martes, 4 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Pag. 88-97

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Pag. 88-97

Capitulo Siete

CUANDO PEDERNAL COMPROBÓ que no le iba a resultar una carga, comenzó a visitarme con más frecuen­cia. Estábamos más unidos de lo que lo habíamos estado antes. Como yo no tenía ningún otro miembro de la familia en la ciudad, ni amigos, esperaba ansiosamente que viniera a verme. Las noches que no venía, siempre me sentía desilusionada.

Una de las veces que vino me trajo noticias tristes. – Tu tío Pascal ha muerto – dijo sencillamente.

– ¿Muerto? – Traté de recordar la última vez que lo había visto. Fue cuando murió la abuela — No sabía que le pasaba algo.

– No le pasaba nada – Pedemal restregó los pies en el piso, como indicando que no sabía qué decir. Pero luego me contó algo. Pascal había cenado en la casa de un amigo, había jugado un poco con los chicos antes de que se acostaran, y se había quedado conversando como una hora. No había hablado de nada en especial, pero sí sobre el pasado, y el hecho de que la mayoría de sus amigos se habían ido y que él se sentía solo. Luego, alrededor de las diez de la noche, se fue a su casa a pie. Calculan que a la hora de haber llegado a su casa, o menos, se suicidó pegándose un tiro con la escopeta. Pedernal tuvo la deli­cadeza de no contarme los detalles, pero por mi mente pasaron una cantidad de escenas horribles. 90       Viento Sollozante

- No me explico por qué pudo haber hecho eso - le dije.

-Se sentía solo - Pedemal se dejó caer sobre una silla -. Estamos todos solos.

- Sí - dije casi en un susurro. Allí mismo, la soledad se palpaba en el aire como si fuese niebla. Pedemal y yo estábamos juntos, y sin embargo, los dos nos sentíamos tan solos como si no hubiera nadie en nuestra situación en todo el mundo.

Nos quedamos un buen rato en silencio, escuchando la tormenta afuera. Yo pensaba en el tío Páscal. No recor­daba gran cosa. Ni siquiera podía recordar claramente su rostro; y ahora ya no estaba. No lo volvería a ver más. Lo que era peor, probablemente ni siquiera lo echaría de menos. Miré a Pedemal sentado al otro lado del cuarto y me sorprendió ver que estaba triste. Había perdido a un hermano. Habían sido bastante unidos. Ambos eran sol­teros. Tal vez Pedemal estaba pensando que tenían mucho en común, y meditaba sobre la posibilidad de que él terminara en la misma forma.

Repentinamente sus ojos se encontraron con los míos y me miró con una de esas miradas extrañas, con una sonrisa torcida que realmente no quería decir nada.

- ¿Sabes lo que voy a hacer, Sollozo? - dijo levantán­dose.

-No, ¿qué? - Procuré hablar como al descuido.

- Me voy a emborrachar. Me voy a emborrachar como nunca lo he hecho antes y después. . . - Se detuvo.

- Y después, ¿qué? - Me levanté y me acerqué a la puerta, más en un intento de hacer que se quedara que para dejarlo salir.

- Nada -dijo.

Pasó por delante de mí, puso la mano en la manija de la puerta, y se dio vuelta para mirarme.

- El tenía razón.

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- ¿Quién tenía razón? - pregunté temiendo la res­puesta.

- Pascal tenía razón. - Se le cortó la voz, y me di cuenta de que no podía dejarlo solo, porque no lo iba a volver a ver vivo.

-Voy contigo Pedemal - le dije. Tomé el abrigo _. No quiero estar sola. - Era cierto. No quería quedarme sola, y no quería que él estuviera solo tampoco.

_ Claro, ¿por qué no? Voy aquí cerca.

Fuimos hasta un negocio de bebidas cercano y me dejó sentada en el vehículo mientras él entró allí. Volvió con varias bolsas, cada una con una botella de whisky.

Luego volvimos a mi departamento y me dio una de las botellas.

- Toma, chica - dijo y me alargó una de las bolsas.

-No me dejes, Pedemal. Quédate, por favor. -Le­vanté las botellas y abrí la puerta de la camioneta -. Pue­des beber aquí tan bien como en cualquier otro lado, y aquí está bien abrigado. - No quería dejarlo solo cuando se sentía tan deprimido.

Antes que pudiera decir no, me metí rápidamente adentro llevándome todas las botellas. Parecía no haberle quedado voluntad propia y me siguió sin discutir.

Pedemal abrió la primera botella de whisky, echó un poco en un vaso, y me lo entregó. Levantó la botella y se tendió sobre el sofá.

- A la memoria de un guerrero desperdiciado - dijo, y comenzó a verter el líquido por la garganta como si qui­siera ahogarse.

Yayo había visto tomar asía mis tíos y a mi abuelo. Para muchos indios tomar mucho es una forma de vida. Los cuentos sobre "el piel roja y el aguardiente" tenían su aspecto de verdad. A diferencia del blanco que toma para ser sociable, el piel roja toma para emborracharse. Toma para olvidar que no pertenece a ninguna parte; que es una reliquia del pasado. Los dos exterminadores más grandes  92     Viento Sollozante

del indio son el acoholismo y el suicidio. En aquella habi­tación esa noche se daban las condiciones para ambas cosas.

Tomé un sorbo de mi vaso y el whisky me quemó la garganta y me hizo parpadear. Tenía la sensación de que no debía beber, pero procuré olvidarla. ¿Por qué no habría de beber? ¿Por qué no? ¿Qué diferencia podía hacer? ¿A quién le interesaba, después de todo? Para cuando ter­miné de tomar, Pedernal había terminado la botella, y los dos estábamos bajo los efectos de la falsa seguridad que da el alcohol. La mente no nos funcionaba. Pedernal hablaba y hablaba, y yo me reía de todo lo que decía sin saber si era gracioso o no. En lugar de hacer pasar el tiempo, el whisky parecía detenerlo, y en lugar de proporcionarnos un es­cape del presente, nos encontrábamos suspendidos en él.

Tenía la lengua espesa, y me dolía la cabeza. Estaba cansada.

– Me voy a acostar, Pedernal – le dije ya medio dor­mida.

– Bueno, chica; me voy. – Levantó la última botella y se encaminó hacia la puerta, pero antes de llegar, cayó sobre una silla, y de allí al piso con los brazos abiertos. Nos reímos hasta que nos dolían las costillas.

– Es mejor que te quedes aquí esta noche. Puedes dormir en el sofá. Te conseguiré unas frazadas. – Conse­guí llegar hasta el ropero. Cuando volví con las frazadas, Pedernal ya estaba fuera de acción. Estaba en la misma posición en que había caído. Con una mano tenía firme­mente agarrada la botella sin abrir. No intenté despertarlo; me limité a taparlo con una frazada y lo dejé dormido en el piso.

A la mañana siguiente me desperté tarde. Antes de intentar moverme me di cuenta de que había cometido un gran error. Me dolía la cabeza, me dolían los ojos, tenía el estómago hecho un nudo, y me quería morir. Estaba sufriendo los efectos del alcohol. Me quedé en cama casi

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una hora más antes de resolverme a levantarme y enfren­tar el día. Tenía miedo de que me echaran del trabajo por haber faltado. Les diría que había estado enferma. Era cierto; no me hubiera sentido peor si hubiese tenido todas las enfermedades conocidas por la humanidad.

Me acerqué tambaleante al lugar donde Pedernal seguía durmiendo. Parecía que no se hubiese movido en toda la i coche, pero entonces vi que había abierto la botella y que estaba a su lado, pero vacía. Algún momento durante la noche había recuperado la conciencia, se había tomado la ultima botella de whisky, y había vuelto a quedar inconsciente.

Lo dejé donde estaba. No había otra solución que es­perar que se le fueran los efectos durmiendo. Además, yo no tenía ganas de hablar con nadie por el momento. Me parecia que no podía mover la lengua siquiera.

Me quedé sentada con la cabeza gacha y tomando café toda la mañana hasta el mediodía, cuando Pedernal por fin se sentó y echó un vistazo a su alrededor.

—. ¿Cómo te sientes, Sollozo? – me preguntó y se tocó la cabeza suavemente con los dedos.

Terriblemente mal.

Sí. Pero nos divertimos, ¿no es cierto? – Me hizo esa sonirisa torcida otra vez.

No le contesté. Yo no me había divertido. Me seguía sintiendo sola y con miedo, y él también. Además de todo los dos estábamos mal.

No voy a volver a tomar nunca – le dije y le alcancé un poco de café.

¿Por qué no? – preguntó; hizo una mueca al tragar el café.

Es  estúpido. Uno bebe toda la noche, y cuando uno se despierta a la mañana siguiente, nada ha cambiado.

 Bueno, pero te hace olvidar – dijo.

Yo no olvidé nada.

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Tomó otro poco de café- – No – dijo en voz baja – yo tampoco.

Nos quedamos sentados, mirando las botellas vacías en el piso,

–¿Qué otra cosa se puede hacer? –preguntó.

–No sé, pero tiene que haber algo. –Comenzaba a dolerme la cabeza de nuevo_ Tiene que haber alguna otra cosa en la vida, Pedemal. De otro modo ... de otro modo, ¿qué sentido tiene todo esto?

– Ese es el chiste. Nada tiene sentido alguno. – Se río;  Pascal descubrió eso.

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.

  Pedemal, ¿por qué es que nadie nos quiere? Me sequé los ojos con la manga. Agregué

- Parecería que alguien, en alguna parte, tendría que queremos.

Se estiró por encima de la mesa y me tiró el pelo.

  Está bien, Sollozo. Tú y yo vamos a seguir unidos y vamos a vencer al mundo.

Me hizo reír a pesar de lo mal que me sentía.

– Claro., Pedemal. Tú y yo nos vamos a mantener uni­dos y vamos a vencer a todo el mundo.

Se quedó como una hora más. Hablamos sobre el tiempo, la temporada de caza, y una decena de temas que no significan nada; queríamos tener ocupada la mente a fin de no pensar demasiado. Cuando se fue, yo ya me sentía mejor, y él también. Ese día Pedemal lo pasaría de algún modo, y tal vez el resto de la semana, pero una de esas noches iba a volver a pensar en Pascal. A lo mejor tomaba demasiado y tal vez ... tal vez no hubiera nadie cerca para evitar que se matara.

¿Qué pasa cuando uno se muere? Esto me lo pregun­taba incesantemente. Pensaba que me le había escapado a esa pregunta cuando me fui del valle, pero me había alcanzado y me había tocado de nuevo. La abuela no sabía la respuesta; tampoco la sabía el tío Pascal. ¿La sabría alguien? No se podía saberlo que era la muerte hasta morir uno mismo, y entonces ya era demasiado tarde. La depresión me atacó como una espesa niebla. La muerte había asestado golpes muy cerca, y me pregun­taba sí sería Pedemal o yo el siguiente en la lista. No quería morir, pero en realidad tampoco quería vivir. La vida no era un regalo precioso para mí. Nací por accidente. Estaría aquí un tiempo breve y luego desaparecería. Recordé los copos de nieve y la rapidez con que se derretían. A lo mejor me estaba derritíendo y yo no lo sabía. Cuanto más pensaba en el asunto, más inútil me parecía todo y más me hundía en el negro pozo de la depresión.

Los primeros vientos de la primavera aullaban afuera, y yo me dediqué a pasearme por el cuarto. Quería líberarme de las cadenas y escapar, pero en la ciudad no hay cerros a donde uno pueda escapar. Además, la gente pensaría que estaba loca o que me pasaba algo. No, no podía salir a correr con el viento esa noche, pero por lo menos podía salir a caminar. Caminé una cuadra y ya me sentía mejor. Era la primera noche primaveral que habíamos tenido. Pronto vendrían más días tíbíos, pero el primero era espe­cial. Recordé la forma en que abuelita solía salir afuera en días como éstos y ponía el oído en el suelo. Decía que estaba escuchando los primeros latidos de la madre tierra después de su sueño ínvernal. Cuando estaba segura de que había escuchado el latido, decía: "La madre tierra ya está despierta. Pronto vamos a poder sembrar en la huerta."

El aire fresco me sacó de la depresión en que venia viviendo. Sin pensar mayormente hacia dónde camínaba, cuando me di cuenta estaba sólo a una cuadra de la iglesia. Me detuve en la esquina tratando de decidir si ir a la iglesia a ver al reverendo McPherson o volverme a casa. Me quedé parada mientras cambiaba la luz del semáforo. Cambió varias veces mientras estuve allí, y finalmente resolví pasar frente a la iglesia. Probablemente no estaría allí de todos modos. Y aunque estuviera, probablemente habría algún tipo de servicio. No sabía cuándo había ser­vicios ni de qué clase eran, pero estaba decidida a no dejarme atrapar por cosas de este tipo.

En pocos minutos me encontraba parada frente a la iglesia. El edificio estaba a oscuras, excepto la oficina. Esta tenía una luz fuerte, y podía ver al reverendo McPherson sentado al escritorio, leyendo. Estaba solo.

Subí las escalinatas, entré, y llaméala puerta.

– Pase –dijo. Oí que corría la silla en que estaba sen­tado. Abrí parcialmente la puerta. Cuando me vio, se levantó y sonrió.

   Pasa. Tenía la esperanza de que vinieras a visitamos.

   ¿Está ocupado? – pregunté, con una mano todavía sobre la manija de la puerta.

   No. Pasa, así podemos hablar un poco. ¿Cómo estás? – Se volvió a sentar y me indicó una silla.

Me senté en el borde de la silla.

   Mi tío se suicidó – le dije abruptamente. Yo misma me sorprendí, porque ni siquiera había pensado decirle eso.

   Lo lamento. ¿Puedo hacer algo? – preguntó.

   No. – Me quedé sentada en silencio por unos mo­mentos.

Luego lo miré directamente a los ojos y le pregunté: ¿Qué pasa cuando morimos?

– Muchas cosas. Depende del tipo de vida que se haya vivido en la tierra, y de si uno conocía a Cristo, y de lo que decidimos en cuanto a él.Se inclinó hacia adelante.

– ¿Quién es Cristo? – le pregunté–. Usted me habló sobre Dios y sobre Jesús, y ahora me menciona a una nueva persona llamada Cristo. ¿Tienen tres dioses uste­des?

Sonrió. – Tenemos a Dios, Padre y Creador de todas las cosas, y a su único Hijo, Jesucristo, nuesto Señor, y tam­bién el Espíritu Santo.

– Sí, tres dioses.

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No, se llaman la santa trinidad, tres en uno.

 – No entiendo.

No es fácil de comprender. Es algo que está mucho más allá del alcance de nuestras pequeñas mentes hu­manas, pero no es necesario comprender algo totalmente para poder creer en ello. De todos modos, eso no es lo que yo quisiera que consideremos esta noche. Quiero contes­tar tu pregunta sobre lo que ocurre cuando alguien se muere.

– Supongo que ya lo sé. Cuando uno se muere, se muere, y el cuerpo se pudre – le dije. Me parecía oír la voz de mi abuela otra vez. Me imaginaba que tal vez mis ojos tenían la misma mirada de terror que los de ella cuando dijo lo mismo.

– Sería terriblemente triste si eso fuera cierto. El hombre es demasiado valioso como para morir de la misma forma que los perros. ¿Sabes? Los seres humanos tenemos alma, y allí está la diferencia. El hombre puede elegir entre el bien y el mal. Puede elegir si va a aceptar a Dios o recha­zarlo. Puede elegir el cielo o el infierno.

Esas no son más que palabras para la iglesia; para mí no significan nada. Usted no me puede decir con seguri­dad lo que le ocurre a la persona cuando se muere – le discutí, sintiéndome extrañamente terca.

– Sí que puedo. Dios sabía que el hombre le tiene miedo a la muerte. Sabía que el corazón del hombre se haría preguntas, de modo que nos dio las respuestas. Más aún, esta misma pregunta que tú me has hecho esta noche se la hizo un hombre llamado Job hace miles de años. Exclamó: "Si el hombre muere, ¿volverá a vivir?"

– Una vez que el hombre muere, no puede volver a vivir. El profeta kickapu dijo, cuando murió, que sería levantado de la tumba nuevamente, pero no ocurrió así. Se quedó muerto. La muerte es la muerte – dije.

– ¡Pero ahí está justamente el milagro! ¡El hombre no sólo vuelve a vivir, sino que puede vivir para siempre! Esta

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