jueves, 13 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Pags. 161- 173

 

VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Pags. 161- 173

Capítulo Once

PEDERNAL me estaba esperando cuando llegué a casa.

– ¿Dónde has estado? – me preguntó.

Sin pensar le contesté: – Fui a una iglesia y hablé con el pastor. . . – Me detuve. Me di cuenta de que había sido un error contarle.

– ¡Has ido a una iglesia! – exclamó.

–Sí. – Lo admití, pero agregué en seguida: – Pero no fui a una verdadera reunión de iglesia. Estuve hablando con el pastor. – Era demasiado tarde para evitar el daño.

– ¡Debes estar loca! ¿Por qué hiciste eso? Tú eres india. ¡No necesitas a esos Mantos Largos!

Pedernal había usado el término indio para misioneros. Los primeros misioneros que fueron a nuestra gente eran sacerdotes católicos que vestían sotana. Desde entonces, cualquier dirigente religioso blanco era un Manto Largo.

Pedernal hablaba, con la voz seca. Tenía los ojos llenos de odio.

– La tribu kickapu jamás ha aceptado la religión del blanco. Los kickapus son los que se han aferrado a las viejas costumbres más que ninguna otra tribu. Estamos orgullosos de que los blancos no nos han enseñado nunca su religión, ni les han enseñado a nuestros niños en nues­tras escuelas. Siempre hemos quemado sus escuelas, y en otros tiempos también quemábamos sus iglesias. ¡Matámos a los Mantos Largos que venían a nuestras tierras! ¿Por qué estuviste hablando con un Manto Largo?

– No sé – dije con voz débil –. Simplemente que no conozco a nadie aquí. No hicimos más que hablar de poesías y cosas.

Nunca lo había visto tan enojado. Tenía la mandíbula tan rígida que se le notaban los músculos del cuello, y las manos cerradas en actitud desafiante.

– ¡Ahora escucha, y presta atención a mis palabras! –dijo apretando los dientes –. Yo nunca quise tener que cuidarte, en primer lugar, pero vino Nube y te depositó en mi falda. Estoy clavado contigo. Prometí vigilarte porque eres familia. Hasta el momento no me has causado mayor trastorno, pero te advierto: ninguna sobrina mía se va a mezclar con esos blancos traicioneros o con su estúpida religión. ¡No vuelvas a aparecer por allí, o te voy a desollar viva! –Con esas palabras flotando en el aire, salió pisando fuerte y cerró de un golpe la puerta tras sí.

Al principio resolví obedecer a Pedemal. Cuando pa­saron unos días, me di cuenta de cómo extrañaba las visitas que les hacía a los McPherson. Hasta ahora pen­saba que era algo que podía mantener o abandonar a mi antojo, pero sin la amistad del reverendo McPherson y el calor de Audrey, había un gran vacío en mi vida. Extra­ñaba la iglesia y quería volver, pero temía ir en contra de Pedemal.

En las últimas horas de la tarde sonó el teléfono un día, y el ruido súbito me hizo saltar. Nadie me había llamado por teléfono hasta ahora,

– ¿Hola?

– ¿Habla Viento Sollozante?

– Sí.

– Habla Audrey. Te hemos extrañado querida. ¿Estás bien?

sí.

Teníamos la esperanza de que vendrías a la iglesia esta noche. Hay un servicio especial con motivo de Navidad. Nos encantaría que vinieras.

– Bueno – dije y colgué. Después de colgar, me quedé pensando si Audrey habría terminado de hablar, o si la habría cortado. Jamás me acostumbraría a hablarle a una máquina y a hablar con voces que no tenían caras. Hay que ver a la persona cuando se le habla, y no hablarle a una máquina.

Si antes la iglesia me había parecido hermosa, ahora estaba sobrecogedora. Había velas encendidas por todas partes. Ramas de pino y estrellas federales decoraban el altar y el sector alrededor del altar. El altar mismo tenía una escena del pesebre.

Me acerqué al altar para ver mejor. Un poco de nieve cayó de mi abrigo sobre la alfombra, dejando una huella de mi paso.

En el altar había un pequeño establo con burros y vacas y ovejas. En un rincón había un hombre y una mujer que estaban inclinados sobre un niño recién nacido que estaba acostado en el pesebre. Las vacilantes llamas de las velas hacían que parecieran estar vivos. Había oído la historia de la natividad antes, pero nunca me había parecido más que una leyenda de iglesia. Ahora, mirando esas pequeñas figuras, repentinamente comprendí que representaban a personas reales. María y José habían sido personas verda­deras, y si eso era cierto, entonces el niño Jesús realmente había nacido. Los magos y los pastores lo habían creído así y habían acudido a ver al Cristo. Ya no era simplemente una linda historia. ¡Era cierto!

Lentamente alargué la mano. Quise tocar al niño, pero cuando mi dedo estaba a punto de tocarlo, oí que se abría la puerta y que entraba gente. Volvía los bancos y me senté. Un momento más tarde una mujer se sentó a mi lado. Se acercó y me dijo:

— Estamos muy contentos de tenerte aquí esta noche. Mi nombre es Sally.

— ¿Sally? — dije. Los blancos tenían nombres raros. Eran sonidos en lugar de palabras. Era fácil recordar un nombre como Pájaro Cantor o Zorro Gris, pero un nombre como Sally no proporcionaba ninguna imagen a la mente.

Sonrió: — ¿Te molesta si me siento contigo? No me gusta sentarme sola. Es mucho más lindo estar sentada con una amiga.

Cuando dijo la palabra amiga, nuestros ojos se encon­traron, y me di cuenta de que lo decía de verdad. Volvió a sonreír, y supe en ese momento que no iba a olvidar su nombre, Sally.

Había comenzado el servicio. El reverendo McPherson se ubicó detrás del púlpito, abrió su Biblia, y leyó el relato del nacimiento de Cristo. El coro entonó canciones más hermosas que las que había escuchado jamás: "Noche de Paz", "Qué Niño es éste", y otras.

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Miré disimuladamente a algunas de las personas que cantaban. Resultaba claro al verles el rostro que creían lo que estaban cantando. Cuando terminaron de cantar, Sally cerró el himnario y dijo:

— Me encantan los villancicos de Navidad. Me gustaría que los cantáramos más que una sola vez al año.

— ¿Y por qué usan las mejores canciones una sola vez al año? — le pregunté —. Yo cantaría estas canciones todo el año. Me gustan.

— Si, son muy lindas, ¿no es cierto? — dijo.

El servicio había terminado, y la congregación se dis­persó demasiado rápidamente.

Caminando de vuelta a casa sentía todavía la cálida paz del servicio religioso. Caía nieve nuevamente y los copos parecían pequeñas estrellas tintineantes. Las huellas de mis pies eran las únicas que se veían. Tenía la sensación de ser la única persona que vivía en este blanco y limpio mundo de nieve.

Cuando llegué cerca de mi departamento noté que había marcas de gomas de auto que llegaban hasta mi puerta. Alguien había limpiado la nieve del umbral y había algo que parecía un paquete.

Era una caja de cartón grande que tenía mi nombre. Abrí la puerta, encendí la luz, y entré la caja. Era pesada y difícil de mover.

Cerré la puerta, me quité el abrigo, y me puse de rodillas al lado de la caja, Con mucho cuidado le saqué la tapa.

Dentro de la caja había una docena de latas de sopa, verduras, y fruta, y un pequeño jamón en lata. Había también dos paquetes envueltos en papel rojo brillante. Levanté el paquete más grande y le saqué el papel. Era el swéter rojo más hermoso que pudiera imaginar. Me lo puse contra la mejilla. ¿Cómo podía algo ser tan suave? Me lo puse y lo abotoné; me quedaba perfecto. Saqué el otro paquete y lo abrí. Era un libro sobre indios cristianos. Cuando lo abrí cayó un sobre. Dejé el libro sobre la mesa y abrí el sobre. Era una tarjeta de Navidad; una hermosa tarjeta con la escena del pesebre. Adentro había un billete de diez dólares, y la tarjeta estaba firmada así: "Feliz Navidad te desean tus amigos de la iglesia".

Sostuve la tarjeta con dedos temblorosos. ¿Todo esto? ¿Todo esto para mí? No, no podía ser. Debía ser un error. Revisé la caja nuevamente. Era efectivamente mi nombre, pero ¿por qué? ¿Por qué habría de darme cosas para Navidad la gente de la iglesia? Yo era una extraña para ellos . . . pero la tarjeta decía "amigos", ¿Eran realmente mis amigos? ¿Qué motivo habría? Yo no tenía nada que ofrecerles.

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Me senté en el piso, con el swéter puesto, y saqué las latas de comestibles de la caja una por una para mirarlas, pensando en el gusto sabroso que tendrían. Volvía mirar el libro y guardé los diez dólares dentro de la tapa.

Puse la tarjeta de Navidad contra la lámpara al lado de mi cama. La escena del pesebre, con María, José, y el Niño Jesús, era igual que la que había visto en el altar de la iglesia.

Con todo cuidado guardé el swéter en la cómoda, pa­sándole la mano una vez más antes de cerrar el cajón. Luego guardé las latas, poniéndolas en el estante en fila. ¡Cuántas cosas! ¡Y todas para mí!

Temprano a la mañana siguiente alguien llamó a la puerta. Era Pedernal.

– Hola – dijo –. Pensé que daría una vuelta para ver cómo estabas.

– ¡Me alegro de verte! ¿Qué has andado haciendo? No te he visto desde hace tiempo. ¿Te quedarás a almorzar conmigo?

Ignoró mis preguntas, pero puse un poco de comida en el homo. Seguro que no iba a rechazar una comida ca­liente. Se quedó callado por un rato, y luego dijo:

–Dejé el trabajo. Nunca me gustó mucho de todos modos, así que decidí dejarlo.

– ¿Qué vas a hacer ahora? – De repente me di cuenta de que estaba hablando como el reverendo McPherson cuando le decía que había abandonado algún trabajo.

– Bueno ... no sé. Algo voy a encontrar. Todos los trabajos son iguales. Siempre puedo ofrecerme pan arrear caballos en el rancho Círculo L. Está a sólo quino kilómetros de aquí. – Se paseaba por el cuarto. Luego se detuvo y tocó la caja de cartón con el pie.

¿Para qué es la caja?

Unas personas me dieron una caja con cosas par Navidad – le dije. Quería decirle quién me lo había dado lo contenta que me había hecho sentir, pero no me atreví. Me sentí aliviada cuando cambió de tema.

Mientras comíamos, hablamos sobre la gente que co­nocíamos y sobre la familia. Le pregunté si había sabido algo de Nube. Dijo que no y que no esperaba tener noticias nunca. Eso me hizo entristecer porque lo extra­ñaba. Seguía con esperanzas de que algún día volviera.

Al terminar de comer, se reclinó en la silla y se palmeó el estómago. Según la costumbre indígena, eructó fuerte para indicar su aprecio.

– Fue un excelente almuerzo, Sollozo. No eres mala como cocinera. Lástima que no puedas conseguir un marido para quien cocinar; eres demasiado flaca para valer gran cosa.

– Valgo más que una estrella – le contesté.

– ¿De qué estás hablando? – preguntó.

– Nada. ¿Puedes pasar el día conmigo? – le pregunté.

– No, tengo que irme ya. Gracias por la comida. – Salió por la puerta, y el viento hizo entrar un poco de nieve.

– Por favor no dejes de venir Pedemal. No dejes pasar tanto tiempo esta vez.

– Desde luego. Te veré de nuevo – dijo encaminándose a su camioneta.

Lo despedí con un movimiento de la mano, sabiendo que ese "Te veré de nuevo" podía significar cualquier cosa, desde un par de días, hasta un par de semanas, o incluso varios meses. Yo quería que pasara el día conmigo. Hubiera sido lindo tener con quién hablar.

Me tiré en una silla cómoda y tomé el libro que me habían dado los de la iglesia. Al rato estaba ya profunda­mente inmersa en el relato.

Unas noches después fui a la iglesia a agradecerle al reverendo McPherson por los regalos de Navidad. Ha­blamos apenas unos minutos, cuando me dijo:

– Bueno, es casi hora de comenzar el culto. Tengo que encender las luces del santuario. Estaríamos más que contentos si pudieras quedarte.

– ¿Qué van a hacer? – le pregunté.

– Esta noche hay un servicio de sanidad. Oramos por los que están enfermos, heridos, o con problemas.

– No estoy enferma. No necesito curación – dije po­niéndome el abrigo.

– Yo creo que hay una niñita dentro de ti que necesita sanar de muchas heridas recibidas en el pasado. Creo que esa niñita ha sido herida tantas veces por tanta gente, que la has encerrado detrás de un muro de piedra para que no se, vuelva a lastimar. ¿No quieres dejarla salir?

No le contesté.

Siguió sin demora‑

- Vamos a ser muy pocos esta noche. Son todos muy buenos; buenos cristianos. Les gustaría ayudarte si pue­den. Podrías quedarte sentada en silencio en el fondo si quieres. No tendrás que hacer nada ni decir nada.

Casi dije que sí. Quería quedarme, pero por alguna razón que no entendía, me limité a mover la cabeza. Me di cuenta de que lo había entristecido.

Después de salir afuera y quedarme en los escalones de la  entrada por unos minutos, casi me convencí a mí misma de que debía volver a entrar, pero entonces oí que canta­ban en el santuario. El culto había comenzado. Había dejado pasar demasiado tiempo para decidirme. Me volví a casa con la sensación de que había perdido algo de valor.

Capítulo Doce

PENSÉ EN EL ASUNTO toda la semana y resolví que el miércoles siguiente iría a la iglesia. Me quedaría y me sentaría al fondo para escuchar lo que decían los demás y ver lo que hacían. Sentándome al fondo, siempre podría levantarme y salir cuando quisiera.

Cuando por fin Llegó el miércoles, justamente cuando me estaba preparando para salir hacia la iglesia, apareció Pedernal. Era la primera vez que no tenía interés en verlo. Sabía que si lo invitaba a pasar, no iba a poder ir a la iglesia, de manera que opté por salirle al encuentro en la puerta y cerrar la puerta tras mí.

– Hola. ¿Estás por salir? – preguntó bajando de la ca­mioneta.

– Sí, no sabía que venías esta noche, y ya tengo planes hechos.

¿Una cita? – preguntó.

– No. – No podía decirle que iba a la iglesia.

–¿Puedo llevarte a algún lado? – dijo amablemente.

– No. Quiero caminar. Gracias de todos modos. A lo mejor podrías venir mañana por la noche a comer con­migo. Te haré frituras. – Sabía que le gustaban mucho las frituras. Tenía la esperanza de que así comenzara a pensar en eso y dejara de pensar en mí esa noche.

– Bueno. – Volvió a subir a la camioneta –. ¿Seguro que no puedo llevarte a donde vas?

Moví la cabeza y me alejé. Fue un alivio verlo empren­der la marcha y alejarse en dirección opuesta a la iglesia.

Me apresuré, sin prestar atención a nada. Si hubiese estado atenta hubiera notado que una camioneta me venía siguiendo como a una cuadra de distancia.

Fue sólo cuando acorté la distancia cruzando una playa de estacionamiento al lado de la iglesia que oí que se acercaba un vehículo por detrás.

El corazón se me fue a los pies. Me di vuelta y allí estaba Pedernal. Me había seguido para ver adónde iba.

– Hola – dijo. Se veía que estaba sumamente enojado. – ¿Es éste el gran secreto? – dijo señalando la iglesia con la cabeza — Es por esto que no estás en tu casa buena

parte del tiempo. Es que has estado viniendo a este lugar.

– ¡Pero si es un lugar bueno, Pedernal! – le dije.

   ¿Cómo puede ser un lugar bueno cuando te vuelve en contra de tu familia y en contra de tu propio pueblo y tus propios dioses? – dijo ásperamente.

   No me estoy volviendo en contra de nadie. Soy la misma persona que he sido siempre.

– ¡No, claro que no! Estás diferente, y no me gusta el cambio. ¡A los demás de la familia no les va a gustar tampoco! ¡Cualesquiera que sean las mentiras que te han estado enseñando allí adentro, será mejor que las olvides y que recuerdes quién eres! Esa religión es para el hombre blanco; que se la guarden. Tú quédate donde debes estar y deja de tratar de ser lo que no eres.

– ¿Por qué estás tan enfadado? ¿Qué diferencia hace que venga aquí? No soy creyente, vengo simplemente porque la gente es buena y me gusta oír lo que cuentan y escuchar la música. Es mejor que si me quedara sentada en casa todo el tiempo.

– Puedes salir conmigo si te sientes sola.

Tú no vas a ningún lado que no sea a los bares y a las ceremonias peyote – le contesté. Lamenté haberlo dicho apenas le vi la mirada en los ojos.

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¡El peyote es el dios padre de nuestro propio pueblo! – Nunca lo había visto. tan furioso –. Esta gente te está envenenando la mente. Sube a la camioneta conmigo. ¡No vuelvas a venir aquí!

Me tomó firmemente del brazo y comenzó a arrastrarme hacia la camioneta.

Me desembaracé, y  comencé a dirigirme a la iglesia.

1 –¡Ven acá! –me gritó, pero yo seguí caminando. Oí  que se cerraba la puerta de de la camioneta y pensé que se iba caminando, pero antes que tuviera tiempo de dartres pasos más, estaba a mi lado.

– ¡Te estoy advirtiendo, Viento Sollozante, si no vuelves  conmigo lo lamentarás! –Sacudió el látigo de cuero que usaba para los caballos frente a mi cara.

Lo había visto usarlo con los caballos pero sabía que no se atrevería a usarlo conmigo. No pasaba de ser una amenaza.

– Déjame – le dije y reanudé la marcha. Pedernal hizo sonar el látigo. Me pegó con toda su fuerza en el hombro y el brazo derecho. Me fui tambaleando hacia atrás. Cuando vi que volvía a esgrimir el látigo,  me di vuelta y me encogí hacia adelante a la espera de otro latigazo lacerante. El

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