lunes, 10 de octubre de 2022

VIENTO SOLLOZANTE - 1 LIBRO- 132-141

 

VIENTO SOLLOZANTE

  1 LIBRO- 132-141

132         Viento Sollozante

1 ¿Nunca has trabajado en una fábrica antes?

Casi no la podía oír por el ruido, pero le indiqué que no con la cabeza.

– No importa. Te vas a acostumbrar al ruido, y después ni siquiera lo vas a notar.

Me parecía como si mil tambores estuvieran batiendo en mi cabeza. ¿Cómo podía alguien acostumbrarse a eso?

Me señaló una larga fila de botones y palancas.

– Esto es lo que vas a manejar. Te dirán cuándo tienes que presionar un botón o cuándo mover una palanca. No debes hacer nada que no te indique ese hombre del mameluco allá. Para la alfarería todo depende del tiempo y de las temperaturas, y de la consistencia de la arcilla. El te dirá todo lo necesario. Debes hacer exactamente lo que él te diga. – Le hizo señas al hombre, y él se acercó para decirme lo que tenía que hacer.

Me dediqué a presionar, a tirar, a empujar. El ruido parecía abrirse camino hasta el centro mismo de mi cere­bro. Trataba de anularlo pensando en otras cosas. Reme­moré cómo me había enseñado mi abuela a hacer alfarería como los indios en otras épocas. Tomaba una pequeña calabaza, la llenaba de agua, derramaba el agua en el suelo, se ponía de rodillas para ver cómo se empapaba la tierra. Luego le agregaba un poco más de agua y decía: – Ahora hay que proceder con suavidad, porque le estás arrancando piel al pecho de la madre tierra.

Metía los dedos en el barro y tomaba la arcilla mojada en las manos. La formaba y la amasaba y la volvía a formar hasta que se transformaba en un pequeño tazón de forma desigual. Cuando estaba satisfecha, lo ponía sobre un tronco de árbol para que se secara al sol. El ardiente sol del verano lo cocía hasta que quedaba duro como una piedra. Era un modo simple y natural de hacer alfarería, valién­dose de la madre tierra, el agua y el sol. Era un trabajo tranquilo y sin ruido, no como esa fábrica. En esos mo­mentos deseaba poder volver al lado de mi abuela  y

ayudarla a recoger la arcilla en sus manos.

En el otro extremo de la fábrica una máquina imprimía un diseño en los artículos terminados. La máquina subía y bajaba produciendo diseños idénticos. Recordaba cómo las mujeres indias pintaban la alfarería a mano, valiéndose de pinceles especiales que no tenían más que tres o cuatro cerdas. Les llevaba horas enteras, a veces días enteros, pintar un solo tazón. Se sentían orgullosas de su trabajo.

En la fábrica no se sentía lo mismo.

Cerré los ojos y retorcí los dedos tratando de recordar la sensación de la arcilla de esos días tan distantes. En cam­bio ahora tenía que tomar una fría palanca de acero con los dedos. Abrí los ojos y miré en tomo a mí. Esa no era la forma de hacer alfarería. No era la forma en que debía vivir un piel roja.

Abrí las pesadas puertas, y por el largo pasillo me enca­miné hacia la calle. Afuera no había ruido. Dejé de sentir los golpes ruidosos de las máquinas en la cabeza. Me agaché y levanté un poco de polvo entre los dedos. Allí estaba todavía la madre tierra. Era la misma madre tierra que teníamos en la reserva. ¿Por qué sería que todo pare­cía tan diferente en este lugar?

Volví a casa caminando. Ese empleo me había durado dos horas. ¿Qué era lo que me estaba pasando? ¿Por qué no podía ir a trabajar, a cumplir las horas necesarias y volverme a casa como hacían los demás? ¿Por qué vivía recordando el pasado? ¿Por qué pensaba en la madre tierra, y en el sol y las estaciones?

Cuando me dirigía hacia mi casa, un vehículo tocó la bocina detrás de mí y se acercó a la vereda. Me di vuelta y miré. Audrey y el reverendo McPherson me estaban ha­ciendo señas para que me acercara al auto.

Te vimos caminando y queríamos saber si habías tenido suerte al ir a buscar trabajo esta mañana – dijo Audrey.

– Si, encontré uno. Alcancé a trabajar dos horas – le dije 134     Viento Sollozante

apoyándome en la puerta del automóvil.

– ¿Dos horas? ¿Qué paso?

–Abandoné.

Se les veía una mezcla de diversión y de desilusión en la cara.

– ¿Y ahora qué? – me preguntó.

– No sé – contesté.

– ¡Querida hija! – dijo –. No puedes pasarte el resto de la vida cambiando de trabajo cada tantas semanas. Nece­sitas tener un propósito, un plan, alguna meta. ¿No deseas nada en la vida?

– No, supongo que no. – Me alejé del vehículo y seguí caminando.

¿Podemos llevarte a tu casa? Me parece que estás cansada.

–No, creo que voy a caminar.

– ¿Podemos ayudarte en alguna forma? – preguntó. Esta vez no contesté. Moví la cabeza negativamente y seguí caminando.

Se había levantado viento. Me hizo sentirme fresca y renovada. Al llegar a mi casa abrí todas las ventanas a fin de que el viento hiciera entrar aire fresco en las habitacio­nes. Saqué unas cuentas y comencé a hacer un collar. Levantaba la vista de tanto en tanto para ver cómo el viento movía las cortinas. Seguí trabajando hasta que oscureció. Tenía tan cansados los ojos que me acosté y me quedé mirando las estrellas por la ventana. Las estrellas parecían más pequeñas aquí, más distantes. No era como allá en la reserva, donde casi se podía tocarlas, donde estaban un poco más alto que las cumbres de las monta­ñas.

El viento sopló con fuerza poco antes del amanecer, y las cortinas hicieron caer la lámpara que tenía al lado de la cama. Me despertó, Me levanté y empecé a cerrar la ventana para volverme a la cama, pero me llamó la aten­ción ver cómo el viento movía las ramas de los árboles en la penumbra. Me quedé parada en la ventana viendo cómo el viento jugaba con los árboles.

Cuando por fin volvía meterme en la cama, noté que tenía las mejillas húmedas de lágrimas. Ni siquiera me había dado cuenta que estaba llorando.

— Oh, . . si sólo pudiera volver a casa . . si sólo pudiera volver a casa . . . —repetí en voz baja vez tras vez.

Capítulo Nueve

A MEDIDA QUE EL VIENTO soplaba más fuerte, me parecía oír que su voz me llamaba, que me invitaba a volver a casa, a volver a la reserva, a volver a esos cerros y valles que conocía y tanto anhelaba ver.

En un impulso levanté la almohada, le saqué la funda que todavía estaba húmeda de mis lágrimas, y comencé a llenarla con las cosas que necesitaba. Puse todos los comestibles que me pareció que podía llevar, y en un im­pulso también metí un cuchillo de cocina para el caso de que necesitara protección. Vivir en la ciudad me había hecho cautelosa. Le escribí una nota a Pedemal y la clavé en la puerta al salir. Le decía que me había vuelto a la reserva y que él debía llevarme el resto de mis cosas y un poco de comida.

Durante la primera hora caminé lo más rápido que podía, porque deseaba llegar a casa antes del atardecer y tenía miedo de que si me detenía a descansar me arre­pintiera y me volviera atrás.

Durante la segunda hora, comencé a caminar más lento. A la quinta hora ya iba arrastrando los pies, y la funda pesaba como si tuviese una tonelada de rocas. Me había acalorado tanto que me había sacado el abrigo y lo había metido dentro de la funda. Ahora estaba más có­moda pero el bulto estaba más pesado. Se me acalam­braban las manos de tanto cargarlo.

Me había llevado ocho horas, pero ya estaba a pocos minutos de distancia de mi casa. Ya hacía una hora que caminaba por el bosque que conocía y que tanto amaba. Cada árbol era un viejo y conocido amigo; cada piedra constituía una señal en la senda. No, aquí no podía per­derme nunca; no era como en la ciudad, con todas las casas parecidas unas a otras y los edificios altos que ocul­taban el sol.

Llegué a la cima del cerro y miré hacía el valle para ver mi casa.

íLa casa ya no estaba! ¡Había desaparecido!

¡Había desaparecido! ¡La casa ya no estaba! No que­daban más que unos troncos, ennegrecidos por el fuego.

Olvidando lo cansada que estaba, bajé el cerro co­rriendo con la bolsa golpeándome la espalda.

Me detuve donde debiera haber estado la puerta de entrada y contemplé el montón de escombros que tenía ante mí. No quedaba nada. No le debió haber llevado mucho tiempo a esa vieja choza quemarse hasta el suelo.

Comencé a caminar por las cenizas y a patear el suelo. Se había incendiado meses atrás, probablemente en se­guida después que Nube y yo dejamos el valle.

Viento Sollozante             139

Yo sabía que no había sido un accidente. Alguien, ya sea uno de mis tíos o algunos de los amigos navajos de mi abuela le habían prendido fuego, pensando que como había muerto adentro, su espíritu podría haber quedado atrapado dentro de la casa y que tal vez no pudiera saber cómo salir para encaminarse a la otra vida.

Me dejé caer sobre las cenizas. Había querido volver a mi hogar, pero me di con que mi hogar ya no existía.

Estaba oscureciendo. No quena pasar la noche en el descampado. Si me apresuraba podía llegar a la cabaña de Nube antes que cayera la noche. Por lo menos tendría techo. Me obligué a levantarme y volvía echarme la bolsa a la espalda, tambaleando con el peso.

Evité mirar en dirección al establo y puse los ojos fijos en la senda que tenía delante.

No tendría que haber vuelto – me dije –. Fue una estupidez. Ya no queda nada aquí. Todo ha desaparecido; la gente, los animales, la casa. Todos se han ido ya. Sólo quedo yo, que ando vagando como un espíritu extra­viado, merodeando por el valle.

Llegué a la cabaña de Nube en el momento en que se ocultaba el sol.

Saqué una vela y unos fósforos de la bolsa. Prendí la vela. No daba mucha luz, pero era mejor que esa terrible oscuridad.

Me senté en el piso, abrí una lata de frijoles, y me recosté contra la pared para comerlos.

El traficante no dejó nada cuando le compró las cosas a Nube. No había más que una pieza vacía. No quedaba ni un pedazo de madera ni un trozo de papel.

Ya estaba extenuada y no podía tener abiertos los ojos. Metí la mano en la bolsa de nuevo y saqué el cuchillo. Enrollé el abrigo para hacer una almohada, apagué la vela, me acosté en el piso, teniendo el cuchillo fuertemente en la mano y arrepentida de habérseme ocurrido tratar de vol­ver a casa. Viento Sollozante   141

140         Viento Sollozante

Por la mañana temprano me desperté tiesa y con frío. En el suelo había una leve insinuación de escarcha, y había un poco de niebla baja en el valle que esperaba la salida del sol para desaparecer.

Como desayuno comí una lata de ají y volvía poner las cosas en la bolsa. Después de echar una última mirada al valle, emprendí el regreso al pueblo.

Mientras caminaba trataba de no pensar en la pila de cenizas que había sido mi casa. Trataba de no pensar en nada, sino en ir dando un paso tras otro.

Me dolían los pies cuando me acercaba a la puerta de mi departamento, ocho horas después. La nota estaba toda­vía en la puerta. Pedernal no había aparecido. Cuando arranqué la nota y la arrugué en la mano, sentí alivio porque Pedemal no se enterara de mis planes de volverme a la reserva. No quería que supiera la estupidez que había hecho.

¿Que podía hacer ahora? Ya no podía volver a mi casa natal; había desaparecido. Pero tampoco pertenecía a la ciudad.

¿Por qué me había llamado a la reserva el viento, cuando seguramente sabía que al volver no iba a encon­trar nada? ¿Me estaba haciendo una broma? Sí, eso debía ser. Los viejos dioses indios hacían bromas crueles con frecuencia, y ésta me la había hecho el viento a mí. Segu­ramente que estaba enojado conmigo por algo. Yo estaba haciendo algo que no debía, y me había castigado. ¿Qué era lo que yo había hecho de mal, qué? En seguida me di cuenta. Al viento no le gustaba que fuera a la iglesia. Eso era. Tendría que dejar de ir a la iglesia o me haría algo terrible. Esto no era más que una advertencia.

Saqué las cosas de la funda. Estaba sucia por el polvo del camino, porque durante el último kilómetro o más, la había arrastrado porque estaba demasiado cansada para llevarla al hombro.

Me senté en la bañera llena de agua caliente y dejé que el agua y el vapor me fueran sacando el cansancio del cuerpo. Di gracias por el lujo de tener la posibilidad de bañarme con agua caliente. La vida de la ciudad me había echado a perder. Hubiera echado de menos el agua co­rriente caliente, la electricidad, la heladera, la cocina. La vida de la ciudad me estaba haciendo floja y perezosa.

Los días que siguieron fueron largos y vacíos. Cuando oscurecía me acostaba. Me decía: "Por fin se acabó otro día". Temía cada amanecer. No tenía ganas de desper­tarme por la mañana. Ponía una silla frente a la ventana y me quedaba sentada horas enteras, mirando pasar la gente o viendo cómo pasaban los vehículos por la calle, o a veces simplemente con la vista fija en el espacio, sin mirar riada.

No recuerdo cuándo comencé a notario, pero en un momento determinado me di cuenta de que estaba ob­servando un letrero luminoso a unas dos cuadras de distancia. "BEBIDAS." "BEBIDAS." Se encendía varias veces por minuto. Poco después me empezó a atraer más que las demás cosas a mi alrededor.

Luego recordé que Pedemal había dejado una botella de whisky medio vacía en la alacena la última vez que estuvo. Cuanto más pensaba en la botella, más tentada me sentía a tomar. La verdad es que no me gustaba beber. No me gustaba el sabor y me hacía doler la cabeza, pero Pedemal tomaba mucho y también lo hacían mis otros tíos, de modo que debía ser porque tenía algún valor positivo. Tal vez sería que no había bebido suficiente­mente. Tal vez había que tomar mucho para sentirse bien.

Me levanté de la silla frente a la ventana, me dirigí a la alacena, y saqué la botella de whisky. La levanté a la altura de la vista y observé el color marrón claro que tenía. Cuando la abrí, la emanación me llenó los ojos de lágri­mas. Casi volví a ponerle el tapón, pero decidí seguir adelante y tomármelo. Después de todo, no podía perder

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