lunes, 3 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Pags. 73-81

VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Pags. 73-81

– Lamento que sea tan pequeño, pero para una per-Viento Sollozante  73

sopa tiene que andar bien –. El gerente pidió disculpas por el tamaño, sin saber que era el mejor lugar que había visto en mi vida.

– Está totalmente amueblado – agregó Con ropa de cama, manteles, platos, todo. Son cincuenta dólares por mes o veinte dólares por semana.

– La tomaremos – dijo Nube.

   ¿Cuándo quieren ocuparla? – preguntó el gerente.

   Ya la he ocupado – contestó Nube. Le pagó al gerente por dos semanas y me dio a mí veinte dólares para lo demás. Me dejó allí y salió en busca de mi valija.

El gerente me dio la llave y nos dejó en el momento en que Nube apareció por la puerta con mi valija. La puso en el piso a mi lado y miró alrededor.

– Estarás bien – me dijo –. Pedemal vendrá más tarde. Si necesitas algo, se lo pides a él. Ah, una cosa más. Tal vez convendría decirle a la gente que tienes dieciocho años en lugar de catorce.

   Ya tengo quince – le dije — Tuve un cumpleaños hace poco.

– Ah – dijo, poniéndose incómodo –. Supongo que me olvidé.

– Todos se olvidaron – contesté.

Nube estaba apurado por irse. Yo quería retenerlo conmigo un poco más, pero no se me ocurría cómo lo­grarlo.

– Ya estás instalada – dijo — Supongo que es mejor que me vaya. – Salió afuera y yo lo seguí.

 Nube. . . – Quería implorarle que se quedara, pero sabía que él no lo haría, así que me limité a decir: – Cuí­date. – Eso no era lo que quería decirle, pero no podía encontrar las palabras adecuadas para decirle lo que sen­tía. Quería alargar la mano y tocarlo, tenerlo junto a mí por unos momentos; pero eso sería señal de debilidad, y a él no le gustaría. Así que crucé los brazos para no sentirme tentada a tocarlo.

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Adiós, Sollozo – dijo, y subió a su vieja camioneta. Sonrió levemente y se alejó. Yo sabía que no volvería a verlo.

Me quedé mirando hasta que la camioneta desapareció de la vista. Cuando se hubo ido, me volví a mi cabaña y cerré la puerta con llave. Abrí la valija y puse la ropa en un cajón, y colgué el vestido en el ropero. En menos de tres minutos había desempaquetado todo y estaba instalada. Me dediqué a caminar por los cuartos, examinando cada uno de los detalles, encendiendo el fuego y apagándolo, abriendo y cerrando la heladera interminables veces.

Era un lugar muy bueno, mucho mejor de lo que había tenido hasta entonces. Sabía que estaría aqu ípor lo menos dos semanas; el alquiler estaba cubierto por dicho pe­ríodo. Tenía veinte dólares, pero no sabía cuánta comida podría comprar con esa cantidad. Nunca había tenido que comprar alimentos en ninguna parte, salvo en el almacén general. Y eso lo había hecho pocas veces, de manera que no estaba segura cuánto costarían las cosas; pero no podía ser mucho.

Pasé el resto de la tarde yendo y viniendo y mirando por la ventana, con la esperanza de que apareciera Pedemal.

A mitad de la tarde oí el ruido de gomas que frenaban frente a la entrada. Me puse en pie de un salto y me acerqué apresuradamente a la ventana para ver quién era.

¡Era Pedemal! Abrí la puerta de un tirón y salía recibirlo.

Se bajó de su camioneta pickup, entró caminando hasta la cabaña, y metió la cabeza por la puerta,

– ¿Está todo bien? – preguntó.

–Sí. Nube se fue – le dije. Esperaba que pudiera de­cirle algo sobre dónde iba Nube.

– Ya me parecía que no se iba a quedar por aquí: – Se apoyó en la puerta –. Supongo que necesitarás un poco de comida. Ven a la camioneta, y te llevaré a un almacén.

Levanté mis veinte dólares y la llave y subí al camión al lado de PedernaL

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Había un almacén a pocas cuadras de distancia. Parecía enorme. Era diez veces más grande que el almacén gene­ral y estaba lleno de luces brillantes y filas y filas de estantes con comestibles.

Pedemal tomó un carrito de alambre y comenzó a em­pujarlo por los pasillos. Al principio yo estaba tan abru­mada ante la vista de tanta comida que pasé dos filas enteras sin poner nada en el canasto. Tuvimos que volver y empezar de nuevo. Luego comencé a levantar todo lo que me parecía bueno y a ponerlo en el canasto.

—Alto, alto. No tienes suficiente dinero para todo eso —me dijo Pedemal. Volvió a poner buena parte de las cosas de nuevo en los estantes —. Toma únicamente lo que ahora necesitas. Una vez que hayas conseguido trabajo, entonces podrás comprar todo lo que quieras. — Puso una lata de grasa y una bolsita de harina en el carrito —. Puedes vivir económicamente con pan y huevos fritos.

Me di cuenta de que iba a terminar comiendo aquí lo que comía siempre en la reserva. Las cosas no iban a mejorar, después de todo. Dejé que Pedemal me eligiera las cosas, pero yo todavía tenía los ojos puestos en las latas llamativas y en los paquetes de cosas maravillosas como duraznos y chocolate, y la carne de vaca. Lo que llevaba en el carrito costaba diecisiete dólares. Pedemal tomó el billete de veinte dólares y me dio el vuelto. Yo no podía creer que las cosas costaran tanto. Con razón no me había permitido comprar todo lo que quería. Probablemente me hubiera costado cien dólares.

Me llevó de vuelta a la cabaña y se sentó en una silla mientras esperó a que yo guardara los comestibles. Estaba leyendo un diario y hacía marcas con un lápiz. Una vez que hube guardado los comestibles, me hizo señas de que me sentara a su lado.

—He marcado algunos ofrecimientos que podrías in­vestigar mañana. Tal vez tengas que intentar muchas veces antes que alguien te tome. Algunas personas no te76          Viento Sollozante

van a aceptar porque eres india, y otras no te van a querer porque no has trabajado nunca antes. Tendrás que seguir probando hasta que consigas trabajo en alguna parte. Sería mejor que les digas que tienes dieciocho años.

– Nube me dijo lo mismo – le dije.

– Sí. Bueno, hablamos sobre eso y supusimos que si la gente se daba cuenta de que sólo tienes catorce, podría resultar más difícil. Otra cosa. . . no hables con hombres desconocidos, y no invites a nadie a tu departamento.

   ¿Por qué?

   Aquí las cosas son diferentes. Hay que tener cuidado. Yo te cuidaré todo lo posible, pero no puedo estar pre­sente siempre. Si necesitas ayuda, sabes dónde trabajo. – Me alargó el diario y se puso de pie –. Ahora me voy.

   ¿No puedes quedarte un poco? – le pregunté.

Movió la cabeza: – No, tengo algunas cosas que hacer. Aquí estarás bien. Vendré dentro de unos días – dijo abriendo la puerta –. Ten la puerta con llave todo el tiempo – me aconsejó mientras la iba cerrando tras sí.

Probé la puerta para asegurarme de que estuviera con llave. "Todos dicen que aquí voy a estar bien. No creo que lo crean, como yo tampoco lo creo," me dije a mí misma mientras me encaminaba hacia la cocina para preparar la cena.

Cuando me levanté de la cama a la mañana siguiente, estaba llena de temor. Tenía que salir a buscar trabajo de inmediato, y no sabía hacia dónde ir o qué hacer una vez que llegara. Me puse lo único bueno que poseía, y los mocasines; me peiné y levanté el diario que me había dejado Pedernal.

Caminé dieciseis cuadras para llegar al primer lugar en la lista del diario. Apenas había traspuesto la puerta cuando me informaron que el puesto ya había sido ocu­pado. El segundo lugar estaba a tres cuadras de allí. Aquí me fue mejor. Por lo menos me permitieron llenar una solicitud. No me llevó mucho tiempo; todo lo que podía

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poner era el nombre, la dirección y la edad. La edad era una mentira. Cuando no hay estudios ni experiencia para incluir, la página queda bastante limpia.

El resto de la mañana lo pasé de la misma forma, caminando de tienda en tienda, llenando solicitudes, y observando cómo levantaban las cejas cuando leían mi nombre – Viento Sollozante.

En el próximo lugar al que me presenté, la encargada del personal me miró severamente por encima de sus lentes y me preguntó: – ¿Quién te mandó aquí? ¿Los de los Derechos Igualitarios o los de las Libertades Civiles, o quién? Moví la cabeza negativamente. No tenía la menor idea de qué estaba hablando.

Dejó caer mi solicitud en el escritorio como si hubiera sido algo sucio, se colocó las manos en la cintura, y me dijo: – Pues bien, puedes volver directamente a quien sea que te mandó aquí, y les dices que ya hemos cumplido con la cuota para las minorías. ¡No queremos más gente como ustedes!

Por "ustedes" calculé que se refería a los indios, y que estaba mal ser indio.

El comercio número once era una gran tienda mixta. habia una vacante para una vendedora en la sección de elementos de cocina. El hombre que me habló debe haber pensado que podría vender caserolas, sartenes y abridores de latas, porque me dijo que podía comenzar a trabajar al día siguiente. Me pagarían treinta y cinco dólares por semana.

Acepté de inmediato. No creía que pudiera seguir llenando más solicitudes. Estaba exhausta de tanto caminar por toda la ciudad. Cualquier ocupación me vendría bien. Sabía que a Pedemal le resultaría un alivio saber que había encontrado trabajo y que podía mantenerme sola.

Había veinticinco cuadras entre la tienda y mi departa­mento, pero estaba tan orgullosa de haber conseguido trabajo que no lo noté en absoluto.

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El primer día en mi nueva,ocupación me sentía inútil. Estaba segura de que haría algo mal y que me echarían. Casi no aparecí, pero sabía que iba a necesitar dinero, así que apreté los dientes y fui. De alguna manera completé la mañana. Al fin mi patrón me dijo que podía salir a almor­zar.

—¿Adónde voy? —le pregunté.

— Está arriba. -- Hizo un movimiento con la cabeza sin mirarme. Vi unas escaleras escondidas en un rincón del salón. Cuando llegué a la parte superior, había dos puer­tas. En una de las puertas había un letrero rojo que decía: "No pasar", de modo que con todo cuidado abrí la otra puerta. Abría hacia un lugar enorme y oscuro lleno de cajones. Estaba polvoriento y abarrotado. Esto no podía ser el comedor. Seguramente habría una puerta en el otro extremo de la pieza.

Me abrí camino hasta allá, pero en lugar de una puerta, había una pila de maniquíes viejos y rotos. Había brazos, piernas y cabezas amontonados, con más cabezas apila­das contra la pared. Sabía que eran de yeso, pero me parecía que los ojos pintados me miraban. Retrocedí. Quería salir de allí. Casi esperaba que alguna fuerza jun­tara las partes de los maniquíes y que se formara un monstruo de muchas piernas que me atacaría.

Regresé apresuradamente sin volver la mirada. Me es­taba portando como una tonta, y lo sabía. Después de todo tenía quince años. ¿Acaso no era una edad suficiente para desenvolverse sola en el mundo? ¿Por qué le tenía miedo a todo?

Oí voces que procedían de la puerta que decía "No pasar". Abrí la puerta un poquito y vi que había una docena de mujeres comiendo sus almuerzos alrededor de una mesa larga. Entré y traté de sonreír, pero sentía que tenía la cara rígida. Algunas levantaron la cabeza y salu­daron, pero las demás me ignoraron y siguieron hablando y comiendo. Elegí un asiento en la punta y puse mi arru‑

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gado bolso marrón sobre la mesa. Miré a las demás y vi que todas tenían lindas cajitas con flores y colores vivos. Quité el bolso de la mesa y lo puse sobre la falda.

Tenía un sandwich de dos pedazos de pan y un huevo frito. Yo estaba hambrienta. Cuando le di un mordisco al sandwich, descubrí que no había freído bien el huevo. La clara estaba fría y escurridiza, y parte cayó sobre mi falda. Tenía tanto temor de que todos me estuvieran mirando, que no me atreví a levantar la vista. Mordí el sandwich varias veces más, pero el huevo semicrudo se resistía a deslizarse por la garganta. Abandoné, envolví el sandwich en el bolso arrugado, tiré todo a la basura, y me fui.

Me sentía como una tonta. Me preguntaba si alguna de las otras sabría que me había equivocado de puerta, y que había andado perdida en el depósito. ¡Yo perdida! Había caminado kilómetros y kilómetros en el bosque más pro­fundo, y había andado por llanuras polvorientas, y jamás había olvidado una roca, un árbol o un palo. Nunca me había perdido. Y ahora, aquí, en un sencillo edificio, me había sentido confusa y me había perdido. En el bosque, allí donde había vivido, podría haber encontrado una pluma en la ladera de una montaña a un kilómetro de distancia. ¡Aquí en la ciudad, no podía encontrar el co­medor en el otro extremo de las escaleras!

Mi ropa era la misma que la de las demás — tal vez un poquito pasada de moda, pero no tanto como para que me sintiera fuera de lugar. Vestía faldas de algodón reco­gidas, apenas un poco más larga que las de las otras chicas, con blusa de algodón de mangas largas.

Yo estaba orgullosa de mis mocasines. Me los había fabricado con una piel de ante que habían matado mis tíos. Los había cosido con todo cuidado y les había puesto correas de cuero y una hebilla de plata en forma de concha. Eran suaves y cómodos. Podía caminar kilómetros  enteros, y los pies no se me cansaban nunca. Eran silenciosos en las veredas de la ciudad. Me resultaba con‑80            Viento Sollozante

solador vérmelos en los pies, y pretender que todavía estaba en casa, pisando cuidadosamente el suelo del bosque. Sí, mi ropa era un poquito diferente, pero no me molestaba aparecer algo diferente a los demás.

En el trabajo había una chica, de nombre Betty, que era hermosa. Vestía ropa cara que le sentaba perfectamente. Cuando estaba cerca comencé a notar que mis blusas eran demasiado sueltas y mis faldas demasiado largas. Ella tenía el pelo enrulado alrededor de la cara. Yo estaba resuelta a parecerme a ella; pero por más que intentara hacerle a mi pelo por la noche, por la mañana aparecía lacio. Después de varias noches de perder sueño por intentar ponerme ruleros y pinzas, abandoné los intentos y me resigné a dejar que mi pelo siguiera su inclinación natural.

Betty usaba tacos muy altos, que hacían clic-clic cuando caminaba por la tienda. En cambio mis mocasines de ante hacían sh-sh. Repentinamente los mocasines que tanto me habían enorgullecido comenzaron a parecerme fuera de lugar, y comencé a sentirme incómoda. Un día un cliente me miró los pies y se echó a reír. Yo me enojé y me sentí muy incómoda. Durante la hora del almuerzo salí a la calle y compré un par de lustrosos zapatos negros con tacos iguales a los de las demás empleadas. En adelante yo también hacía clic-clic cuando caminaba por la tienda, y ya nadie se reía de mi zapatos. De noche, cuando volvía a mi cabaña, después de pasar ocho horas de pie con esos tacos altos, me sacaba los zapatos de inmediato cuando iba entrando por la puerta y me ponía los viejos y cómodos mocasines.

Un día un indio cherokee, aproximadamente de mi propia edad, entró a la tienda. Me sentí feliz de ver a alguien igual a mí. Hablamos unos minutos, pero por sus palabras y sus movimientos me resultaba claro que él era lo que los indios llaman una "manzana", una persona que es piel roja por fuera pero blanca por dentroun indio que

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quiere ser blanco. A veces pensaba que yo era justamente lo opuesto, blanca por fuera y piel roja por dentro. Me preguntaba si habría alguna fruta así, que sirviera para describirme.

Betty me trataba bien, y hasta me dio algunos de los vestidos que ella ya no quería, pero nunca parecía tan elegante como ella cuando me los ponía. No hay forma alguna de hacer que cuarenta y cinco kilos de piel y huesos parezcan otra cosa que cuarenta y cinco kilos de piel y huesos.

Los días y las noches se sucedían indefinidamente, y las semanas fueron pasando.

Una noche yo estaba acostada sobre mi cama mirando el techo. Oía que el grifo goteaba en el baño, pero me parecía demasiado esfuerzo levantarme para cerrarlo bien. Lo haría más tarde. Me di vuelta para acostarme de lado. Vi el teléfono metido debajo de la silla. Llevaba viviendo allí seis meses y no lo había usado nunca. No había tenido ocasión de llamar a nadie y no había recibido llamados de nadie.

Me bajé de la cama, me arrodillé en el piso, y saqué el teléfono de debajo de la silla. Estaba lleno de polvo, y se lo limpié. El teléfono venía con la habitación, igual que los demás elementos. Ni siquiera había pensado en el apa­rato. Era algo que siempre me estorbaba cuando quería poner un libro o un vaso de agua en la mesa de luz; por eso lo había metido debajo de la silla y lo había olvidado.

Ahora sentía deseos de poder hablarle a alguien. ¡Betty! ¡Podría llamar a Betty! Saqué la guía de teléfonos del cajón V busqué el nombre Woodard. Había muchas personas de nombre Woodard, pero ninguna se llamaba Betty Woo­dard.

Dejé caer la guía y se cerró, y luego la volví a abrir - tenía que haber alguien a quien pudiese llamar en el pueblo. Pedemal no tenía teléfono, pero seguro que tenía que haber alguien a quien pudiese llamar. Encontré

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