viernes, 7 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE 1 LIBRO- Pags. 112-123

 

 VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- Pags. 112-123

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ciendo Pedemal, pero no tenía forma de saber qué clase de visiones le venían. Podían ser buenas o malas. Podían ser sobre la muerte y los espíritus malignos, o podían obrar como medicina beneficiosa que le dieran fuerzas y ayuda.

Yo sabía que había usado peyote muchas veces. No lo mencionaba mucho, pero parece que cuanto más se lo usaba tanto más se lo necesitaba.

El ruido monótono del tambor, y el aburrimiento de estar sentada sola en la camioneta, terminaron por ha­cerme dormir. Me desperté varias veces durante la noche. Pude comprobar que la luna se había corrido bastante en el cielo, y que pronto sería de día. Cada vez que me despertaba, oía al tambor que seguía tocando.

En el momento en que el naciente se estaba iluminando levemente con el falso amanecer, volví a despertarme y me estiré. Tenía el cuerpo duro y dolorido. Estaba can­sada, y tenía hambre y sed. Me dolía el cuello por haber dormido en una posición incómoda.

Vi que la aguatera de la mañana se acercaba al tipi con un balde de agua. Generalmente era alguien que estaba relacionado con el caminero. Se la invita a pasar a fumar un poco de chala y a orar, luego le da un poco de agua a cada uno para que tome, y en seguida se retira, llevándose el balde de agua. Luego se queda a la entrada del tipi y hace pasar las cuatro comidas sagradas; agua, maíz, nue­ces, y carne. Estas representan la vida de que disfrutaban los indios antes de la aparición de los blancos. Todos los que están dentro del tipi comen algo de la comida. Des­pués de todo esto, se guardan los objetos sagrados, se cierra la caja ritual, y la ceremonia concluye.

Estuve mirando la entrada del tipi para ver salir a Pe­demal. Dos hombres salieron antes que él. Uno de ellos se acostó cerca de un pequeño árbol y se agarró de él con las dos manos como si creyese que la tierra se estaba mo­viendo y que él se iba a caer. El otro dio unos pasos y vomitó. Pedemal se encaminó hacia la camioneta dando tumbos, y me di cuenta de que no estaba en estado adecuado para conducir. Abrí la puerta de mi lado y me corrí al asiento del conductor y le hice señas. Rogaba que no vomitara ni se desmayara. Probó tres veces antes de poder entrar a la cabina de la camioneta. Tenía los ojos vidriosos y rojos, los labios hinchados y secos, pero venía sonriendo y canturreando. Casi ni se dio cuenta de que yo estaba allí. Puse en marcha el motor, pero no estaba segura de poder encontrar la carretera nuevamente.

No tenía sentido pedirle ayuda a Pedemal en la condi­ción en que se encontraba. Me perdí dos veces y tuve que retroceder, pero finalmente llegamos a la carretera y em­prendimos la marcha al pueblo.

Durante el viaje de la noche anterior, el tiempo y los kilómetros pasaron rápidamente. Ahora, en pleno día, me sentía cansada y los kilómetros parecían estirarse. Un par de veces intenté hablarle a Pedernal, pero la verdad es que no podía oírme ni comprender nada de lo que le decía. Cantaba cantos peyotes y hablaba de caballos salvajes y de un vuelo en un pájaro enorme, nada más que partes sueltas de los sueños medicinales que había tenido.

Yo quería llegar antes que se le acabaran los efectos del peyote. Ya sabía lo que ocurría en estas ocasiones. Por unas cuantas horas se sentían felices y en paz. Pero cuando los efectos se iban, caían en un profundo pozo de depre­sión y allí se quedaban horas, y hasta días enteros.

Pedemal combatía la depresión emborrachándose. Luego venían los dolores de cabeza y los vómitos, y luego la depresión, y luego el peyote. Y el círculo de la muerte se reíniciaba. Los dos estábamos atrapados en el círculo. No hay forma de salir del círculo, pensé. Me sentía mareada, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que pasaba, el vehículo se había salido de la carretera. Las ruedas tocaron la arena suelta del costado del camino. Torcí el volante abruptamente y la camioneta volvió a la carretera y reduje la velocidad. Me temblaban las manos. Por poco tuvimos 114    Viento Sollozante

un accidente. Podríamos habernos dado vuelta y haber­nos matado. Uno se muere, pensé. Así es cómo se sale del círculo. Miré a Pedemal, pero ni siquiera estaba en condi­ciones de darse cuenta de lo que había ocurrido.

Me senté más erguida en el asiento y abrí bien el vidrio para que me llegara un poco de aire frío a la cara. ¿Era que estaba cansada simplemente, y ese accidente casi fatal había sido nada más que un accidente, o habría sido alguna otra cosa?

Capítulo Ocho

 ME SENTÍA COMO SI estuviera entrando en una trampa de acero, mientras iba pasando por las puertas de la tienda para comenzar otro día de trabajo. Colgué el abrigo y traté de desconectar la mente para no pensar en riada, excepto los incontables clientes que entrarían y saldrían a lo largo del día.

Había mercadería nueva que había que guardar. Cuando comencé a sacar la loza de la caja, miré la lista de precios. Una taza para té doce dólares, un plato dieciocho dólares, y un juego completo salía en cientos de dólares. Pensé en los platos viejos y rotos, que no hacían juego, que habíamos usado mi abuela y yo. "Y bueno," me dije, "un plato de dieciocho dólares no contiene más pan frito y porotos que un plato de diez centavos de la factoría." Pero esta gente no comía ni pan frito ni porotos. Comían co­midas extrañas y caras. ¡Hasta comían pescado! La sola idea me hacía estremecer. Mi abuela me decía siempre que nuestro pueblo jamás comería pescado, porque al­bergaban las almas de mujeres muertas que habían sido malas en vida.

Acababa de poner la loza en los estantes, cuando Betty se acercó y me alcanzó un pedazo de papel y un lápiz. – ¿Te gustaría firmar esto? – me preguntó.

– ¿Qué es?

– La señora de Montgomery, que trabaja en la sección telas, se jubila esta semana. Todos los empleados lo van a firmar. Se lo pondremos dentro de una linda tarjeta. Hace cincuenta años que trabaja aquí, en la misma sección. Comenzó cuando sólo tenía quince años. – Betty movió la cabeza en señal de disgusto –. ¿Te puedes imaginar eso? Cincuenta años en este lugar. Puedes estar segura de que yo no voy a trabajar aquí cincuenta años. Apenas encuen­tre el hombre que me conviene, me caso y me voy de aquí. – Esperó mientras yo firmaba el papel y después se fue. Oí que volvía a decir: – ¡Cincuenta años!

Pensé en la señora de Montgomery. Tenía mi edad cuando comenzó a trabajar allí y se había ido quedando, quedando toda la vida. Veía las mismas cosas y las mismas personas todos los días, todo exactamente igual ...

Un cliente se acercó y levantó una de la tazas para té que acababa de ubicar en la vitrina.

– ¿En qué puedo servirle? – pregunté.

Levantó la vista y al verme frunció el ceño.

–Sino le molesta, prefiero que me atienda alguna otra persona.

Me sentí como si me hubiera echado un balde de agua helada. Me di vuelta y fui a buscar a Betty. Traté de actuar como si no me importase, pero me daba cuenta de que la rigidez de la sonrisa y el temblor de la voz me estaban delatando cuando le dije a Betty:

Betty, ¿podrías atender a esa señora que está allá?

_Como no, pero me pareció que la estabas atendiendo tú – dijo, mirando a la mujer.

– Pidió que la atendiera alguna otra persona. – Me encogí de hombros –. A lo mejor su tatarabuelo sufrió a manos de los indios. – Le di las espaldas a la mujer y terminé de marcar los precios de la mercadería mientras Betty la atendía. La señora se fue, y Betty vino en seguida y me dijo: ,

– No le hagas caso. Es de esa clase de gente que no quiere a nadie.

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La mañana se me hizo larga, y por fin llegó la hora del almuerzo. No tenía ganas de comer otro de esos almuerzos envueltos en mi usual bolsita de papel de envolver. Me sentía vacía, pero no tenía hambre. Me quedé parada un rato tratando de decidir qué hacer en esa hora si resolvía no comer. Tal vez un poco de aire fresco me despejaría la cabeza. No había. dormido mucho la noche anterior. Probablemente estaba cansada simplemente, y un paseo me devolvería las energías y me abriría el apetito.

El momento en que abrí la puerta, me di cuenta de que había hecho una buena decisión. El aire fresco y el sol me hicieron sentir bien después del encierro en ese edificio viejo y sofocante. Comencé a alejarme de la tienda, y con cada paso me sentía mejor. Anduve caminando cuadras y cuadras, sin importarme por dónde iba, con tal de ale­jarme de la tienda por un rato. De repente me di con un pequeño parque. Ocupaba una sola manzana, pero fue como encontrar un desierto en el medio de una ciudad de cemento y acero. Me senté sobre el suave césped y me quedé mirando los árboles y las flores. Me daban ganas de estar de vuelta en la reserva donde podía caminar sobre la tierra y no sobre el duro pavimento, y donde se oía a los coyotes de noche en lugar del tráfico de las calles.

No había estado sentada mucho tiempo cuando apare­ció un hombre en uniforme que se acercó y me dijo: – Lo siento, niña. Está prohibido sentarse en el césped.

Me puse de pie.

Sonrió.

– Lo que quiero decir es que no está permitido estar en el césped. Hay que quedarse en los senderitos. – Señaló los senderos de cemento que zigzagueaban por el parque.

Me sentí turbada, y tenía las mejillas acaloradas. Ni le hablé ni lo miré cuando me alejé del parque. Siempre, siempre quieren que uno camine sobre ese duro cemento. No toques el césped. No tienes derecho a sentir la suavi­dad de la madre tierra debajo de tus pies. 118   Viento Sollozante

Había pasado casi una hora cuando llegué nuevamente a las cercanías de la tienda. La hora del almuerzo se me acababa dentro de unos minutos, pero mis pies querían seguir caminando. No me detuve cuando llegué a la puerta; seguí caminando. No iba a volver a entrar allí. No podía volver. No quería pasar más tiempo encerrada en una trampa de acero. ¡No estaba dispuesta a pasar cin­cuenta años allí! Recordé que había dejado el abrigo adentro, pero no quería volver ni siquiera con ese motivo.

– Adiós, abrigo – dije y seguí caminando en dirección a mi casa.

Sin trabajo, el tiempo pasaba lentamente. Me aburría y me sentía inquieta, y anhelaba tener algo que hacer. Cuando llegó el domingo, estaba tan desesperada que resolví ir a la iglesia. ¿Qué daño podía hacerme? Me temblaban las rodillas cuando subí las escalinatas de la iglesia. Me quedé de pie cerca de la entrada, sin saber si entrar o darme vuelta y salir corriendo. La decisión la tomaron otros que entraron por la puerta detrás de mí, porque no tuve más remedio que seguir avanzando para darles lugar.

Unos cuantos pasos inciertos más y me encontré ocu­pando un lugar en la parte principal de la iglesia. Por las ventanas con vitrales entraba luz en profusión. En uno de

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los vitrales se veía a un hombre con unas ovejas. En otra unos hombres sentados a una mesa comiendo juntos.

Me temblaban tanto las rodillas que tuve que sentarme. No sabía a dónde ir. Tal vez determinadas personas tenían asientos determinados en esos bancos largos con respal­dos altos. A lo mejor no había lugar para que me sentara yo. Los demás pasaron delante de mí y ocuparon asientos cerca del frente de la sala, de manera que los seguí y me ubiqué tímidamente en la tercera fila y me aferré al borde del banco.

Se oía música suave que no parecía venir de ninguna parte, y oí voces que cantaban canciones que no entendía.

Me latía tan fuerte el corazón que estaba segura de que los demás lo podían oír. Me parecía que todos los demás me estarían mirando y preguntándose qué hacía yo en su iglesia. Allí me quedé como muerta de miedo. En cual­quier momento alguien me vería y me pediría que me retirase. ¡A lo mejor se pondrían todos de pie, me señala­rían con el dedo y me gritarían y me echarían de la iglesia! Me lamentaba de haber entrado. Yo no pertenecía allí-, no formaba parte de esa gente. Tenía las manos fuertemente entrelazadas sobre la falda y los ojos puestos en ellas. Tenía miedo de hacer algo que estuviera mal y llamar la atención de los demás.

Después de un rato un hombre me entregó un plato chato con dinero. Lo miré a él y luego volvía mirar el plato. Tenía una sensación rara en el estómago cuando tomé el plato en mis manos. ¿Qué tenía que hacer con el plato?

El hombre sonrió, se agachó y me dijo en secreto:

– ¿Me podrías hacer el favor de pasarlo a los demás en la fila?

¡Qué estúpida me sentí! Se lo entregué a la persona sentada al lado mío tan rápido que casi se le cayó. Sentía que el cuello se me ponía caliente, y tenía ganas de salir corriendo. ¡Era preciso que me escapara de ese edificio y me volviera donde debía estar! Me armé de coraje y me

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puse de pie con la intención de retirarme. ¡Repentina­mente todos los presentes se pusieron de pie también!

Me tomó tan de sorpresa, que me quedé inmóvil. ¿Me estaba por impedir que saliera toda esa gente?

Entonces apareció al frente de la iglesia el reverendo McPherson.

Suspiré con alivio. El no iba a dejar que esa gente me hiciera daño. ¡El me dejaría salir!

Dijo unas cuantas palabras, y todos los presentes incli­naron la cabeza como si tuvieran vergüenza. Luego dijo unas palabras más y la gente volvió a sentarse. Sin pen­sarlo, yo también me senté nuevamente.

No le saqué los ojos al reverendo McPherson. Estaba hablando de nuevo sobre ese hombre llamado Jesús. Me preguntaba qué diría mi abuela si supiera que estaba en la casa de oración de un blanco. Estaba segura que no le hubiera gustado.

Poco después terminó el servicio, y los presentes em­pezaron a abandonar el edificio. Unos cuantos se queda­ron y me saludaron; me dijeron su nombre y me pregun­taron el mío, pero yo no les dije. ¿Acaso no sabía esta gente estúpida que si un indio dice su propio nombre en voz alta tres veces en el curso de una hora se le secan las orejas? Tienen tanto que aprender los blancos, pensé.

El reverendo McPherson estaba en la puerta saludando a todos a medida que se iban. Le extendí la mano tímida­mente y él sonrió y me tomó la mano con firmeza.

– Estamos muy contentos de que hayas venido áquí hoy. ¿Puedes quedarte a almorzar con nosotros?

Esto no lo esperaba y no sabía qué decir. Una mujer pelirroja que estaba a su lado se adelantó y me puso el brazo en el hombro.

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–Yo soy la señora de McPherson. Llámame Audrey. Nos encantaría que almorzaras con nosotros. – Luego, casi como si me hubiera leído el pensamiento, agregó: – Después de comer puedes quedarte cuanto quieras o irte en el momento que quieras.

– Bueno. – Acepté y me fui con ellos a la casa de al lado. No le llevó mas que unos minutos tener todo listo y sobre la mesa.

– Siempre le damos gracias a Dios por la comida – dijo el reverendo McPherson. El y Audrey ambos inclinaron la cabeza, cerraron los ojos, y le hablaron a su Dios por unos momentos.

Luego Audrey alargó los brazos y descubrió un plato.
Tuve que tragar fuerte para no ahogarme. ¡Era pescado!
Un pescado largo con ojos que parecían mirarme directaente a mí y
 que me hacían espeluznar.

– ¿Cuánto quieres servirte?

–preguntó el reverendo McPherson.

No tengo hambre – dije débilmente, sin poder sacarle los ojos al pescado.

– ¿Qué pasa? – preguntó Audrey.

Comencé a repetir que simplemente no tenía hambre, pero en ese preciso momento mi estómago empezó a rezongar tan audiblemente que era imposible que no lo oyeran.

– Es que . es que no puedo comer ese ... pescado

Me está mirando. ¡Ella me está mirando! – dije.

– ¿Ella? – preguntó Audrey y se inclinó para mirar más

de cerca. Me sentía sumamente desdichada; evidentemente no era mi día.

– Mi gente cree que los espíritus de las mujeres malas se transforman en pescados. Si comemos pescado esos espíritus pueden volver a vivir en nuestros cuerpos.

Sin esperar un segundo más, Audrey volvió a cubrir el pescado. Sentí alivio cuando esos ojos dejaron de mi­rarme. Audrey levantó el pescado y se lo llevó a la cocina.

– Tengo que irme ya – dije poniéndome de pie.

– No hemos comido todavía, y debes estar con hambre. ¿Hay alguna leyenda sobre los sandwiches de jamón?

– me preguntó el reverendo McPherson guiñando un ojo.

– No, no hay espíritus en los sandwiches de jamón –dije riendo.

La distancia entre nosotros se estaba acortando. Hablamos sobre muchas cosas. No recordaba haberme reído ni haber hablado tanto nunca.

La tarde pasó volando.

¿Por qué no te quedas a cenar y vienes al servicio de la noche en la iglesia? – sugirió Audrey.

– ¿Tienen un servicio a la noche, también? – le pregunté –. ¿No es hablar demasiado a menudo con su Dios? Tal vez no le guste tener que atender a la gente tanto. Quizá prefiera dormir.

– Nuestro Dios nunca duerme – dijo.

– Entonces debe cansarse tremendamente. Hasta el viento duerme a veces – le contesté.

–Nuestro Dios nunca se cansa. Siempre está anhelando hablamos y escuchar nuestras oraciones.

Pensé un momento en esto.

¿Es igual que el de la mañana el servicio de la noche?

No, no enteramente. No hay tantas personas y es más informal.

Viento Sollozante             123 –¿Pasan el plato otra vez? – pregunté.

–No. Eso se hace sólo en el servicio de la mañana.

Audrey río.

¿ Qué es lo  hay que hacer con ese plato, de todos modos? ¿

– pregunté.

– Se lo pasa para que la gente que quiera hacerlo pueda poner dinero para ayudar a costear las actividades y la obra de la iglesia de,Dios.

–Yo no tengo dinero –le dije –. No puse nada en el plato esta mañana. ¿Cuánto debo por haber ido a la iglesia?

– Concurrir a la iglesia es gratis. Nadie tiene que pagar ni dar dinero, a menos que quiera. A Dios le gusta que la gente venga, a pesar de que no tenga dinero . . . y especialmente si no tienen.

– Nos gustaría que te quedaras – dijo Audrey.

Yo estaba dudando, y el reverendo McPherson agregó: –Sí, quédate.

– Bueno, me quedo – dije. Después de todo, no había salido tan mal la cosa por la mañana, una vez que me acostumbré.

Fue un servicio tranquilo. Vinieron menos personas, y no pasaron el plato. Me quedé un rato, y luego pensé que ya estaba cansada de escuchar hablar acerca de Jesús de nuevo. Me parecía que podían encontrar alguna otra cosa de qué hablar, de modo que me levanté y me fui. Audrey puso cara de perplejidad, pero sonrió e hizo un leve movimiento con la mano en señal de adiós.

Por unos cuantos días no hice nada, y entonces me di cuenta de que no me quedaban más que dos dólares. Tendría que conseguir trabajo de inmediato o pasaría hambre. Sabía que no quería volver a trabajar como de­pendienta, para que no vinieran clientes que se negaran a que las atendiese porque yo tenía piel de otro color. ¡Sufi­ciente de eso había tenido ya! Tal vez pudiera encontrar algún trabajo en el que no tuviera que tratar con gente,

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