba a esperar la muerte.

A mí no me había salido ningún sonido. Tenía la gar­ganta demasiado seca para hablar.

Pedernal se dio vuelta y se fue. En pocos segundos más que el motor se ponía en marcha y que el vehículo se alejaba.

Llegué caminando hasta la iglesia y subí la escalinata. La insensibilidad había desaparecido y sentía como si tuviese fuego en la espalda. Cada movimiento que hacía me producía nuevas llamaradas de dolor en los hombros. Me llevó todas las energías que me quedaban abrir la pesada puerta y deslizarme hacia el interior. Las luces parecían demasiado brillantes y el piso parecía estar moviéndose. El reverendo McPherson venía en dirección a mí. Las piernas se me hicieron agua y me hundí en el suelo. Sentí la frescura del piso en la mejilla. Cerré los ojos y dejé que

oscuridad que giraba en tomo a mí me envolviera.

— Creo que se está despertando. — Una voz muy lejana habló suavemente.

Traté de abrir los ojos.

Una mano fresca me tocó la frente.

— ¿Cómo te sientes? — preguntó la voz.

Por fin logré abrir los ojos lo suficiente como para ver que Audrey estaba inclinada hacia mí.

Estaba acostada, boca abajo, sobre una cama blanda. Comencé a moverme. El fuego empezó a quemarme la espalda, así que, me. quedé quieta.

Tienes la espalda bastante mal herida. Le puse un medicamento y unas vendas. Convendría que vieras a un médico — dijo. Sentí que con sus dedos suaves estaba frotando algo refrescante en mi espalda.

—No. — Tenía la voz débil —. Ningún médico.

—¿Qué pasó? Nosotros podemos ayudar. Sea lo que fuere, nosotros podemos ayudar. — Terminó de secarme la espalda y se llevó los pedazos de algodón ensangrentados y los arrojó al cesto de los desechos —. Si estás en condi­ciones, mi esposo te quiere hablar.

Sí, estoy bien — dije. Me ayudó a sentarme en la cama. Fue al ropero y sacó una blusa y me ayudó a ponérmela.

— Esta es muy grande para ti, pero la tuya está ... está destrozada — dijo, y se le cortó la voz. Después de ayu­daRMe a ponerme la blusa, levantó mi blusa rota y ensangrentada y la dejó en el mismo cesto cuando salió del cuarto.

Me quedé sentada en el borde de la cama y me tomé del respaldo para no temblar.

Alguien llamó a la puerta y oí al reverendo McPherson decir:

¿Puedo pasar?

Sí.

Mi esposa te está preparando una taza de té. Te lo va a traer en unos minutos. ¿Cómo te sientes?

Empecé a encoger los hombros pero un dolor me atra­vesó la espalda y la cara que hice indicaba exactamente lo que sentía.

¿Puedes decirme lo que ocurrió?

-    Mi tío. . . — Respiré hondo — Mi tío y yo tuvimos una pelea ... y ganó él. — Hubiera querido sonreír pero no podía.

— No entiendo — dijo.

Mi tío me ha estado advirtiendo que no debo venir aquí. Esta noche él estaba esperando cerca de la iglesia. Trató de hacer que me volviera con él. Yo no quise, así que me pegó.

— ¿Me quieres decir que tu propio tío te pegó por venir aquí?

Asentí con la cabeza.

— ¡No lo creo! ¡Mientras yo estaba sentado dentro de la iglesia orando por el servicio de la noche, a ti te estaban pegando a menos de treinta metros de mi casa! Estas cosas sencillamente no pueden pasar. Aquí en los Estados Uni­dos no pueden pasar. ¡Por lo menos no en la actualidad! ¡No te puede hacer eso! ¡Llamaremos a la policía y lo haremos arrestar!

No puedo hacer eso — le dije.

— ¡Claro que puedes! ¡Nadie puede tratarte así y salirse con las suyas!

Es mi tío; no puedo hacerlo arrestar. Si lo hiciera ... pues, se trata simplemente de una contienda familiar. Cosas así pasan todo el tiempo allá en la reserva ...

— No estás en la reserva ahora — me discutió —. Mereces protección. Tienes derecho a concurrir a la iglesia. — Dio la impresión de querer decir más, pero estaba demasiado enfadado para encontrar las palabras necesarias.

— No tiene importancia. En realidad no me dolió tanto — dije débilmente, sabiendo que me había dolido más que ninguna otra cosa. Tal vez no fue tanto el dolor producido por el látigo sino el saber que era Pedemal el que lo había usado.

Respiró hondo: — Nunca he estado tan furioso.

En ese momento entró Audrey con una taza de té. Ambos se quedaron sentados en silencio mientras yo to­maba el té. Cuando terminé, le entregué la taza.

— Debo irme ya — dije.

— No — dijeron ambos a la vez. Luego Audrey agregó: —No podemos dejarte ir en estas condiciones. Estás lasti­mada, y no conviene que estés sola. Te quedarás aquí con nosotros hasta que estés mejor. Además, no creo que convenga que vuelvas a tu departamento esta noche. ¿Qué pasaría si apareciera tu tío?

— No se preocupen por mí — dije.

— Tenemos que preocupamos por ti porque te quere­mos — dijo Audrey.

Su respuesta me quitó la respiración. Era la primera vez en mi vida que alguien me decía esas palabras. "Te queremos" había dicho.

Fue a su cómoda y sacó un camisón.

– Te quedarás con nosotros – dijo con firmeza –. Por la mañana puedo ir a tu departamento y te traeré lo que necesites. Puedes quedarte todo lo que quieras, y no permitiremos que te pase nada.

No discutí. Era posible que Pedernal estuviera espe­rándome en casa, y en realidad quería quedarme donde estaba y me sentía segura. Segura – qué palabra tan linda.

El reverendo McPherson se fue. Audrey me ayudó a prepararme para meterme en cama y me arropó con una manta suave y abrigada.

– Buenas noches, querida – dijo. Se inclinó y me besó la frente.

Algo dentro de mí se deshizo, comencé a llorar profu­samente y le eché los brazos al cuello.

Se sentó en la cama y me tuvo con ternura mientras yo me aferraba a ella con ambas manos. Yo estaba acostum­brada al trato rudo. Esa noche, por primera vez en mi vida, dos personas me habían dicho: "Te queremos". Alguien me había ayudado a meterme en cama y me había abri­gado con ternura, como si fuera una niña pequeña, y me había dado un beso al decir buenas noches. Alguien se había preocupado por mí y se había enfadado porque otro me había tratado mal. Dos personas me habían recogido en su casa y con cuidado habían limpiado la sangre que me cubría la espalda y me habían vendado las heridas. Ahora querían que me quedase con ellos a fin de que pudieran protegerme. ¡Era cierto, me querían! ¡Por fin, alguien realmente me amaba! Mientras yo sollozaba y me colgaba de ella, me alisó el cabello y me acunó como si fuese una niñita, y me habló palabras reconfortantes.

– Ya se va a arreglar todo – me dijo –. Va a salir bien todo. Nosotros te queremos y Dios te quiere también. No estás sola. Estás segura.

Hubiera querido que me lo repitiera mil veces – que estaba segura, que no estaba sola

Por fin me dormí en sus brazos. Cuando desperté por unos segundos en el curso de la noche, vi que estaba acostada de lado, con una almohada cerca para que no me diese vuelta y no me lastimara la espalda.

– Oh, Nube, cómo quisiera que estuvieras aquí. Tú no hubieras permitido que Pedernal me pegara – dije en voz baja y me dormí.

Los días que siguieron fueron los más felices que había pasado en mi vida. Por primera vez alguien me estaba dispensando todo el cariño que me había faltado en la niñez. Audrey se estaba convirtiendo rápidamente en la madre que nunca había tenido, y el reverendo McPherson comenzaba a ocupar el lugar del padre que nunca había conocido. En esta casa había paz y amor, y yo estaba siendo aceptada como miembro de la familia.

Una noche después de la cena estábamos sentados en la sala mirando televisión, cuando empezó una vieja pelí­cula del oeste. Una de las primeras escenas mosteaba a la caballería matando indios.

– ¿Por qué es que cuando se mata a los indios se le llama una batalla, pero cuando los indios matan a un blanco se llama una masacre? – dije con disgusto.

– Todavía estás peleando una guerra que terminó hace cien años – dijo el reverendo McPherson –. Deja de pe­lear, Viento Sollozante. La guerra ha terminado. La guerra verdadera que estás peleando no está en el campo de batalla; está en tu corazón.

Me hubiera gustado quedarme con los McPherson para siempre, pero sabía que en algún momento tendría que volver a casa. Decidí no dilatar la cuestión. Ya hacía una semana que estaba con ellos.

Después de volver a casa, me mantuve atenta ante la posibilidad de que apareciera Pedernal. Lo imaginaba escondido detrás de cada arbusto y espiándome en cada esquina. Cuando pasaron dos semanas, me sentí menos tensa. A lo mejor Pedernal ya ni estaba en la ciudad. Tal vez se había ido a Méjico donde todavía había muchos kickapus.

Cuando volvía de la iglesia una noche, me estaba es­perando.

– Has vuelto a la iglesia, ¿no es cierto? – dijo aproxi­mándose lentamente a mí.

– Sí – le dije, sintiéndome excepcionalmente valiente.

 – Si no dejas de concurrir . . .–dijo, poniendo voz amenazadora – te vamos a cantar la canción de muerte. Me quedé sin respiración.

– No puedo creerlo – le dije, pero sabía que era algo demasiado serio para que me lo dijera si no fuera cierto. Era lo peor que me podía hacer la familia. La familia se reuniría, y cantarían la canción de la muerte. Nadie vol­vería a hablarme. Para ellos realmente estaría muerta. Todos los vínculos quedarían rotos para siempre.

–¿Muerta? – dije en voz baja. Casi me sentía muerta con sólo decirlo.

–Tienes hasta el sábado para meditar las cosas y para comprender quién eres, para tomar una decisión. – Por un instante volvió a ser mi tío de nuevo, y me habló con voz suave: – Vuélvete, este asunto en el que estás mezclada no vale más que la pérdida de la familia. Lo único que tienes somos nosotros.

Me dolía el corazón, y me sentía muy cansada. No quería pensar en esas cosas. No quería tener que tomar una decisión. ¿Por qué no podía seguir como estaba? ¿Por qué no podía ir a las ceremonias indias cuando quisiera y seguir concurriendo a los cultos de la iglesia al mismo tiempo? No tendrían que exigirme que hiciera una elec­ción entre las dos cosas. Después de todo, yo era medio india y medio blanca. Tenía un pie en los dos mundos. ¿Acaso eso no me daba el derecho a compartir los dos sistemas?

No podía aceptar que mi familia me diera las espaldas

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para siempre, borrándome de su vida como el viento borra las huellas, hasta desaparecer como si nunca hubiese existido. No, este hombre Jesús no valía tanto como eso, no podía esperar que alguien estuviese dispuesto a abandonar la familia por él. Recordaba que el reverendo McPherson había dicho algo de que el que quería seguir a Jesús tenía que amarlo más que a su propio padre, o madre, o esposa, o hijos, o cualquier otra persona

 no, Jesús pedía demasiado. En ese caso no lo seguiría.

No volví a ver a Pedernal. No tenía forma de saber si había cumplido su amenaza o no. Por primera vez, me alegraba de que Nube no estuviera. Si Pedernal realmente llevó a cabo la amenaza, no quería creer que Nube hubiera hecho lo mismo. No quería aceptar la idea de que Nube pudiera cantarme la canción de la muerte.

Capítulo Trece

RESOLVI que lo que tenia que hacer era hablar con el viento. Era esa búsqueda infructuosa que me había enco­mendado el viento la que había sido la causa de todos los problemas. Estaba enojado conmigo y por ello me había retirado sus favores y me iba a hacer desdichada la vida, hasta que lograra congraciarme con él otra vez.

Decidí que tan pronto como oscureciera esa noche, saldría a buscar al viento.

Esperé ansiosamente a que se pusiera el sol. Comencé a caminar hacia un cerro rocoso en las afueras del pueblo. Me pareció que me llevaba mucho tiempo. Tenía ganas de abandonar, pero sabía que si el viento estaba enojado conmigo, con toda seguridad que me castigaría hasta que me volviera a poner en línea.

Por fin llegué a la colina y emprendí el ascenso. No era una montaña alta como la que había cerca de la reserva, y no tenía el círculo sagrado formado con rocas en la cum­bre. No tenía muchas esperanzas de que el viento escu­chase mi oración, pero cumplí todo el rito e invoqué su nombre. Luego esperé y esperé a que se produjera alguna señal indicadora de que me había oído y que me contestaría; pero no había viento, ni siquiera una leve brisa. Ni una sola hoja se movía, todo estaba quieto. ¿Estaría tan enojado el viento que se negaba a hablarme, o sería que se había quedado en la reserva? ¿Andaría por los cerros y valles, hablándoles a los otros indios? Solía pensar que el viento podía estar en todas partes, pero aquí no estaba, por lo menos no esa noche, y no cuando yo lo necesitaba. Recordé lo que había dicho el reverendo McPherson sobre Dios, que estaba en todas partes todo el tiempo. Sería lindo tener un Dios como ése.

Pasado un rato comprendí que el viento no iba a hablar esa noche, por lo que abandoné y comencé la larga ca­minata de regreso a casa.

Estaba más cansada de lo que recordaba haber estado jamás en toda mi vida, pero sabía, incluso antes de acos­tarme, que esa noche no descansaría. Nunca había des­canso para mí. Kickapu – el que se mueve de aquí para allá – que está parado aquí y allá – moviéndose, bus­cando. Esa era la vida del pueblo kickapu. Pasé por frente a mi casa y seguí caminando hacia la iglesia. Cuando iba llegando apreté el paso. Ya me sentía menos cansada. El corazón me latía velozmente, y tenía la sensación de ur­gencia. ¡Algo importante estaba a punto de ocurrir, y no podía llegar tarde! Ya estaba casi corriendo, a pesar de que una hora antes iba arrastrando los pies.

Subí los escalones corriendo y entré por la puerta sin detenerme. El reverendo McPherson estaba parado en el fondo de la iglesia escuchando al coro que estaba ensa­yando. Se volvió y me vio acercarme apresuradamente.

   ¡Viento Sollozante! – Me pareció que se dio cuenta de que no se trataba de una visita ordinaria.

– Fui a hablarle al viento. . . pero no estaba allí. No me contestó. Quiero un dios que esté siempre allí; que siem­pre conteste. Toda vez que trato de hablar con los dioses antiguos, ese nuevo Dios de ustedes se interpone cons­tantemente. ¡Su Dios se me presenta en forma constante en mi mente, y yo ni siquiera sé quién es!

-    Yo creo que tú sabes quién es Dios. Creo que siempre lo has en tu corazón. Por eso es que siempre has estado intranquila en tu corazón . es por eso que tenías tantas dudas v

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tantos interrogantes. Dios te seguía llamando, pero tú no querías contestarle.

– ¡Por qué no me puede dejar tranquila! – dije tratando de rebelarme por última vez.

– ¡Porque Dios te ama demasiado como para dejar de buscarte! Se preocupa por ti. Te ama, y no va a desistir simplemente porque tú seas tan terca. No hay ningún lugar a donde puedas ir para escapar al amor de Dios. Te ha llamado por tu nombre, Viento Sollozante. Quiere que lo sigas. Quiere que aceptes su amor.

Me quedé parada en el umbral, titubeando. Entonces oí que el coro entonaba las palabras de un himno, y su mensaje me tocó el corazón:

Oh, amor que no me dejarás,

A ti encomiendo mi cansada alma.

Fue como el suave aleteo de una mariposa en mi cora­zón. Un ligero movimiento, tan suave que casi pasa de­sapercibido, pero alcancé a sentirlo. Estaba segura de haberlo sentido.

¡Dios me amaba! Aunque yo fuese buena o mala. No tenía necesidad de ser alguien especial o importante; me amaba tal cual era en ese preciso instante.

Oh, amor que no me dejarás,

A ti encomiendo mi cansada alma.

¡Sí! ¡Esa era yo! Mi alma estaba cansada de buscar, anhelaba el descanso. Sí, Dios me amaba demasiado como para abandonarme. Me había protegido cuando niña. Me había salvado cuando yo me había querido quitar la vida, me había guiado a esta iglesia y a los McPherson. Había permitido que se incendiase la casa de mi abuela para que me viera obligada a vivir en la ciudad donde habría de aprender a conocerlo. Comprendía tan‑

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